Despertó tres horas después, ayudado sin duda por el zafarrancho de combate orquestado por Jacinta Rodríguez con vistas a la hora del almuerzo. En el aire de la casa flotaba el olor picante de especias desconocidas mezclado con el del asado de lechón, que derrotaba sin remedio a la fragancia sutil de las flores de los jarrones. Linus Daff hubiera querido tomar un baño, pero no sabía muy bien a quién pedir su preparación así que se lavó ligeramente en la palangana de loza y luego bajó de nuevo al salón. Pedro Almeiras ya estaba allí, y había cambiado radicalmente su aspecto: despojado por fin de los ternos europeos, vestía un traje de lino crudo con camisa blanca con un lazo bajo el cuello y chaleco abotonado. Estaba sentado en una butaca de caoba, leyendo un libro. Linus Daff reparó entonces en que sobre la chimenea de la sala (una pieza inútil en la canícula del Caribe) había un cuadro que representaba el mismo castillo que colgaba en las paredes de su habitación pero visto desde otra perspectiva.
—¡Daff! ¿Ha descansado bien?
—Demasiado bien. Ya veo que se ha cambiado.
—No puede imaginarse lo mucho que echaba de menos esta ropa. Los trajes europeos son bastante más incómodos que los que usamos aquí. Por cierto, mi sastre le está esperando. Necesita unos cuantos como éste —señalaba su chaqueta— y también un sombrero y calzado nuevo. Venga conmigo.
El sastre, un hombre de piel mucho más blanca que la del propio Linus Daff, tomó medidas al recién llegado. Midió el ancho de su espalda, el grosor de su cintura, la longitud de sus piernas y el diámetro de sus finos tobillos ingleses. Midió el contorno de su cuello, el tamaño de su tórax y hasta el perímetro de su cabeza, y lo hizo de tal forma y con tanta atención que Linus Daff llegó a pensar que el hombre en cuestión iba a elaborar algún estudio anatómico. Anotó todas las cifras obtenidas en una libreta.
—Muy bien, señor.
—¿Cuánto tardará en tener los trajes?
—Una semana.
—Ni hablar. Nos hacen falta mucho antes.
—Cinco días.
—Sigue siendo mucho.
—¡Usted me exige demasiado, señor! ¡Sabe mejor que nadie que tengo trabajo atrasado en el taller! He venido en cuanto me ha llamado… ¿Le he dicho que para acudir a esta casa he tenido que dejar pendiente el remate de una chaqueta?
—Mañana por la mañana.
—¡Señor Almeiras, por favor! No voy a negar que es usted uno de mis mejores clientes, pero me está pidiendo un imposible. —El sastre gimoteba, suplicaba, parecía próximo a caer de rodillas frente a Pedro Almeiras.
Linus Daff atendía boquiabierto a aquel regateo demencial donde no se pretendía obtener una rebaja en el precio, sino simplemente delimitar plazos de entrega. Al final, ajustaron la diferencia: el sastre entregaría uno de los trajes en la tarde del día siguiente, posponiendo dos jornadas más la entrega del resto de los equipos encargados. Aquella misma tarde enviaría un traje ya confeccionado de la talla de Linus Daff, para que pudiera salir del paso hasta que obrara en su poder la ropa confeccionada a medida. Cuando el hombre se marchó, Linus Daff se volvió a su anfitrión.
—Me ha parecido una escena increíble…
—Váyase acostumbrando. En Cuba el tiempo se mide de manera distinta… Y no es precisamente la celeridad lo que distingue a los trabajadores. De no ser por mi insistencia, no hubiese usted tenido sus trajes antes de diez días. Pero las cosas son así —meneó la cabeza—. En fin, comeremos dentro de media hora. He pedido que le preparen un baño y una de mis camisas. Espero que Leocadio no tarde mucho en enviarle ese traje que le prometió. A las siete en punto tiene usted una cita.
—¿Con quién?
—Con quién va a ser, Daff… con su cliente. Esta misma tarde va a conocer usted a Fernando Castro de Lema.
—Claro… claro.
Sin poder evitarlo, el corazón de Linus Daff había dado otro vuelco. Porque al escuchar la palabra cita, y sin que él supiese por qué, al cerebro del inventor de historias había acudido, limpia y puntual, la imagen querida de Lucrecia Sánchez, que desde que llegara a La Habana había cobrado una nitidez prodigiosa diez años después de perderla para siempre en una mañana brumosa como eran todas y cada una de las mañanas inglesas.
Linus Daff se presentó con una puntualidad extrema. Pedro Almeiras se había ofrecido a acompañarle y servir de introductor en aquel primer encuentro con Fernando Castro de Lema. La casa del indiano era un edificio bellísimo, circundado por un jardín frondoso donde crecía una ceiba gigantesca y las flores exuberantes del Caribe se desataban en colores brillantes y formas incomprensibles para un europeo acostumbrado al verde casi artificial de los parques de Londres y los tonos insípidos de las plantas de invernadero. El jardín de Castro de Lema era una explosión vegetal que atacaba los sentidos por todos los flancos, y el visitante ocasional se fascinaba sin remedio con la pericia trepadora de las jacarandás, el perfume del hibisco, las formas caprichosas de las orquídeas, la sombra eterna de la ceiba y de las araucarias, la riqueza de la hiedra rastrera y de los ficus de hojas de cera, las palmeras dobladas en ademán de sumisión por el peso de las piñas y los racimos de banano.
Linus Daff admiró sin disimulo aquel remedo del edén que circundaba la casa. Pedro Almeiras le contó entonces que para Fernando Castro aquel jardín tan parecido al paraíso era en realidad un motivo de desencanto. El gallego había fracasado repetidas veces en la empresa titánica de adaptar al jardín tropical las plantas de su verdadero mundo, los robles centenarios, los imponentes castaños de indias, las dígitas purpúreas, las madreselvas, los pensamientos, las hortensias y las camelias, que iban siendo devorados sin piedad por las especies autóctonas del trópico.
—Uno siempre acaba queriendo cosas distintas a las que tiene. —Almeiras sonrió.
Entraron en la casa. Castro de Lema les aguardaba en la biblioteca. Estaba sentado en una butaca de cuero, pero se puso en pie en cuanto les vio entrar, y Linus Daff tuvo que echar mano de todo el entrenamiento de aquellos años para no mostrar la más mínima sombra de sorpresa. Desde el primer momento había imaginado a Castro de Lema como un anciano achacoso, torpe y definitivamente derrotado por la edad y las enfermedades. Sin embargo, Fernando Castro se movía con la agilidad de un treintañero, y sus ojos oscuros eran alegres y tremendamente vivos. La abundancia del cabello cano era un serio desafío a los embates de la edad, y las escasas arrugas que surcaban el rostro enjuto parecían no ser más que un simple capricho de la piel curtida bajo el sol de fuego del Caribe. Tenía la sonrisa radiante y uniforme de un adolescente, las cejas oscuras y la espalda erguida, las manos grandes y libres de cualquier mancha del tiempo y una expresión chispeante cruzaba su cara. Sin duda debía haber algún error. Aquel hombre juvenil no podía en modo alguno ser el viejo próximo a la muerte que quería metamorfosear su historia antes de dejar este mundo.
—Señor Daff, le presento a Fernando Castro de Lema.
El supuesto anciano estrechó la mano del inventor de historias, y luego se volvió hacia Pedro Almeiras.
—Querido Pedro… pensé que no ibas a volver nunca —le abrazó con un afecto paternal, e inmediatamente miró a Linus Daff—. Señor, es un placer recibirle en mi casa. No sabe cuánto le agradezco que se haya trasladado a La Habana para atenderme… Pedro me ha dicho que habla usted nuestro idioma.
—Eso intento, señor.
—Es una suerte, desde luego… pero vamos a sentarnos. ¿Quiere beber alguna cosa? Yo voy a tomar un refresco. Este calor es insufrible. —Sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la frente. Un leve aroma de agua de lavanda se escapó de la tela—. ¿Qué le apetece, señor Daff?
Tomaré lo mismo que usted.
—Limonada entonces. —Hizo sonar una campanilla—. Pedro, supongo que querrás otra cosa.
—No te preocupes por mí. Además, no voy a acompañaros. Hablaréis mejor los dos solos. Voy a dar un paseo por el jardín.
Un criado sirvió las bebidas y se retiró con una venia antigua. Castro de Lema señaló un sillón a Linus Daff.
—Siéntese, por favor.
Se hizo el silencio, y Linus Daff intuyó que Fernando Castro estaba esperando que fuera él quien hablara.
—Usted dirá en qué puedo serle útil.
Fernando Castro miró sonriendo al inventor de historias.
—Es una historia larga.
—Todas lo son. Yo no tengo prisa.
—Muy bien. Hay algunas cosas que debe usted saber… soy español, gallego por más señas. Hasta los trece años viví en un pueblo costero que las tropas francesas tuvieron el mal gusto de saquear. Arrasaron la aldea entera. Sólo dejaron casas incendiadas, muertos en todas las familias y el caldo de cultivo para tantas enfermedades infecciosas como pueda imaginarse. Mi padre murió de tifus unos años después de la invasión. Nos quedamos sin nada, y unos parientes me prestaron dinero para comprar un pasaje a La Habana. Llegué allí con dos mudas de ropa, unos cuantos billetes para sobrevivir un par de días y poca cosa más. Empecé trabajando para un ferretero…
—Y acabó haciéndose rico… Las Américas son algo así como la fuente del maná.
No interrumpir a sus clientes era una de las reglas de oro del negocio. Linus Daff nunca supo decir por qué lo hizo aquella vez, pero se arrepintió casi instantáneamente, y más cuando creyó ver la sombra de un reproche en los ojos limpios de Fernando Castro de Lema.
—Ése es el problema, señor Daff. Que todos creen que los emigrantes se marchan de su tierra con lo puesto, llegan a Cuba y en cosa de meses podrían empedrar de oro un pueblo entero. Pero eso no es cierto. Claro que algunos nos hacemos ricos, pero somos…, ¿cómo decirle?, la punta del iceberg. Tras de nosotros quedan todos aquellos que llegaron a América con una mano delante de la otra y fueron timados por personajes sin conciencia que se aprovecharon de su necesidad y de su ignorancia. Algunos de los que viajaron conmigo acabaron trabajando como esclavos. No, no exagero. Esclavos europeos que arribaron La Habana guiándose por ese espejismo de los indianos ricos que vuelven a su pueblo contando a todo el que quiere oírles que aquí es muy fácil hacer fortuna, que el dinero crece en los árboles o sale de esa misma tierra que muchos terminarán labrando para un hacendado sin escrúpulos. Cuando yo embarqué, en el muelle de La Coruña había un tipo que ofrecía contratos de trabajo en una plantación cubana. Ninguno de los que firmaron aquellos papeles sabían leer, porque los textos les comprometían a trabajar de por vida en unas condiciones delirantes. Acababan de perder toda oportunidad de prosperar, pero ellos no lo sabían.
Bebió un trago largo de su vaso de limonada y luego siguió hablando con mesura y la mirada perdida.
—En La Habana, hacerse rico es casi una cuestión de magia, como si la Fortuna estuviese parada en el malecón esperando a los recién llegados y así, sólo por azar, designase a unos cuantos como destinatarios de su gracia. Yo fui uno de ellos. Y si la suerte lo elige a uno no importa lo que haga ni cómo lo haga: acabará siendo millonario. Pero somos los menos, señor Daff… somos los menos. La suerte no llega para todos. No puede imaginarse cuántos se quedan en el camino. Unos se mueren de hambre. Otros caen fulminados por una insolación después de trabajar de sol a sol como macheteros de zafra. El cólera, las fiebres tropicales, el dengue, se ceban con una facilidad especial en los cuerpos de hombres que, al fin y al cabo, vienen de otras tierras y otros climas, y llegan después de un viaje infame en las peores condiciones. Ésos son los que no regresan para contar su historia. Quienes sí lo hacen son los otros. Vuelven ricos, gordos y felices, contando que es llegar y besar el santo, y hay quien escucha eso y empeña los ahorros de su vida en comprar un pasaje para Cuba. No sabe usted cuántos de ellos son víctimas de desaprensivos, ni cuántas veces he recordado aquellos contratos firmados por hombres que no sabían leer y que se comprometían a trabajar en las plantaciones a cambio de un sueldo miserable. Y ésos no vuelven para advertir a otros infelices —se quedó un momento en silencio—. La gente pobre necesita creer en algo, no sé, en la posibilidad de una mejoría… Los pueblos que han sufrido tienen una fe inquebrantable en el futuro. Y en mi tierra ha sufrido mucha gente. Por eso se van. Porque tienen la convicción de que lo que les espera al otro lado del mar tiene por fuerza que ser mejor que lo que dejan atrás.
Se sirvió otro vaso de refresco y buscó los ojos del inventor de historias.
—¿Le aburren estas explicaciones? —preguntó.
—En absoluto.
—Me alegro, porque es necesario que comprenda usted ciertas circunstancias que… Pero no quiero anticiparme. ¿De verdad no le estoy impacientando?
—Le aseguro que no. Siga, por favor.
—¿Ha estado alguna vez en Galicia? —Linus Daff asintió con la cabeza—. Yo casi no recuerdo mi tierra. Era muy joven cuando me marché, pero he cultivado el afecto por ella mediante el contacto con los compatriotas que conocí en Cuba. Por extraño que parezca, he tenido que reconstruir mi lugar de origen apoyándome en las evocaciones de otros, así que supongo que la imagen que tengo por fuerza debe estar distorsionada. No importa. En realidad, siempre he dicho que no cuenta tanto la tierra como los hombres que en ella se crían. He conocido muchos gallegos. Buena raza, señor Daff. Gente noble. Llegan a La Habana con los brazos remangados dispuestos a trabajar en lo que sea. A veces pienso que el entusiasmo y el coraje que demuestran en América también les hubiera valido para salir adelante si se hubiesen quedado en su tierra. El problema es que allí no ven futuro. Y eso es lo que yo quiero proporcionarles. La posibilidad de un futuro sin dejar su patria… o bien las armas necesarias para no acabar siendo víctimas de una estafa si es que a pesar de todo deciden emigrar.
—Sospecho que llegamos al punto culminante de su historia.
—Todavía no —sonrió y se pasó luego la mano por la cara—. Señor Daff, llevo cincuenta y siete años viviendo en Cuba, y ese tiempo me ha bastado para amasar una fortuna cuya cuantía a mí mismo se me escapa. Acabo de cumplir setenta años, y a pesar de mi buen aspecto sé que estoy muy enfermo. Hace tiempo empecé a pensar qué ocurrirá con mi dinero cuando yo muera. No tengo familia. Mi madre y mis hermanos murieron poco después de marcharme yo. No me he casado. Me quedan algunos parientes lejanos a los que he ayudado económicamente todo este tiempo, y creo no tener hacia ellos mayores obligaciones. Por eso he tomado una decisión: al morir yo, gran parte de mi fortuna se consignará a la construcción de un colegio de primera y segunda enseñanza en mi pueblo natal.