El inventor de historias (36 page)

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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

En efecto, Martín llegó a Ribanova sin aviso previo. Apareció un domingo a mediodía, con un enorme cartapacio rebosando dibujos coloreados, y se presentó en la pensión de doña Josefa cuando los huéspedes terminaban el almuerzo y se disponían a tomar café.

—Busco a Juan Sebastián Arroyo.

—El señor Arroyo está acabando de comer —la patrona había asumido un papel casi maternal con todos sus realquilados, y le molestaba sobremanera que alguien pretendiese interrumpirlos a las horas de las comidas. Silverio Martín miró a la casera con cierta displicencia.

—No se preocupe por eso. Afortunadamente, yo ya he almorzado. Permita que me presente: soy el doctor Martín, arquitecto de jardines. Y ahora ¿sería usted tan amable de avisar a don Juan Sebastián?

—Claro, señor —Josefa Chao sintió un ataque de antipatía furibunda hacia el recién llegado—, en cuanto haya terminado con el café. Puede sentarse ahí —señaló un banco de madera de aspecto francamente incómodo—, y ya le digo yo al señor Arroyo que quiere usted verle.

Silverio Martín no estaba muy acostumbrado a obedecer órdenes de ningún tipo, pero bien es verdad que tampoco se cruzaba todos los días con mujeres del carácter de doña Josefa, así que tomó asiento en el banco, colocó el cartapacio con los bocetos encima de las rodillas y se dispuso a esperar. Juan Sebastián Arroyo apareció diez minutos después.

—¿Preguntaba por mí?

—¿Señor Arroyo? Soy Silverio Martín. José María Aguilar me dijo que estaba usted esperándome.

—¡Ah, claro, el paisajista! —le tendió la mano—. Perdone, pero no contábamos con que llegara tan pronto.

—¿Le parece mal momento?

—No, no, desde luego que no… Es sólo que me ha cogido de sorpresa… en fin, me alegro de conocerle. Supongo que el señor Aguilar le ha contado ya lo que queremos hacer.

—Por supuesto. —Silverio Martín abrió el cartapacio y extrajo un montón de dibujos que extendió sobre la mesa—. Un jardín botánico. Me parece una idea excelente, y me he permitido empezar a trabajar… Claro que esto son sólo aproximaciones. Tendría que ver el terreno, y quizá sería conveniente hablar del presupuesto que manejan.

—No se preocupe por eso. Lo que nosotros queremos es que el jardín quede lo mejor posible. Dígame una cosa, ¿va a pasar la noche en Vilabranca? Lo pregunto porque tendremos que hablar con doña Josefa para que le prepare una habitación…

El otro abrió mucho los ojos.

—De ningún modo, señor. Me alojo en un hotel de La Coruña. He venido hoy en un coche de alquiler para conocerle a usted, y también para visitar el terreno donde quieren ubicar el jardín. Volveré dentro de unos días para mostrarles mi trabajo. Y ahora, si es tan amable, le rogaría que me acompañase a visitar esa finca.

Al igual que había ocurrido a la patrona, Juan Sebastián Arroyo encontró decididamente antipático al jardinero asturiano, y de buena gana le hubiese pedido que recogiera sus bártulos y volviese por donde había venido. Pero estaba por medio la figura amable de José María Aguilar y la necesidad de hacer las cosas lo mejor posible, y el arquitecto andaluz había asegurado que no había en toda España un paisajista de la talla de Silverio Martín. Fueron juntos hacia el terreno de Esteban Segade, en medio de una lluvia menuda que agitaba el viento. El pueblo entero parecía flotar en la neblina gris. No había nadie en las calles sin asfaltar, y Silverio Martín pensó que Vilabranca era sin duda el último lugar del mundo que él hubiese elegido para levantar un jardín botánico. Sin embargo, no dijo nada y siguió a Juan Sebastián Arroyo hasta llegar a la finca. Las cuadrillas de limpieza estaban a punto de terminar el desbrozado del terreno, y una vez más Juan Sebastián Arroyo se asombró de la labor titánica de los vecinos, porque del bosque desatado en malas hierbas que aquella tierra fuera una vez quedaban ya sólo los robles centenarios y media docena de pinos apuntando al cielo.

—¿Qué le parece?

Silverio Martín se encogió de hombros.

—Nada especial. Una finca como tantas otras. La diferencia la marca lo que se haga con ella, pero de eso ya me encargo yo. —Abrió el cartapacio y sacó un cuaderno y un lápiz—. ¿Las lindes están marcadas?

—Sí, señor. Con aquellas estacas de madera.

—De acuerdo. Perdone, pero voy a medir.

—No se preocupe, ya lo hemos hecho nosotros. En la pensión tengo todos los planos…

—Me refiero a mis medidas. Yo mido por zancadas. Es una costumbre profesional..

Y sin mediar más explicación, Silverio Martín echó a andar a grandes pasos mientras tomaba notas en su cuaderno con un lápiz colorado. Juan Sebastián Arroyo le dejó hacer. Después de todo, Aguilar había dicho que era el mejor, y cada cual tiene sus propias manías. Aunque bien es verdad que aquel tipo parecía tener muchas más que el común de los mortales. Arroyo se sentó en una piedra y esperó bajo la lluvia sin impacientarse. El paisajista acabó sus mediciones en media hora.

—Muy bien. Ya he terminado. Es una buena tierra. Y además, este clima nuestro hace que las plantas crezcan sin problema. Voy a marcharme. Volveré la semana que viene. Por cierto, mi primera minuta es de dos mil reales. Normalmente cobro por adelantado, pero siendo ustedes unos recomendados del señor Aguilar creo que puedo saltarme esa norma. De todos modos, le agradecería que tuviesen preparada la cantidad para el día de mi regreso. Y ahora, si tiene la bondad de acompañarme, quiero volver cuanto antes a La Coruña. Creo que me he constipado.

Juan Sebastián Arroyo pensó que nunca en la vida había sentido tanto placer en ver partir a alguien. El paisajista de marras era decididamente un cretino integral, pero lo cierto es que no iba a ser sencillo localizar a otro.

No tuvieron noticias suyas en una semana. En ese intervalo de tiempo remataron definitivamente las obras de limpieza del terreno de la escuela, y también el retrato al óleo del falso Castro de Lema. Benito Menán había puesto un especial entusiasmo en aquel retrato, y se sentía íntimamente satisfecho del aplauso que don Fernando Castro, tan viajado y tan vivido, había dedicado a su trabajo. Para facilitar la labor del artista, Linus Daff había hecho traer de La Coruña un caballete de madera, y también una completa colección de óleos, aunque el pintor desdeñó las mezclas preparadas y prefirió seguir utilizando los colores base consiguiendo mediante mixturas los secundarios y terciarios. Lo que sí entusiasmó a Menán fue la arquitectura grácil del caballete de madera clara, que parecía sostener el lienzo en mitad del aire.

—Qué barbaridad, don Fernando, no sabía yo que existían estas cosas. Mire, ya estaba acostumbrado a colocar la tela encima de una silla, y así, mal que bien… Fíjese, fíjese qué comodidad, si antes me volvía loco con el dolor de cuello, y ahora, sin embargo…

Cuando el retrato estuvo terminado y seca por completo la pintura, el supuesto Castro de Lema se empeñó en enmarcarlo con cargo a su propio pecunio en la prestigiosa casa Piñeiro, en La Coruña, cerca de la plaza de Pontevedra. El edificio que albergaba el taller era el mismo en el que había vivido tiempo atrás un niño, de nombre Pablo, que años después cambiaría para siempre el rumbo de la historia del arte. Fue Bernardo Soares el encargado de llevar el lienzo a la Coruña y traerlo tres días después instalado en un soporte sobrio y aparente, un marco de madera oscura libre de adornos y retorcimientos, que encajaba muy bien con el carácter austero del inventor de historias aunque, como pensó el propio Linus Daff, quizá el auténtico Castro de Lema hubiese preferido otro tipo de marco para instalar su retrato. Tampoco al alcalde pareció gustarle mucho la moldura elegida.

—Hombre, don Fernando, parece un marco de casa de pobres, y usted perdone la comparación, pero es que yo había pensado en algo con pan de oro…

El otro sonrió.

—Así soy yo, alcalde: un hombre modesto —Linus Daff trató de apartar de su cabeza el Rolls Royce amarillo—. Y precisamente por eso quería pedirle un favor: me gustaría que colgase mi retrato en una de las paredes del colegio. Si quiere que sea sincero, me hace más ilusión perpetuarme dentro de la escuela, que al fin al cabo es cosa mía, que en el salón de plenos del ayuntamiento. Así que deje usted a don Alfonso donde está, y resérveme a mí un lugar discreto sobre los muros del colegio de Vilabranca.

El alcalde accedió a regañadientes. Llevaba como una cruz la ausencia real después de las tan cacareadas visitas, y había encontrado el modo de vengarse relegando el cuadro del rey a aposentos menores por una causa de fuerza mayor, pero tuvo que dar por buenas las razones de Fernando Castro, que propuso además que la nómina de retratos se incrementara con uno de Pedro Almeiras y otro de Juan Sebastián Arroyo.

—La ayuda de los señores Almeiras y Arroyo está siendo decisiva en este proyecto, y creo que es justo que ellos obtengan también su parte de reconocimiento. Por supuesto, el trabajo del señor Menán será justamente retribuido. Y hay otra cosa, alcalde… el colegio va a poner en funcionamiento un gabinete de pintura. A ver si convencemos a Menán para que tome unas clasecitas. Ese joven dibuja muy bien, y dirigido por un buen maestro podría aprender muchas cosas.

—Lo que usted diga, don Fernando. Pero a mí me parece que eso de ir a clase es para gente más joven. Nostros, con saber echar las redes, y distinguir los peces… ¿para qué iba a servirle al bueno de Menán aprender más de lo que ya sabe? ¿Para pintar retratos de aldeanos?

—Alcalde, yo he visto mucha pintura por ahí y le aseguro que ese Menán tiene bastante más talento que otros que andan vendiendo sus obras por miles de duros. Estoy convencido de que en Madrid…

—¿Madrid? Don Fernando, eso está muy lejos. Benito Menán tiene mujer y dos niños, una barca de pesca que aún no ha acabado de pagar y una madre enferma de tisis. ¿Qué se le ha perdido a él en Madrid, vamos a ver?

El falso Castro de Lema claudicó, y tuvo que reconocer que para algunos era ya demasiado tarde. Eso sí, habló personalmente con Benito Menán para encargarle sendos retratos de Pedro Almeiras y de Juan Sebastián Arroyo, y le pidió también que valorase su trabajo en los términos que considerase más justos.

—Pero don Fernando, cómo le voy a cobrar dos cuadros de nada… Ya me ha regalado el caballete y la caja de óleos.

—Si no me cobra, no hay retratos. Usted verá.

Benito Menán cedió y pidió la cantidad irrisoria de diez duros por cada pintura. Al día siguiente, Pedro Almeiras se puso por primera vez frente al artista. Justo cuando estaba acabando de posar para los bocetos iniciales llegó a la pensión Silverio Martín. Llevaba el mismo cartapacio atiborrado de la otra vez, y cubría su cuerpo con una enorme capa de color negro para protegerse de una lluvia que de momento no existía, pues el cielo lucía claro y sin nubes.

—¿El señor Arroyo?

—Está arriba. Soy Pedro Almeiras…

—Silverio Martín, arquitecto de jardines. Vengo a entregar un encargo.

—Don Juan Sebastián nos ha hablado de usted. Suba conmigo. El señor Arroyo y el señor Castro se alegrarán de verle.

Doña Josefa Chao acababa de servir el chocolate con picatostes en la sala del piso superior cuando entró Pedro Almeiras acompañado del paisajista. La patrona dirigió a Martín una mirada del todo ausente de buenas intenciones, pero a pesar de todo puso otras dos tazas en la mesa y buscó un cojín adicional para acomodar la silla del forastero.

—Si no mandan nada más…

—Nada, doña Josefa, muchas gracias. Y usted, señor Martín, siéntese. Estará cansado después del viaje. Ya conoce al señor Almeiras, así que le presentaré a Fernando Castro de Lema, promotor del proyecto que nos ocupa.

—Encantado, señor. Y ahora, si les parece bien, me gustaría que examinasen mi propuesta para el trazado del jardín. Aparten esas tazas, hagan el favor.

La mesa quedó libre mientras el chocolate y los picatostes empezaban a enfriarse. Juan Sebastián Arroyo decidió que, en efecto, detestaba con toda su alma a aquel jardinero venido a más, que parecía encontrar un placer morboso en llegar en el peor de los momentos. Martín extendió sus dibujos.

—Presten atención, por favor. He estructurado el parque en dos partes bien definidas: jardín antiguo y pradera arbolada. El jardín antiguo irá en torno al edificio de la escuela y se dividirá en una parte geométrica y otra paisajista, con terraza y un talud. La pradera arbolada también se articula en dos sectores separados por una calle: una zona menor cubierta de cesped inglés, y otra de mayor tamaño que albergará la plantación multiespecífica. Aquí tienen la lista de variantes que he seleccionado.

Les tendió una cuartilla de papel. Silverio Martín quería plantar un abeto griego, cuyas ramas inmensas empezaban a crecer en la misma base del tronco, cedros del Atlas y del Líbano, tejos silvestres e irlandeses, palmeras canarias, magnolias grandifloras, aligustres de la China, celindas, camelias de colores, rododendros del Ponto, tilos plateados, castaños de indias y setos de boj. Había un espacio pensado para un invernadero que albergaría distintas especies de flora tropical, respetando así los deseos de Castro de Lema de ver en su tierra gallega las plantas del suelo cubano, y también se sugería la colocación de algunos elementos ornamentales: una fuente, un comedero para pájaros y un reloj de sol confeccionado en cantería. Silverio Martín había pensado en instalar un pequeño huerto de hierbas aromáticas donde cultivar lavanda y espliego, menta y hierbabuena, romero y tomillo, pimienta de Cayena, azafrán castellano, orégano y cilantro, clavo y canela, y también un estanque con nenúfares y lirios de agua.

—¿Y bien?

Silverio Martín parecía aguardar un veredicto. Los tres hombres se miraron y sin decir nada estuvieron de acuerdo en una sola cosa: el paisajista era tan poco agradable como eficaz en su tarea.

—Señor Martín —el falso Castro de Lema se sintió en la obligación de tomar la palabra—, ha hecho usted un trabajo excelente. Éste es el jardín con el que he estado soñando años enteros. Permita que le dé la enhorabuena.

Silverio Martín estrechó la mano del inventor de historias convencido de estar saludando a un indiano multimillonario.

—Me complace saber que estamos de acuerdo. Y ahora debemos resolver otra cuestión…

—Sus honorarios. El señor Arroyo ya me había hablado de eso. Si quiere puedo pagarle ahora mismo. —Linus Daff sacó la cartera del bolsillo y entregó quinientas pesetas en billetes nuevos a Silverio Martín.

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