El inventor de historias (9 page)

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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

Sin duda alguna, y tal como él mismo no tenía reparo en reconocer, el espaldarazo definitivo a su labor como fabricante de mentiras lo obtuvo Linus Daff cuando hizo pasar a Wayne Roberts, ciudadano de Iowa y vaquero de profesión, por un primo en octavo grado de la mismísima reina de Inglaterra en una recepción ofrecida en la residencia campestre de Lord Walcott. Linus Daff reconocería siempre que cuando le presentaron al ganadero americano tuvo algunas dudas sobre el éxito de su empresa: sólo contaba con cuatro días para reacomodar su pasado en el de un aristócrata inglés, y al propio tiempo enseñar al interfecto a comportarse en sociedad sin rozar el ridículo. Teniendo en cuenta que el señor Roberts eructaba después de beber cerveza, se hurgaba la nariz sin disimulo y tenía la costumbre de palmear con excesiva cordialidad las espaldas de cualquiera, Daff obró casi un milagro al hacer comprender al vaquero en menos de una semana los rudimentos de la complicada vida social inglesa, al explicarle cómo utilizar los cubiertos, cómo agarrar las copas, cómo rechazar un plato y cómo aceptar con donaire una segunda ración, y mientras se esforzaba por reducir en lo posible el pelo de la dehesa de Roberts, tuvo que encontrar tiempo para inventarle una familia radicada en las Highlands (lo que, en caso extremo, podría justificar el comportamiento pedestre del americano) y unos padres con un pasado asimétrico: la madre provenía de una rama de la casa Tudor, mientras el padre era descendiente directo de los Lancaster. La certeza de que los antepasados de Wayne se habrían zurrado la badana generosamente durante la guerra de las Dos Rosas era una anécdota lo bastante divertida como para distraer la atención general sobre las más que posibles meteduras de pata del señor Roberts. Sin embargo, Daff se equivocó y el vecino de Iowa estuvo irreprochable en su papel de noble escocés con un pasado estrambótico, hasta el punto que llegó a creerse su propia impostura y tiempo más tarde, ya de regreso en el hogar americano y su trabajo en la ganadería, Wayne Roberts seguía hablando con una tranquilidad pasmosa de la eterna rivalidad de sus ancestros ingleses para pitorreo colectivo de los vecinos de su pueblo.

Corría el año 1912 y Linus Daff, que por aquel entonces se había hecho ya con un patrimonio considerable gracias al negocio de la venta de historias, comenzaba a estudiar la posibilidad de retirarse. Había comprado una preciosa casita de campo en Devonshire, y la idea de pasar allí la mitad del año le resultaba muy seductora. Por supuesto, mantendría abierta la casa de Russell Square, y no deseaba alejarse del todo de la vida social londinense, pero últimamente había trabajado mucho y se notaba cansado. Quizá había llegado el momento de dejar de lado el negocio de las mentiras. Además, y desde que inaugurara su próspera empresa, Linus Daff vivía secretamente angustiado con el miedo a un próximo fracaso. Toda mentira, él lo sabía mejor que nadie, implicaba un riesgo tanto mayor cuanto mayor era también el calibre de la invención. Que uno de sus clientes fuese atrapado, que alguna de sus mentiras pudiera ser descubierta era algo que aterraba a Daff, porque su profesionalidad le obligaba a sentirse responsable de cualquier fracaso de quienes solicitaran sus servicios, y sabía que las posibilidades de que eso ocurriera crecían a medida que aumentaba también el número de trabajos realizados.

Fue entonces cuando conoció a Patrick O’Brien. Al principio le extrañó que el señor O’Brien hubiera dado con su oficina: después de los tiempos de Whitechapel, el negocio de Daff se caracterizaba por ser conocido sólo entre los integrantes de los sectores sociales más privilegiados, y eran ellos los que hacían entre sí una discreta promoción de sus actividades. El aspecto decididamente vulgar de Patrick O’Brien hacía suponer que no gozaba de muchas amistades entre los clientes de Linus Daff. El inventor de historias recordaría siempre su aspecto acobardado cuando entró en la oficina de Russell Square, con el sombrero en la mano, un traje recién comprado en un sastre caro que no fue capaz de atenuar su aire pueblerino y un bastón inútil en la mano derecha que sujetaba con la misma firmeza que hubiese empleado para agarrar una res a punto de rebelarse.

—¿En qué puedo ayudarle, señor…?

—O’Brien. Patrick O’Brien. Estoy buscando al señor Linus Daff.

—Yo mismo. Pase, haga el favor.

El otro obedeció. Linus Daff tuvo entonces ocasión de observarle de cerca. Era un hombre alto, no muy corpulento, de expresión pacífica y pupilas vagamente azules. Aparentaba tener unos treinta y tantos años de edad, y lo que más llamó la atención al inventor de historias fue su aspecto saludable y la desolada expresión en sus ojos claros, que Linus Daff tardó sólo unos segundos en identificar con el temor.

—Siéntese. ¿Quiere una taza de té?

—No, gracias. Bueno, sí. Sin leche y con mucho azúcar.

Linus Daff dispuso él mismo dos servicios de té, y lo hizo con la meticulosidad extrema que empleaba para todas las cosas. Una vez hubo servido las dos tazas, tomó asiento a su vez y se encaró con el visitante.

—Muy bien, señor O’Brien. Usted dirá cuál es el motivo de su visita.

El otro dedicó a su interlocutor una mirada huidiza, que paseó después por la magnífica oficina deteniéndose en la chimenea de mármol, en los amplios ventanales que dejaban entrar la luz de la calle, en la mesa imponente de madera oscura y la alfombra persa que había sido el regalo de un cliente agradecido. Patrick O’Brien bebió luego de un único sorbo su taza de té, y después, como si ya no pudiese aplazar por más tiempo lo inevitable, miró a Linus Daff con un brillo de súplica en los ojos.

—He venido a comprarle una historia.

Linus Daff sirvió a su presunto cliente otra taza de té.

—Por supuesto. —Tomó un cuaderno de notas de encima de la mesa, y sacó una estilográfica del bolsillo interior de su chaqueta—. ¿Se trata de una cuestión puntual?

El otro lo miró sin comprender, y Linus Daff se reprochó no hablar un lenguaje más comprensible.

—Quiero decir, señor O’Brien, que los servicios que ofrezco son de dos tipos: por una parte, la invención de disculpas y explicaciones para resolver un problema concreto; por otro, la creación de un pasado completo para ser asumido por mis clientes ¿comprende?

—Sí… claro… Eso es lo que yo necesito, señor Daff… que me cambie el pasado.

Linus Daff se quitó las gafas, miró a O’Brien y su rostro sereno adquirió una expresión de gravedad.

—Señor O’Brien, es mi deber advertirle que antes de que yo invente para usted una historia tiene la obligación de contarme por qué la necesita y en qué forma la va a utilizar. No debe ocultarme nada. Todo lo que hablemos quedará entre usted y yo. No tengo inconveniente en reconstruir la vida de ladrones, estafadores diversos, atracadores de banco o falsificadores de billetes, pero sepa que mi ética personal me impide aceptar clientes cuyo pasado esté unido a delitos de sangre. Si ése es su caso, lamento comunicarle que no puedo hacer nada por usted y me veré obligado a pedirle que se marche.

Patrick O’Brien abrió los ojos en un gesto de alarma.

—¡Yo no he matado a nadie!

—Entonces, señor O’Brien, tendré mucho gusto en ayudarle. Debe saber que a partir de este momento mi trabajo empieza a tener un valor determinado. Esta primera entrevista, sin límite de tiempo para usted, importa ocho libras en efectivo, y deberá abonarlas tanto si decide que me ocupe de su caso como si prefiere dejarlo correr. En caso de que quiera contar con mis servicios, la tarifa variará en función de la dificultad de los mismos ¿ha comprendido?

El gesto de O’Brien pareció relajarse, como si hubiese entendido que a partir de entonces era todo cuestión de dinero.

—Sí. Claro que sí, señor Daff. El dinero no es problema.

—Empecemos entonces. Debe contarme qué parte de su pasado quiere cambiar, y será también de gran ayuda que me explique por qué. No tenga miedo de extenderse demasiado en su relato. Cuente todo aquello que le parezca de importancia. Yo le haré algunas preguntas, y deberá contestar la verdad por el bien de esta operación. —Sacó el capuchón de la estilográfica y miró sonriente a Patrick O’Brien—. Adelante.

El otro respiró hondo, se frotó la nariz con energía y luego se enfrentó por primera vez a los ojos de Linus Daff.

—Me llamo Patrick O’Brien y tengo treinta y cinco años. Soy irlandés, católico y pastor de cabras. No me queda nadie en el mundo y acabo de heredar una fortuna. Y quiero empezar una nueva vida.

Linus Daff le interrumpió.

—Señor O’Brien… no quiero parecer indiscreto, pero es necesario que especifique usted cuál es el montante exacto de esa herencia. Perdone, pero el concepto «fortuna» no es igual para todos y…

—Un millón de libras esterlinas.

No obstante su experiencia, sus muchos años al frente de su negocio y la cantidad de historias extrañas que había tenido que escuchar sin perturbar el gesto, a Linus Daff le resultó francamente difícil mantener una expresión indiferente ante aquella declaración. Carraspeó sin mucha fuerza.

—En efecto, se trata de una cantidad respetable. ¿Puede decirme de dónde proviene ese millón de libras?

—Acabo de contárselo. Lo he heredado.

—Señor O’Brien, no tiene por qué hacerlo, pero le aseguro que las cosas serían más fáciles si me dijese quién ha sido tan generoso con usted.

En ese momento, Patrick O’Brien bajó los ojos y a Daff le pareció notar que se había ruborizado.

—Fue lady Jane Walcott.

El gesto de Linus Daff era de una incredulidad tan grande que Patrick O’Brien se vio en la necesidad de aseverar su declaración con unos cuantos movimientos enérgicos de cabeza.

—Sí, señor Daff. Le juro que es cierto. Lady Walcott me hizo su heredero único. Y fue también ella quien, tres días antes de morir, me aconsejó que solicitase sus servicios. Aquí tiene una copia del testamento.

Sacó del bolsillo interior de su chaqueta un papel doblado varias veces. Linus Daff lo examinó con atención. Efectivamente, se trataba de una copia de las últimas disposiciones de la honorable lady Jane Walcott. Daff conocía vagamente a aquella dama, que le había sido presentada en el transcurso de unas jornadas de caza en el condado de Essex. Lady Walcott, sexagenaria, viuda desde los veinticinco años y según decían una de las mujeres más ricas de Irlanda, era una dama encantadora y vivaz, de risa fácil y carácter alegre, que semejaba estar siempre de un excelente humor. Las malas lenguas aseguraban que tenía un amante mucho más joven, y era ésa la causa de su perenne buen talante. Linus Daff simpatizó con ella casi inmediatamente, y dos años después de aquel primer y único encuentro recordaba todavía a aquella dama que, enterada de su oficio de inventor de historias, se había interesado muy vivamente por el funcionamiento del negocio. Antes de despedirse, lady Walcott le pidió una tarjeta suya, y Daff se la había dado pensando que era muy difícil que una mujer así tuviese que solicitar sus servicios, toda vez que parecía estar en paz consigo misma y con su pasado particular. Sin embargo, al ver aquella tarjeta ajada ya por el paso del tiempo en las manos de Patrick O’Brien, Linus Daff entendió por qué la señora Walcott había solicitado con tanto interés una dirección de contacto.

—Lady Jane falleció hace un par de semanas, señor Daff. Hablé con ella tres noches antes de su muerte. Fue entonces cuando supe que pensaba legarme toda su fortuna. —El señor O’Brien dibujó en su rostro rubicundo una sonrisa triste—. Tuvimos una entrevista muy larga, en la que hablamos de muchas cosas, sobre todo de mi futuro. La señora Walcott quería lo mejor para mí, por eso me recomendó que me pusiese en contacto con usted en cuanto recibiera la herencia. Eso ocurrió hace cuatro días. Así que hice caso de su consejo, tomé el primer barco y me trasladé a Londres. Y ahora necesito cambiar mi historia y empezar una nueva vida. Lady Jane estaba convencida de que era usted el único que podía ayudarme a comenzar de nuevo. Por eso estoy aquí. De usted depende que se cumpla la última voluntad de lady Jane Walcott, que era asegurar mi felicidad una vez que ella no estuviera.

Linus Daff guardó silencio durante unos instantes que a O’Brien le resultaron eternos. Luego se puso de pie y se acercó a la ventana.

—Dígame una cosa antes de continuar… ¿qué pretende hacer usted con el dinero que ha heredado?

El otro se encogió de hombros.

—Bueno, nada en especial… dejaré de trabajar, eso sí… me gustaría tener una casa propia —los ojos empezaron a brillarle—, una casita con un pequeño jardín. Y también un coche… Aunque para eso debería aprender a conducir, claro… Es posible que algún día me entren ganas de viajar; ¿sabe que es la primera vez que salgo de Irlanda?… Y también me gustaría comprar media docena de trajes nuevos, con el sombrero y los zapatos. Y una colección de bastones con la empuñadura bonita. Siempre quise tener muchos bastones.

—¿Tiene pensado meterse en política?

Patrick O’Brien soltó un silbido.

—Ni por asomo. No entiendo nada de esas cosas…

—¿Aspira usted a conseguir un título nobiliario, a casarse con una muchacha descendiente de aristócratas, a presidir algún club de caballeros londinense?

—¿Está chalado? No creo que sea necesario tener un título cuando se tiene dinero. Tampoco creo que me gustara una de esas señoritingas de casa fina. Y ni siquiera sé lo que es un club de caballeros, pero apuesto a que allí debe uno aburrirse bastante.

Linus Daff volvió a sentarse frente a su interlocutor y buscó sin disimulo su mirada azul.

—Señor O’Brien… cambiar el pasado es mucho más difícil de lo que nadie cree. Puedo asegurarle que renunciar a una parte de su vida supone para cualquiera un sacrificio notable. Han llegado a mi oficina gran cantidad de personas que tenían poderosas razones para querer borrar o retocar sustancialmente unos cuantos años de su existencia. A pesar de eso, fueron muchos los que se echaron atrás en el último momento. Por lo que acaba de contarme, sus aspiraciones futuras son más bien sencillas, y no creo que su vida pasada vaya a interferir en ellas. Digamos que antes era usted un irlandés católico y pobre y ahora es un irlandés católico y rico. Si quiere un consejo, piense sólo en la idea de que ha heredado una fortuna y dedíquese a gastarla como le parezca. No creo que necesite en absoluto complicar las cosas para ser feliz.

Patrick O’Brien le escuchaba sin hablar. Luego permaneció un rato en silencio como si estuviese concentrado en un recuerdo concreto.

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