—Le pido disculpas, Pedro. Lo que acabo de hacer es imperdonable.
El otro meneó la cabeza.
—No se preocupe. Mire, Daff, nadie en el mundo está en condiciones de entender lo que han pasado ustedes durante estos días. Ha debido ser una experiencia espantosa, y si alguien se cree capacitado para juzgar sus reacciones… bueno, le aseguro que no seré yo quien lo haga. —Sacó la tabaquera de cuero que siempre llevaba consigo—. ¿Quiere un cigarro? ¿No? Yo fumaré uno, si no le molesta…
Pedro Almeiras encendió el puro con las cerillas de madera que le gustaba utilizar, largas, acabadas en una cabeza rosada que al encenderse dejaba en el aire un vago olor a azufre. Luego aspiró el humo en silencio, cerró los ojos y al abrirlos fijó las pupilas azulísimas en los ojos del inventor de historias.
—¿Sabe una cosa, Daff? Le he echado mucho de menos todos estos años. Dejó usted sin contestar un par de cartas mías… supongo que se perdieron. El correo ultramarino es un completo desastre. —Sonrió—. Puede creerme si le digo que haber dado con usted es lo mejor que me ha ocurrido en bastante tiempo.
Linus Daff le escuchaba aspirando a su vez el perfume inolvidable del tabaco cubano. El aroma del cigarro tuvo la virtud de devolverle más recuerdos de la época pasada en Londres con Pedro Almeiras y Lucrecia Sánchez, cuando al final de las cenas los hombres fumaban con delectación los habanos que fabricaba la familia de Lucrecia mientras ella se moría de envidia y maldecía los remilgos sociales que le impedían fumar en público, porque en aquellos momentos hubiera dado años de su vida por disfrutar no ya del humo de uno de los cigarros espléndidos, sino del de una miserable tagarnina.
—¿Está seguro de que no quiere uno de éstos? —Pedro Almeiras señaló la purera. El otro negó con la cabeza. Luego sonrió levemente por primera vez en toda aquella mañana aciaga.
—Pedro… Yo también me alegro de verle. Me he sentido muy solo durante estos días… Y muy desorientado también. No tengo amigos en Nueva York… En realidad, vine a petición de un cliente que de pronto dejó de precisar mis servicios.
Pedro Almeiras dejó el cigarro en un cenicero.
—Precisamente por eso le buscaba, Daff. Porque necesito que trabaje para alguien muy cercano a mí—echó la cabeza hacia atrás y expulsó el humo—. Escuche, antes de nada tengo que advertir que la tarea que voy a encargarle requiere cierto tiempo.
—Por eso no se preocupe. Tengo todo el del mundo.
Pedro Almeiras consultó su reloj.
—Son casi las doce y media. ¿Le parece que salgamos a almorzar?
—Si no le importa, preferiría comer aquí mismo. Puedo pedir algo al servicio de habitaciones.
—Como prefiera.
Linus Daff ordenó un almuerzo completo y una botella de vino español en homenaje al amigo recuperado. Mientras esperaban la llegada de las viandas, Linus Daff se sorprendió al notar que ardía en él una llama que ya creía extinguida para siempre: la de la curiosidad. ¿Qué asunto importantísimo quería encomendarle Pedro Almeiras? ¿Qué razón poderosa le había impulsado a salir en su busca tantos años después de su último encuentro? De pronto y por primera vez en mucho tiempo, Linus Daff se sintió rejuvenecer: un sexto sentido le decía que, cuando había dado ya por finalizada su etapa de inventor de historias, el destino le enviaba una oportunidad de oro para ejecutar un triple salto mortal sin red, un más difícil todavía. No le sorprendió que la ocasión llegara precisamente de la mano de Pedro Almeiras, y se dio cuenta de que el azar echa mano de estrategias sorprendentes para reconducir la vida de las personas. De pronto, tuvo el convencimiento absoluto de que el encargo de Almeiras iba a variar de forma definitiva los próximos meses de su existencia.
Como Linus Daff se temía, Pedro Almeiras no empezó a hablar hasta que el almuerzo estuvo servido y el vino de las copas brilló al sol que entraba por las ventanas de la suite. El español probó el vino, hizo un comentario elogioso y luego buscó con sus ojos azules la mirada de Linus Daff.
—Como habrá adivinado, Daff, le he seguido hasta aquí porque necesito comprarle una historia.
—¿Usted? —Linus Daff sonrió—. Si mal no recuerdo, hace algún tiempo le ofrecí una como regalo y ni siquiera quiso escucharme.
El recuerdo de Lucrecia Sánchez pasó como un ángel por la habitación, revoloteó la mesa del almuerzo, se deslizó por las cuatro esquinas de la pieza y al final, sin que Linus Daff pudiera evitarlo, salió por la ventana abierta y desapareció en silencio.
—No se trata de mí, Daff. Es un amigo de La Habana. Necesita recomponer su pasado, y además con mucha urgencia.
—Suele ocurrir. —El inventor de historias se llevó a la boca un pedazo de
filet mignon
—. Lo de la prisa, quiero decir. En fin, me hacen falta más detalles… antes de nada ¿cómo se llama su amigo?
—Fernando Castro de Lema. Es gallego, como yo. Tiene más de setenta años y se está muriendo.
Linus Daff se sobresaltó.
—Caramba, Almeiras… en fin, éste es un caso atípico… cambiar la historia de uno cuando ya está a punto de dejar este mundo… Si quiere que le diga la verdad, no estoy seguro de que merezca la pena. Ni el gasto de dinero ni el esfuerzo.
Pedro Almeiras bebió un sorbo de su copa de vino. Luego quedó en silencio mirando fijamente la botella medio llena.
—Voy a decirle una cosa, Daff… es muy posible que el caso Castro de Lema sea uno de los más fascinantes de cuantos le hayan tocado en suerte en toda su vida de inventor de historias. No sabría decirle si es también uno de los más complicados, porque eso le corresponde decidirlo a usted en el supuesto de que decida aceptarlo. Pero puedo prometerle que hay muchas cosas en juego. Entre ellas, asegurar a un hombre bueno la posibilidad de morir en paz.
Linus Daff frunció el ceño.
—Oiga, Pedro, todo esto es muy interesante, pero me gustaría que no fuese usted tan misterioso. Por favor, cuénteme la historia completa, y entonces estaré en condiciones de decidir…
Por primera vez en aquella comida, Pedro Almeiras bajó los ojos.
—Ése es el problema, Daff… no estoy autorizado a hacerle saber prácticamente nada.
—¿Entonces…?
—Entonces deberá trasladarse usted conmigo a La Habana. Allí le espera Fernando Castro de Lema para contarle toda su historia y explicarle cuáles son los motivos que hacen que quiera cambiarla cuando sólo le quedan unos cuantos meses de vida.
Linus Daff se reclinó en su silla, juntó las palmas de las manos y apoyó la barbilla en las puntas de los dedos. La sola posibilidad de tomar otro barco, de enfrentarse de nuevo a una travesía larguísima, le causaba verdadero horror. Por otro lado, su curiosidad proverbial iba aumentando por segundos hasta convertirse en verdadera ansiedad por conocer cada uno de los detalles de la historia de Fernando Castro de Lema. Además, llegar a La Habana no sería una experiencia tan traumática como volver a Londres. Después de todo, pensó, en Cuba nadie le conocía y no tendría que contestar a preguntas impertinentes sobre la aventura del
Titanic
. Y por si fuera poco, en algún lugar de la isla estaba Lucrecia Sánchez diez años después. Frente a él, Pedro Almeiras aguardaba una respuesta.
—¿Sabe su amigo cuáles son mis honorarios? —de alguna forma, Linus Daff quería disimular la contundencia de su decisión, que de todas formas ya estaba tomada.
—Sabe que no hay dinero que pueda compensar la reconstrucción de un pasado, Daff. Está dispuesto a pagarle cuanto usted pida. Eso sí, en el caso de que decida aceptar el encargo, no podemos demorarnos demasiado. A Castro de Lema ya no le queda mucho tiempo.
Linus Daff apartó las cortinas y miró por la ventana. Fuera, Nueva York crecía a pasos agigantados y se preparaba para convertirse en la capital de todas las metrópolis del mundo. Ajenos a las vidas que latían en su interior, los primeros rascacielos de la isla de Manhattan empezaban a convertirse en un desafío para el mismo Dios, en un símbolo del afán de superación de todos los hombres. Por la calle, en plena ebullición a aquella hora del día, desfilaban decenas de seres humanos. Cada uno de ellos tendría su propio destino escrito en la palma de la mano, y media docena de oportunidades para metamorfosearlo en otro distinto. Daff fijó su mirada en un punto de la calle. Allí, una joven rubia elegantemente vestida parecía reprochar algo a un hombre que estaba a su lado. De pronto, la mujer se llevó las manos a la cara y se echó a llorar. Su acompañante quiso tomarla por el brazo, luego habló, pero ella meneó la cabeza y dibujó un gesto definitivo con la mano. A continuación paró un taxi, se metió dentro y se marchó. El hombre quedó junto a la acera con las manos en los bolsillos, mirando hacia el coche que se alejaba. Luego, él mismo echó a andar en otra dirección. Cuántas vidas que ignoramos, pensó Linus Daff, cuántos acontecimientos de los que nunca tendremos noticia están sucediendo en este preciso instante. Una vez más, el inventor de historias sintió en su interior la agitación de la curiosidad, y casi inmediatamente pensó en Fernando Castro de Lema, que le esperaba en La Habana para contarle su historia. Se volvió hacia Pedro Almeiras.
—Compre los pasajes para Cuba. Yo estoy listo. Nos vamos en cuando usted quiera… y espero que sea muy pronto.
Pedro Almeiras y Linus Daff tomaron el primer barco que salió de los muelles de Nueva York con destino a La Habana. Se trataba de un buque en condiciones que distaban mucho de ser las óptimas, pero el inventor de historias casi agradeció esa circunstancia: prefería viajar en un barco que recordara lo menos posible al trasatlántico majestuoso que había acabado por hundirse sin remisión en las aguas congeladas del océano Atlántico. Habían comprado camarotes de primera clase, pero era evidente que aquella calificación resultaba demasiado generosa: se trataba de dos cubículos asfixiantes de dimensiones reducidísimas, donde a duras penas cabían una cama y una mesa con una silla. El capitán Conrado Bermúdez, un cubano de origen mestizo grande como un armario y más bien falto de maneras de sociedad, no parecía reparar en todas las incomodidades del barco, y enumeraba con ilegítimo orgullo las ventajas que sólo él era capaz de reconocer.
—Las cabinas son pequeñas, claro está —decía—, pero eso fomenta en los pasajeros el deseo de hacer vida en las zonas comunes. De lo contrario, mucha gente haría el viaje entero encerrado en un cuarto… y eso es una pena ¿no les parece? La comida es espléndida, ya lo verán. Y los partes meteorológicos no pueden resultar mejores. Llevamos ron cubano —dirigió a Pedro Almeiras una mirada que quería ser de complicidad— y cigarros puros, todo en cantidad suficiente como para tumbar a un regimiento. Va a ser una travesía inolvidable.
—No me cabe la menor duda. —Pedro Almeiras había fijado en su rostro una expresión insípida—. Gracias por todo, capitán.
—No hay por qué. Avíseme si necesitan algo.
El capitán Bermúdez se alejó meneando su fisonomía paquidérmica. Pedro Almeiras forzó una sonrisa.
—Daff, me hubiera gustado realizar este viaje en un barco con mejor dotación, pero…
—Me hago cargo, el tiempo apremia. De todas formas, yo ya hice una travesía en una nave de lujo, y no crea que me quedan muy buenos recuerdos —sonrió—; además, eso del ron cubano y los cigarros puros…
—¿Entendió lo que dijo el capitán?
—Aprendí español después de que usted se marchara de Londres.
Pedro Almeiras apretó el puño en una señal de triunfo.
—No va a dejar nunca de sorprenderme… Oiga, es estupendo que hable usted nuestro idioma. Podrá entenderse perfectamente con Castro de Lema… y yo mismo me sentiré más cómodo si sé que no pronuncio mal la mitad de las palabras que le digo.
—Supongo que a partir de ahora será mi pronunciación la que merezca reproches…
Pedro Almeiras describió un gesto alegre.
—Eso importa muy poco… además, nadie en La Habana habla el español correctamente. Mientras pueda hacerse entender por Fernando Castro…
Linus Daff no dijo nada, pero cuando aprendió español (enseñado por un maestro de Valladolid tan riguroso como antipático, que no le daba tregua y le regañaba como a un niño cuando se equivocaba en los ejercicios escritos) lo hizo nada más que movido por la intención difusa de poder comunicarse algún día con Lucrecia Sánchez sin que la voz de ella tropezara continuamente con los escollos del inglés. Fue por eso que nunca puso tanta atención ni tanto empeño en aprender un idioma, cuando todos sus conocidos le aconsejaban que desistiese en la empresa, habida cuenta que no tenía ya edad para iniciarse en el conocimiento de una lengua tan complicada, tan rica y tan plagada de matices. Pero era evidente que quienes prestaban tan sabios consejos al inventor de historias no conocían para nada su determinación absoluta rayana en la tozudez, ni tampoco que aquellas advertencias bienintencionadas no servían sino para espolear su ánimo y hacer más firme su empeño. Un año después de la marcha definitiva de Pedro Almeiras y Lucrecia Sánchez, Linus Daff, el inventor de historias, hablaba español casi tan correctamente como el maestro vallisoletano que se murió después de la última lección impartida, seguramente de un ataque de rabia por no encontrar ningún fallo en el ejercicio escrito del alumno tenaz. Durante todos aquellos años había tenido ocasión de practicar el español con su buen amigo Juan Sebastián Arroyo, que alababa siempre su dominio de la sintaxis y del léxico castellano. Fue él quien le regaló una edición de
El Quijote
, de Miguel de Cervantes, publicada en Sevilla con ilustraciones de Gustavo Doré. Linus Daff leyó el libro durante su segunda visita a Ribanova, y al terminarlo tuvo que reconocer que el aprendizaje del español habría merecido la pena aunque nunca más en su vida fuese a tener la ocasión de hablarlo con Lucrecia Sánchez.
A pesar de que lo intentó con todos los recursos a su alcance, Linus Daff no pudo obtener de Pedro Almeiras más que una somera información sobre su futuro cliente. Nacido en un pueblo remoto del norte de España, Fernando Castro había emigrado a Cuba cuando contaba sólo trece años. Allí se labró un patrimonio incontable. La isla vivía entonces una época dorada, y eran muchos los que hacían fortuna en los ingenios azucareros y las plantaciones inmensas que habían llenado la ciudad de una nueva estirpe de ricos recientes. Eran emigrantes tocados de improviso por la buena fortuna, que llegaban con lo puesto al malecón de La Habana y antes de darse cuenta se habían embarcado en un negocio próspero que los hacía millonarios. Algunos asimilaban como buenamente podían su nueva situación, pero otros no sabían qué hacer con las fortunas incontables, con las ganancias espléndidas, con los billetes de banco que se multiplicaban a ojos vista sin que los dedos tuviesen tiempo de contarlos siquiera. Buena parte de ellos, aturdidos por la bonanza económica y sin poder entender todavía de dónde habían salido los miles de pesos que se acumulaban en las cuentas bancarias, empezaban a jugar con el dinero, a reinvertirlo en negocios imposibles, en proyectos de loco que parecían destinados al fracaso, por el puro placer de retar a la buena suerte. Pero la Cuba de entonces era un lugar tocado por la magia, y los negocios absurdos se enderezaban solos y las inversiones descabelladas tenían un punto de razón que acababa por volverlas rentables. Cuando por fin comprendían que la perla de las Antillas los había vuelto ricos de remate, la mayoría de los emigrados se declaraban heridos por la nostalgia y decidían volver a sus lugares de origen. Llegaban cargados de regalos exóticos para los parientes pobres que se habían quedado, estrenando sombreros de paja de Italia y trajes de lino blanco con el reloj de leontina asomando por el bolsillo del chaleco, y construían magníficas mansiones de indiano con terrazas inmensas para dominar el poniente y soñar con las tardes lentas del malecón de La Habana. Había quienes no resistían entonces la añoranza de las Antillas, del olor del azúcar de caña, de la flor del tabaco, del rumor del mar Caribe perdido para siempre, y pasaban las horas soñando en cubano y tarareando habaneras que se iban diluyendo en el recuerdo.