Linus Daff sonrió al recordar el nombre de su invención que, en efecto, tenía un sonido musical y muy grato al oído.
—¿Qué me dicen?
—Es una oferta interesante. —Pedro Almeiras pasaba distraído las páginas de la revista—. Pero sucede que ni mi amigo ni yo sabemos conducir.
El otro le detuvo.
—Ni una palabra más. Mi suegro pensó en todo, y junto con el coche nos regaló también un chófer. Ya sabe cómo se las gastan esos señoritos: obsequian con la misma largueza cosas y personas. Para mí, su presencia en mi casa es francamente incómoda, puesto que en realidad supone una boca más que alimentar, y yo no estoy en condiciones de mantenerle, lo mismo que no puedo hacerme cargo de los gastos del coche. Habría que hablar con él, por supuesto, soy contrario a la compraventa de seres humanos… pero no creo que tenga inconveniente en ponerse a su servicio.
Pedro Almeiras y Linus Daff se miraron.
—¿Qué opina usted? —era Pedro quien hablaba.
—Sinceramente, me parece que para nosotros es la mejor solución. Dese cuenta de que al llegar a Galicia necesitaremos un vehículo para trasladarnos a Vilabranca… y una vez allí nos vendrá muy bien contar con un medio de transporte capaz de llevarnos a la ciudad cuando sea preciso. —Se volvió hacia Afonso Henriques—. Señor, creo que la oferta que nos hace es muy interesante… Sería cuestión de ponernos de acuerdo en cuanto al precio.
El otro se encogió de hombros en un ademán de resignación.
—Ah, señor, los pobres no estamos en posición de entrar en regateos. Si está usted en condiciones de abonar la cantidad inmediatamente y en dinero líquido…
—Por supuesto que sí… y en dólares americanos, además.
—El dinero es siempre dinero —sentenció Henriques—. ¿Qué le parecen quinientos dólares? El sueldo del chófer tendrían que ajustarlo con él.
Ninguno de los dos estaba en condiciones de calcular si se trataba o no de una cantidad excesiva. De todas formas, pensaba Linus Daff, los pasajes a Galicia en primera clase, la estancia en el hotel lisboeta y el necesario alquiler de otros medios de transporte durante los próximos días se llevaría por delante una cantidad similar. El inventor de historias sonrió involuntariamente al imaginar su llegada a Vilabranca a bordo de un coche de lujo, amarillo por más señas, y conducido por un chófer de uniforme.
—¿De acuerdo entonces?
—De acuerdo, señor Henriques… ¿cuándo podríamos ver el vehículo del que nos habla?
—Ahora mismo, si quieren. ¡Fernando! —El otro levantó los ojos miopes del cuaderno de escritura—. Nos vamos a mi casa. Acabo de hacer un negocio con estos señores. A no ser que quieras quedarte.
—Voy —repuso el otro. Era un hombre pequeño, menudo y frágil, intensamente pálido. Un bigotillo tímido le sombreaba apenas el labio superior, y los lentes imprescindibles contribuían a hacer huidiza su mirada. Metió en un bolsillo de la chaqueta el cuaderno en el que escribía, se caló un sombrero avejentado por el uso y miró a los dos hombres con una media sonrisa distraída. En ese momento, el camarero trajo la cuenta. Afonso Henriques se volvió hacia Linus Daff y Pedro Almeiras.
—¿Les importa? La gente cree que los poetas no tenemos que llenar el estómago, pero la verdad es muy otra.
El inventor de historias pagó la nota.
—Muchas gracias, caballero. Y ahora, síganme. Tenemos que tomar el tranvía.
La casa de Afonso Henriques estaba en pleno barrio de A Madragoa. Era una vivienda cuadrada y pequeña, con postigos, de madera pintados de azul brillante, y generosos desconchones que se disputaban la fachada principal con las manchas de humedad y los restos tristes del último encalado. Henriques abrió con su propia llave.
—¡Amalia! —llamó—. ¡Amalia!
Una mujer joven, bellísima, acudió a las voces. Llevaba una camisa blanca abotonada hasta el cuello y una falda larga y verde ajustada al cuerpo, tan ceñida a las piernas que daba a su anatomía el aspecto equívoco de una sirena. Tenía el pelo rubio, ondulado y presumiblemente largo, y lo llevaba sujeto a la nuca con una enorme peineta de carey.
—¿Qué quieres? —Parecía de mal humor—. Estaba pintando. Me falta muy poco para terminar. No me gusta que me interrumpan cuando estoy acabando un cuadro.
El otro ignoró sus protestas.
—He vendido el coche.
Ella lanzó un grito de alegría y se lanzó a los brazos de su marido, que la besó largamente sin importarle la presencia de los otros hombres, aunque en realidad la del poeta era casi imposible de percibir: desde que habían dejado el café del Chiado, el joven parecía sumido en una especie de estado de shock que seguramente le impedía ser testigo de las efusiones del matrimonio Henriques. Con el ímpetu del abrazo, la peineta que llevaba Amalia cayó al suelo y la melena se desparramó generosamente por los hombros redondos de la mujer. Sin inmutarse, ella recogió el prendedor, hizo un nudo con su cabello magnífico y lo sujetó otra vez de mala manera, como si aquella cascada espléndida fuese sólo un motivo de estorbo y no el condimento final a una belleza absoluta. Pedro Almeiras tuvo que tragar saliva dos veces para sobreponerse al fogonazo de semejante aparición, y Linus Daff hubiera hecho lo mismo de no ser porque consideraba que, después de conocer a Lucrecia Sánchez, no había mujer en el mundo cuya hermosura pudiese alborotarle el ánimo.
—Mira, querida, éstos son los señores Almeiras y De Castro. Ellos han comprado el coche. Amalia, mi mujer. Amalia es pintora, ¿saben? Una pintora excelente, pero… ah, caballeros, la infancia burguesa que le proporcionaron estuvo a punto de acabar con su talento. Por suerte, la rescaté a tiempo de la mediocridad, y a mi lado está recuperando todo su potencial artístico.
Ella inclinó el cuerpo con una gracia un poco burlona para saludar a los recién llegados.
—Supongo que querrán ver lo que han comprado. Por favor, vengan por aquí.
Henriques abrió una puerta diminuta que daba a un patio con un portalón que lo comunicaba con la calle. Allí, sobre un suelo de adoquines, desprotegido de la humedad y de los excrementos de las gaviotas, había un Rolls Royce amarillo tapizado en cuero negro, con los tapacubos brillantes y las famosas iniciales en plata desafiando al mundo en la proa del artefacto a motor.
—¿Qué les parece? Ya les dije que era una joya. Cualquiera se volvería loco. Marinetti se volvería loco. Y yo mismo me volvería loco si pudiese conservarlo… pero el tiempo apremia y nuestras cuentas son estíticas. Vendemos arte a cambio de arte, señor. Un fenómeno de la ciencia a cambio de mantener viva la difusión de la poesía.
Pedro Almeiras se acercó y acarició el coche como si fuese un animal dormido.
—Es perfecto para nosotros. Nos lo quedamos, desde luego. —Linus Daff estrechó la mano que le ofrecía Afonso Henriques para cerrar el trato—. ¿Y el chófer?
Henriques se dio una palmada en la frente.
—Lo había olvidado por completo. Debe de estar durmiendo. Esperen aquí, voy a hablar con él. Pero ya le anticipo que estará encantado de ponerse a su servicio. El pobre se aburre mucho. El descanso es virtud, pero practicado en exceso se convierte en síntoma de molicie.
Afonso Henriques volvió en unos minutos. Lo acompañaba un hombre de piel negra y corpulencia descomunal, de espaldas enormes y manos como palas, cuyo aspecto hubiese resultado feroz de no ser por el aura de dulzura de sus ojos oscurísimos y la amplitud de una sonrisa que parecía ser eterna. Vestía un uniforme en verdad impresionante, blanco y con charreteras doradas, y aquel atavío inclasificable le daba un aspecto si cabe más espectacular.
—Esto es lo último que esperan en Vilabranca —susurró Pedro Almeiras.
—Les presento a Bernardo. Está encantado de ponerse a su servicio.
—¿Habla español? —preguntó Linus Daff. Afonso Henriques negó con la cabeza.
—No.
—¿Inglés, francés?
La sonrisa del chófer se hizo más ancha que nunca.
—Nada de nada, señor Castro. En realidad, Bernardo es mudo. Pero no se preocupe por eso. Se comunica muy bien por señas y entiende perfectamente todos los idiomas del mundo. Y, por si fuera poco, ha cubierto varias veces el trayecto entre Lisboa y el norte de España.
Linus Daff se dijo que nunca en su vida había conocido al mismo tiempo a tantos personajes extravagantes.
—Está bien. Si usted no tiene inconveniente —se dirigió al chófer— nos marchamos ahora mismo.
Se volvió hacia Afonso Henriques señalando al chófer.
—¿Cuál es su nombre completo?
—Bernardo. Bernardo Soares.
En ese momento, el poeta pareció salir de su estado de trance.
—Bernardo Soares —murmuró—, qué buen nombre.
Se pusieron en camino aquella misma tarde, después de abonar al contado los quinientos dólares que pidió por el coche su anterior propietario. Ni Afonso Henriques ni los otros hombres podían sospechar que el Rolls Royce amarillo valía bastante más, y que el padre de Amalia iba a sufrir una apoplejía que lo llevaría a la muerte al enterarse de que su hija y el desgraciado de su yerno se habían deshecho de aquella joya de cuatro ruedas por una cantidad miserable. En realidad, y de todos aquellos que fueron testigos de la transacción (incluido el poeta silencioso, que después de dejarse espabilar por el nombre del chófer volvió otra vez a su mutismo de otro mundo) fue precisamente Bernardo Soares, que sabía el precio de venta del ingenio y lo descompensado del precio de venta. Sin embargo, no dijo nada, en primer lugar porque era mudo de nacimiento, luego porque tampoco le habían pedido opinión, y sobre todo porque intuía que lo que le esperaba al lado de aquellos dos caballeros era mucho mejor y a buen seguro más emocionante que la vida que había llevado hasta entonces en casa de los Henriques, donde se limitaba a pasear como un fantasma descomunal por la vivienda destartalada y a presenciar sin quererlo las súbitas explosiones de afecto del matrimonio de artistas.
El viaje a Vilabranca duró casi cuatro días, porque el chófer insistía por señas en la necesidad de dejar reposar un motor que no había funcionado apenas en las últimas semanas. Desde Oporto, Pedro Almeiras envió un último telegrama al alcalde de Vilabranca para comunicar su próxima llegada a la aldea. Entraron en tierra gallega en una madrugada pacífica de finales de julio, y mientras Bernardo Soares se afanaba en descifrar el mapa de Castro de Lema para dar con el mejor trayecto para arribar la aldea, Linus Daff asimilaba sus primeras impresiones sobre aquella tierra que a la fuerza tenía que hacer suya. Mientras, Pedro Almeiras recuperaba para sí el paisaje perdido, el verde incomparable del campo gallego, el viejo olor del aire, y a cada paso sentía el asalto de los recuerdos dormidos. Aquel trayecto por caminos infames, retorcidos hasta la exageración, sirvió a Pedro Almeiras y al inventor de historias para sentir la llamada de una tierra que uno había perdido y el otro jamás había soñado con situar en su particular geografía.
Linus Daff no apartaba de la ventanilla los ojos miopes, intentando absorber para sí todos los matices del verde que le recordaba vagamente al de las tierras de Irlanda, las variedades arbóreas que Castro de Lema hubiera querido adaptar a su jardín de indiano, el ritmo de la lluvia amansada por la constancia. De pronto, como una sorpresa, sus ojos tropezaron con un paisaje familiar: el de un castillo erguido sobre una loma que hubiese jurado haber visto antes. Sacudió la cabeza como para espabilar los recuerdos, que acudieron de inmediato a su llamada.
—Pedro… ese lugar… ese castillo… es el de la pintura que usted tenía en La Habana.
Pedro Almeiras asintió en silencio sin mirar al inventor de historias, porque sus ojos volaban ya hacia aquella construcción pequeña y sólida que se alzaba sobre un pequeño promontorio, protegida por valles de un un verde intenso y colinas suaves como caderas de mujer. El castillo tenía cuatro torres almenadas, y estaba circundado por un foso ahora completamente seco. Linus Daff admiró a su vez la austeridad y la firmeza del edificio, adivinó las antiguas historias de batallas ganadas y perdidas que allí habrían tenido lugar en otros tiempos, distintos. Le pareció escuchar entre el viento el galope de los caballos y los aullidos de victoria de las tropas de ataque y de defensa. A su lado, Pedro Almeiras intentaba atrapar la imagen de la fortaleza, que empezaba a perderse, hasta que una curva se la llevó para siempre como si nunca hubiese existido.
—Ésa es mi casa —dijo sin mirar a nadie. El inventor de historias supo que no debía hacer preguntas, y quedaron los dos en silencio. Media hora más tarde vieron un cartel de madera colocado en un poste, donde un letrero pintado en color rojo señalaba el destino final. Habían llegado a Vilabranca.
Vilabranca era una aldea eternamente envuelta en vientos marinos y olor al pescado fresco que las barcas traían cada madrugada, cuando el sol aún no había empezado a abrirse paso entre las nubes que formaban parte de la fisonomía del pueblo. Era un lugar pequeño y algo triste, de lluvia menuda, casas diminutas y poco más de quinientos vecinos pacíficos y afables, que se conocían unos a otros por el nombre de pila y colaboraban entre sí en las tareas de la pesca y las labores agrícolas que constituían su única ocupación. En el pueblo había un almacén de ultramarinos, dos tabernas, una tienda de zapatos y otra de tejidos, un edificio desconchado que albergaba el ayuntamiento, una iglesia románica y una escuela que se caía a pedazos. Ilustrados por un maestro casi octogenario que amenazaba con jubilarse cada dos por tres y que ni siquiera vivía en la aldea, en la escuela convivían a diario alumnos de entre cuatro y doce años. A esa edad, los niños se daban cuenta de que su fututo estaba en el mar, como había estado el de sus padres y el de sus abuelos y dejaban atrás sin pena los muros de la escuela para adaptarse a otro mundo dominado a partes iguales por la gratitud, el respeto y el miedo al mar que daba al pueblo la vida y la muerte.
Cada invierno, las olas devolvían a la playa los cuerpos de una docena de ahogados, y todo el mundo entendía que aquellos cadáveres tendidos en la arena como muñecos rotos eran el precio inevitable de la vida en Vilabranca. El riesgo de ser tragado por las aguas gélidas era simplemente una especie de tributo a la subsistencia, y por eso aquellos muertos se lloraban de otro modo, con igual intensidad pero mucho menos dramatismo que los producidos por la gripe o por una epidemia de tifus: eran muertos esperados, muertos que cualquiera podía anticipar y de los que era obligado llevar cuenta: nunca eran menos de nueve ni más de dieciséis, y todos lo sabían al empezar la temporada de pesca. Sólo faltaba conocer los nombres de los malhadados que contribuirían a incrementar la crónica obligadamente luctuosa de la vida en el mar.