—¿Sabe usted montar a caballo? —preguntó.
—Sí, señor, ya lo creo. Ni siquiera necesito silla.
—Excelente. Parsons, confeccione también un atuendo de montar completo en colores rojo y negro.
Después visitaron al zapatero, y Linus Daff eligió para su cliente veinte pares de zapatos. Había botines de charol y escarpines de tafilete, botas para pasear por el campo los días de lluvia, botas de montar, zapatos de deporte, zapatos de fiesta de aspecto notoriamente incómodo que Patrick O’Brien miró con manifiesta inquietud.
—No se preocupe. Sólo tendrá que llevarlos en ocasiones muy señaladas. Para la vida diaria podrá ponerse una calzado mucho más de su gusto. En fin, veamos… —Linus Daff examinó una lista—. Hace falta comprar algo de ropa interior, y algunos complementos… pero eso lo dejaremos para otro día. Creo que por hoy hemos tenido bastante ¿no le parece?
—Sí, señor. Estoy deseando caer en el catre.
—Señor O’Brien… la expresión «caer en el catre» puede no ser la más correcta. Utilícela sólo entre gente de mucha confianza, ¿de acuerdo?
El otro asintió.
—Estaré esperándole mañana para seguir con su historia.
Pasaron así dos semanas. Linus Daff contaba a O’Brien la vida de Irwin Howard hasta que llegaba la hora de comer. Durante el almuerzo, el maestro continuaba con las clases de urbanidad, aunque a medida que pasaban los días Patrick O’Brien iba necesitando cada vez menos indicaciones, y había aprendido a manejar los cubiertos con cierta soltura. Sin que él se diese cuenta, Linus Daff iba añadiendo paulatinamente nuevas piezas de cubertería, una copa más, un plato extra, y observaba con complacencia cómo su discípulo no necesitaba más que unas someras indicaciones para adaptarse al nuevo instrumental. Después de comer, y hasta la hora del té, Daff hacía a O’Brien una serie de preguntas sobre la vida de Irwin Howard para asegurarse de que su cliente había asimilado sin problemas cada nueva mentira. También tomaban juntos el té, y Patrick O’Brien apreciaba la calidad de las confituras y la suavidad de la mantequilla, el aroma del té, el sabor de los scones y de los crumpets. El futuro Irwin Howard era un buen alumno, se decía Linus Daff al ser testigo de sus progresos, y había veces que pensaba en la posibilidad de consentir su permanencia en Inglaterra y su posterior adaptación a la sociedad de Londres. Sin embargo, y a pesar del intenso trabajo de ambos, Patrick O’Brien seguía cometiendo deslices que delataban su condición de menestral: se hurgaba las orejas sin mucho disimulo, estornudaba con innecesario estruendo, se arrellanaba en el sillón, se rascaba la cabeza… Todas aquellas cosas carecían de importancia en Norteamérica. Pero los aristocráticos ingleses hubieran arrugado inmediatamente la nariz al ser testigos de alguna de las imprudencias que el bueno de O’Brien tenía a bien permitirse de vez en cuando.
Linus Daff le acompañó un par de veces en algunas vistas a la National Gallery. Alguien que ha vivido en Europa tanto tiempo como Irwin Howard por fuerza tenía que conocer, siquiera someramente, a los grandes maestros de la pintura. Así, O’Brien acabó por encontrar muy interesantes algunas piezas de la pintura italiana del Renacimiento, especialmente las de la Escuela de Venecia (a pesar de que Daff renunció a explicarle la importancia del punto de fuga), así como determinados lienzos notables de Murillo, Caravaggio y Van Eyck. El señor Daff tuvo que reconocer en O’Brien cierta sensibilidad que, de haber sido correctamente encauzada en su justo momento, hubiera podido dar frutos sorprendentes. Era, sin embargo, demasiado tarde como para proporcionar al próximo Irwin Howard algo más que una leve pátina cultural. De todos modos, se decía el inventor de historias, todos esos norteamericanos entre los que va a vivir a partir de ahora no serían capaces de distinguir entre un Velázquez y un Greco. Perdían la cuenta ante toda aquella obra de arte que tuviera más de cincuenta años. Gracias a unas láminas regalo de un amigo de Linus Daff que acababa de pasar dos años en París, O’Brien pudo hacerse una idea de la obra pictórica de los maestros impresionistas, que nunca llegaron a gustarle, y escuchó también por primera vez el nombre de Pablo Picasso. Aunque no pudo mostrarle ninguna obra suya antes de partir con destino a Nueva York, Daff aconsejó a su cliente que lo nombrase como una de las grandes promesas del arte moderno.
Mientras Patrick O’Brien avanzaba poco a poco en el conocimiento de su pasado y proseguía en la obtención del necesario barniz intelectual y artístico que todos darían por sentado en un incansable viajero, Linus Daff trabajaba para conseguir una serie de elementos materiales que pudieran ser útiles en la falsedad orquestada. Encargó un centenar de primorosas tarjetas de visita a la mejor imprenta de todo Londres, y se hizo con una buena cantidad de tarjetones que Irwin Howard había supuestamente recibido de manos de sus amigos. Escribió frases personales en el reverso de algunas de ellas: «Querido Howard, muchas gracias por sus hermosas flores»; «Esperamos verle muy pronto»; «Gracias por la excepcional velada»; «Le deseamos un próspero año nuevo»… Decidió inventar para Howard una apasionada aventura amorosa con una mujer casada, y escribió media docena de cartas encendidas que se llevó a casa para manosear en lo posible hasta que dieron la impresión de haber sido leídas un centenar de veces. También elaboró una especie de cuaderno que, a modo de diario, recogía los comentarios que el supuesto Howard iba escribiendo de todos los lugares que visitaba. Estos y otros objetos fueron a parar al maletín que Patrick O’Brien debía perder en algún punto de su camino al Waldorf Astoria. Daff confeccionó un escrupuloso inventario de todas las pertenencias que allí se escondían, y que debería ser publicado tal cual en el
New York Times
. Dos meses después de su primera visita a Linus Daff, Patrick O’Brien estaba preparado para iniciar una nueva vida con el nombre de Irwin Howard.
Fue entonces cuando Patrick O’Brien tuvo noticia de la próxima partida del mayor trasatlántico del mundo desde el puerto de Southampton. El
Titanic
saldría con destino a Nueva York el día 11 de abril de 1912, y los periódicos decían que no había un barco más lujoso ni capaz de proporcionar a sus viajeros una singladura tan divertida como segura. O’Brien habló con Daff sobre la posibilidad de comprar un pasaje en aquel prodigio de ingeniería naval.
—Dicen que será un viaje histórico —aventuró O’Brien. Linus Daff, sin embargo, no compartía su entusiasmo.
—O’Brien… si se fía usted de mi criterio, no creo que viajar en ese buque sea demasiado beneficioso para nuestros planes.
El otro pareció desencantado. Linus Daff se explicó.
—Como usted dice, será una travesía excepcional. Habrá pasajeros con los que es muy posible que llegue a coincidir en Nueva York, y es preciso que usted salga de Inglaterra siendo Patrick O’Brien y sólo en América empiece a utilizar su nueva identidad. ¿Qué nombre piensa dar a sus compañeros de viaje? Si queremos que todo salga como hemos planeado, debe tomar un pasaje como Patrick O’Brien, seguir utilizando esa identidad en el transcurso del viaje, y una vez en Manhattan convertirse en Irwin Howard.
Patrick O’Brien frunció el ceño ostensiblemente, y luego cruzó los brazos alrededor del pecho como un niño enfurruñado. A Daff le sorprendió su actitud, toda vez que hasta entonces había demostrado ser un hombre dócil, manejable y muy poco dado a discutir. Por lo visto, O’Brien tenía un particular interés en viajar en aquel monstruo del agua.
—¿Y si viajo en tercera, con mi vieja ropa y mis zapatos?
—Por el amor de Dios, O’Brien… tendría que llevar consigo todos sus objetos personales, una buena cantidad de dinero, su nueva documentación… por no hablar del maletín que debe perder y que llevo semanas preparando para usted. ¿Y si sufriera algún robo? No sabemos la clase de gente con la que usted puede encontrarse en la zona de tercera clase.
Patrick O’Brien tuvo que dar por buenos los argumentos de Daff, pero a pesar de todo seguía dando vueltas a sus ansias de participar en aquel viaje del
Titanic
, a su ilusión de empezar una nueva vida habiendo formado parte de un acontecimiento sin parangón. Si yo fuera Linus Daff, se dijo, seguro que se me ocurriría una historia. Repentinamente, su rostro se iluminó: acababa de tener una gran idea.
—Señor Daff… Señor Daff, véngase usted conmigo.
—¿Cómo dice?
—Acompáñeme a América en el
Titanic
. Yo pagaría para usted un pasaje de lujo y compraría otro en tercera clase para mí. Usted se haría cargo de mis pertenencias hasta llegar a Nueva York. Allí volveríamos a encontrarnos, y entonces yo ya sería Irwin Howard.
—¿Y qué pasa conmigo? ¿Tomo otro barco de vuelta a casa? Vamos, O’Brien…
—Usted no tendría por qué regresar a Inglaterra. Podría quedarse en Nueva York trabajando para mí. —Linus Daff escuchaba boquiabierto las palabras de O’Brien—. Sabe perfectamente que el dinero no es ningún problema. Y también que no me vendría mal contar con su ayuda para hacerme un hueco en la sociedad de Nueva York. Usted ha inventado una historia condenadamente buena pero… ¿y si tuviera dificultades? Yo no sería capaz de discurrir otras historias ni de defenderme con más mentiras. Todos estos días de trabajo podrían irse al cuerno.
Linus Daff intentaba reponerse de la sorpresa que había provocado en él la proposición inesperada.
—Véngase conmigo —ahora el tono de O’Brien era casi de súplica—, sé que voy a necesitar que me ayude. Dígame lo que quiere cobrar, le pagaría tanto como usted me pidiera… Le gusta mucho Nueva York, me lo dijo una vez… Y yo no le molestaría, palabra, a mí me basta con tenerle cerca por si aparecen problemas. Yo pagaría sus gastos y usted, a hacer su vida.
Linus Daff buscó acomodo en una butaca. Nunca hasta entonces se había planteado la posibilidad de abandonar Londres, salvo para pasar temporadas en la casa de campo de Devonshire. Sin embargo, llevaba mucho tiempo pensando en retirarse, en dejar de una vez por todas el negocio de las historias y de las mentiras. Ahora, Patrick O’Brien le ofrecía la oportunidad de seguir trabajando de por vida, pero ya sólo tendría que ocuparse de sustentar un falsa historia. ¿Por qué no?, se dijo. ¿Qué habría de malo en cambiar de residencia, de ciudad, de país? Había estado sólo una vez en Nueva York, y recordaba fascinado aquella urbe sorprendente donde empezaban a crecer los rascacielos y cualquier sueño parecía ser posible. Cuando levantó la cabeza para mirar a Patrick O’Brien, éste pensó que el inventor de historias había rejuvenecido de golpe unos cuantos años, y supo entonces que estaba dispuesto a aceptar su propuesta.
—Trato hecho, señor O’Brien. Nos iremos juntos y estaré a su servicio hasta que considere que ya no me necesita. Entonces decidiré sobre mi futuro.
Unas semanas después, en el puerto inglés de Southampton, Linus Daff y Patrick O’Brien tomaban un barco gigantesco con destino a Nueva York. El irlandés se acomodó como pudo en los compartimentos de tercera clase. El inventor de historias ocupó un camarote de lujo en la cubierta principal. Los botones que le ayudaron a instalarse se sorprendieron de la cantidad de equipaje que aquel caballero llevaba consigo: siete baúles, diez sombrereras, catorce maletas de diversos tamaños… y un maletín muy pequeño del que no quiso separarse en ningún momento de la travesía. Lo que nadie pudo saber nunca es que allí estaba encerrado el enigma de Irwin Howard.
Lo que pasó después ya lo saben ustedes. Y, en cualquier caso, ésa es ya otra historia.
Aquel que no ha sobrevivido a una catástrofe es incapaz de imaginar los sentimientos encontrados que embargan a los supervivientes del desastre una vez pasadas las horas más difíciles, cuando uno se ha cansado ya de dar gracias a Dios por haber conservado su vida en detrimento de la de otros seres menos afortunados y empieza a preguntarse por qué yo, por qué no otro, por qué me ha tocado a mí y no a ése o aquél, qué pecados cometieron ellos que yo no cometí, merezco realmente esta oportunidad de resurrección o voy a pasar el resto de mis días purgando la falta de haberme salvado mientras otros murieron.
Mientras se preguntaba una y otra vez por la razón que los artificios del azar habían esgrimido para ponerse de su parte, Linus Daff intentaba escapar de un confuso sentimiento de culpa, porque de algún modo se sentía responsable de la muerte de Patrick O’Brien. Las horas que transcurrieron hasta que se confirmó su desaparición, junto con los pasajeros de tercera clase que no habían tenido tanta suerte como los ocupantes de los camarotes de lujo en el reparto de las barcas, fueron para él más amargas incluso que las pasadas en el bote salvavidas entre gigantescos pedazos de hielo, intentando adivinar a través de la niebla las luces difusas del
Carpathia
, el trasatlántico que rescató a las víctimas de la primera parte de su odisea. La visión del buque fue para aquellos que tiritaban de frío bajo la bóveda de la noche oceánica un revulsivo de la esperanza, y el ánimo de todos cobró nuevos bríos cuando manos amigas les ayudaron a subir al barco. En ese momento recibieron una inyección instantánea de optimismo, y los hijos estaban seguros de que volverían a ver a los padres, las esposas conservaban la convicción de recuperar sanos y salvos a sus maridos, y no faltaba el iluso que se declaraba dispuesto a emprender cuanto antes una travesía similar pero con final feliz. El propio Linus Daff se sintió súbitamente espoleado por el mejor talante, y pensó que a buen seguro su cliente Patrick O’Brien habría conseguido subir a uno de los botes y se encontraría en aquel instante a punto de ser rescatado. Ninguno de los supervivientes podía intuir entonces que lo peor estaba por llegar, que horas después recibirían con el alma encogida la noticia del número de desaparecidos, que tendrían que pasar el resto de sus vidas haciéndose perdonar su situación de sobrevivientes privilegiados frente al más de un millar de cadáveres que reposaban ya para siempre en los fondos gélidos del Atlántico norte.
Linus Daff tardó varios días en aceptar que Patrick O’Brien había muerto. Durante muchas horas su reposado ánimo inglés sufrió sorprendentes sacudidas en las que se alternaban ordenadamente la amargura y la esperanza. Buscó en su sentido común algún motivo que le permitiera sobrevivir a los peores augurios: siempre cabía la posibilidad, pensaba, de que el señor O’Brien hubiera perdido la memoria y fuese incapaz de dar a nadie noticias sobre su origen; o bien, astuto él, había decidido llevar hasta sus últimas consecuencias el fraude orquestado para crear a Irwin Howard y estuviese esperando el momento oportuno para reaparecer con su nuevo nombre, una vez que todos hubieran dado por muerto a Patrick O’Brien. Nada de esto sucedió. El personal de la compañía naviera confirmó que el nombre de O’Brien no aparecía en la lista de supervivientes de tercera clase, y que, considerando las circunstancias, era mejor resignarse a darle por muerto.