Linus Daff cerró la libreta.
—Muy bien, señor Castro. Si quiere que sea sincero, no me será difícil construir para usted un pasado honorable. Dígame sólo una cosa ¿cuánta gente está al corriente de sus actividades reales?
—Casi nadie. Pedro Almeiras, por supuesto, pero Pedro es como un hijo. En cuanto al resto de mis amigos… ya le he dicho que aquí nadie sabe muy bien cómo se hicieron ricos los demás. No, Daff, no se preocupe por eso. No hay peligro de que nadie cometa una indiscreción.
—Entonces, tendré que ponerme a trabajar. Desde este mismo momento, señor Castro de Lema, puede considerar que Linus Daff, el inventor de historias, está a su servicio.
Fernando Castro sonrió y cerró los ojos.
—No sabrá nunca cuánto se lo agradezco, Daff. Pero tengo que pedirle que se dé prisa. Porque no me queda mucho tiempo.
Pedro Almeiras recogió a Linus Daff en casa de su amigo, y por la expresión de ambos supo que habían llegado a un acuerdo.
—Veo que tiene usted un nuevo cliente, Linus.
—Eso creo. —El inventor de historias sonreía—. Esta misma noche empezaré a trabajar.
—Esta noche no, Daff. Tendrá que dejarlo para mañana. Me han invitado a una fiesta y quiero que venga conmigo. Será divertido. Ha venido una orquesta de jazz desde Nueva Orleans, y además hay gente a la que quiero presentarle.
Linus Daff iba a replicar que, de todas formas, prefería quedarse en casa. Trabajaba mucho mejor amparado por el silencio nocturno, sin interrupciones de ningún tipo, y en ocasiones las mejores ideas llegaban con las luces del alba. Pero Pedro Almeiras dijo algo que dejó varada su capacidad de reacción.
—Lucrecia Sánchez estará allí.
Linus Daff tuvo que echar mano de todo su entrenamiento de tantos años para construir instantáneamente un filtro que tamizase sus emociones hasta convertirlas en gestos casi imperceptibles. La inminencia del reencuentro con Lucrecia Sánchez le había dejado suspendido en un especie de limbo del que no sabía cómo salir, y aunque su rostro no dejaba entrever la ansiedad que sentía, podía percibir cómo sus manos sudaban bajo los guantes blancos, y cómo el latir de su corazón se había desacompasado severamente desde que escuchara el nombre de ella al salir de la casa de Castro de Lema. Ahora, en el mismo umbral de la mansión donde se celebraba la fiesta, se sentía verdaderamente aterrado ante la perspectiva de ver de nuevo a la mujer que había ocupado su pensamiento durante tantos años, y a la que creía haber aprendido a olvidar forzado por las circunstancias y por su bien domesticado sentido común.
Entraron. Una salva de aplausos sinceros saludó la llegada de Pedro Almeiras y su amigo, quienquiera que fuese, porque los amigos de Pedro Almeiras eran siempre bienvenidos en las casas cubanas, o al menos así se lo dijo Patricio Salgado, que fue el primero en saludar a ambos.
—Te hemos echado de menos estas semanas. ¿Dónde estuviste?
—Por ahí —repuso Pedro, sin perder la sonrisa. Desde muy pequeño detestaba dar explicaciones, y además aquella vez su discreción estaba justificada, porque no podía contar que había hecho un viaje relámpago a Nueva York para contratar a un inventor de historias dispuesto a metamorfosear la vida de Fernando Castro de Lema.
—Pedro es muy misterioso —Patricio Salgado palmeó con afecto la espalda de su amigo—. En fin, cada cual a lo suyo. Me alegro de conocerle, señor Daff. Y ahora, vengan conmigo. Ya es hora de tomar una copa.
Llegar al bar fue una odisea, porque a cada instante había alguien que detenía su paso para saludar a Pedro, para abrazar a Pedro, para solicitar su próxima compañía en una fiesta, en un baile, en una cena íntima, en una viaje, en un paseo por el malecón de La Habana. Con una habilidad que hasta entonces Linus Daff no había tenido ocasión de percibir, Pedro Almeiras no contestaba ni que sí ni que no, no aceptaba ni rechazaba ninguna de las invitaciones, driblaba el compromiso, dejaba en el aire las respuestas para, a última hora, reservarse siempre la posibilidad de elegir. Ninguno de sus interlocutores era consciente de aquella ambigüedad suya que le permitía siempre conservar su libre albedrío hasta el último momento y eludir cualquier tipo de obligación hasta el instante final: aquélla era una de tantas parcelas de la libertad que Pedro Almeiras se obstinaba en conservar para sí y que constituía sin duda su posesión más preciada.
Los amigos de Pedro le recibieron con la misma calidez que dispensaban al español. A ninguno de ellos ocultó su oficio, soy Linus Daff, inventor de historias, y cuando algunos pedían más detalles sobre su curioso empleo, era el propio Pedro quien se los proporcionaba. Para extrañeza del inglés, por primera vez nadie pareció sorprenderse de su profesión estrambótica.
—Los habaneros dan por hecho que en Cuba puede pasar cualquier cosa —Pedro Almeiras parecía leer los pensamientos de su amigo—, así que dejan muy poco sitio para el asombro. Nos hemos acostumbrado a pensar que aquí todo es posible, de modo que nada nos extraña. Ni siquiera una profesión tan poco común como la suya.
Linus Daff agradeció la explicación. Desde su llegada a Cuba, empezaba a intuir que se le presentaba la oportunidad de descubrir un universo diferente, un mundo particular hecho de seres excepcionales, de estafadores de guante blanco como Fernando Castro de Lema capaces de jugárselo todo por vengar afrentas cometidas en la piel de otros, de patriotas que amaban sus tierras respectivas desde la distancia insalvable de las millas marinas, de hombres que habían cruzado el mundo para hacerse ricos y habían aprendido a vivir de otra forma, a enfrentarse a un clima diferente, al aroma equívoco de las flores del trópico, al color de un mar que no era el de su infancia, al sabor de las especias en los guisos y a la ropa colonial. A cambio de la renuncia, todos aquellos que encontraron su sitio en Cuba habían recibido un don invaluable: el secreto para disfrutar de la existencia. Nunca Linus Daff había sentido tan de cerca el amor por la vida, la capacidad para saborear el momento presente, como en aquella fiesta en una mansión habanera. En el aire flotaba el humo y el aroma de los cigarros puros, y las risas sonaban más francas y recias que en cualquier otro lugar del mundo. Los invitados hablaban alto y claro, las mujeres se retocaban en público sin ningún pudor para mantener más viva su belleza, y había cierta avidez en absoluto insana en la forma de beber, de morder los canapés servidos por los criados de librea, de pedir otra copa de champán y de ver caer el líquido dorado en las copas esbeltas. Todos, hombres y mujeres, acompañaban inconscientemente con el cuerpo el rumor de la música, algunos tarareaban sin reparo las canciones conocidas y otros seguían el ritmo con el pie en un placer del todo exento de disimulo. Sin poder evitarlo, Linus Daff comparó aquella fiesta con las fiestas de Londres, donde divertirse de una forma demasiado evidente era considerado un síntoma de mal gusto, donde había que ocultar la afición por la bebida so pena de que considerasen a uno un beodo sin solución, donde se entendía de buen tono dominar una charla hablando de subidas y bajadas bursátiles y la música se escuchaba con reverencia pero sin el placer innegable que experimentaban los cubanos cuando las notas llegaban a sus oídos. Efectivamente, pensó el inventor de historias, aquella isla estaba llena de música. Estaba a punto de cerrar los ojos para dejarse llevar a su vez por la melodía cuando descubrió la llegada de Lucrecia Sánchez, vestida de rojo encendido y con una rosa blanca prendida en el cabello que se obstinaba en ser negro. Estaba igual que diez años antes, sólo que más asentada y más bella, y Linus Daff la observó en silencio durante unos segundos como la había observado una vez en Londres, en el bar del Savoy, cuando las cosas eran iguales pero eran distintas y la música sonaba mientras el inventor de historias se enamoraba a distancia de una mujer sin saber que era la amante de su mejor amigo. Estuvo unos segundos así, saboreando en silencio el espectáculo de su cuello blanquísimo, de su boca, de su talle impecable, de los ojos negros que sabían reírse al compás de los labios. Dudó de la conveniencia de acercarse: probablemente ella ya no le recordara, y de todas formas para Lucrecia Sánchez el inventor de historias tenía que ser parte de una época felizmente superada, cuando recorría Europa de manos de su amante y tenía que esconderse para fumar cigarros puros. Ahora Lucrecia Sánchez era una mujer casada, esposa dignísima de un hombre respetable. Seguramente hubiese sido un impertinencia obligarla a recordar un tiempo que, a lo mejor, ella había enterrado ya donde vive el olvido. Se quedó allí, viéndola reír, hablando con unos y con otros, aceptando las galanterías de un hombre mayor que estaba a su lado y que, seguramente, era su esposo. No cabía duda de que, lejos de Londres, de Pedro Almeiras y del propio Linus Daff, Lucrecia Sánchez había sabido reconducir el barco y tomar con él el rumbo de la felicidad. El inventor de historias se dijo que nunca hubiera imaginado en Lucrecia Sánchez semejante capacidad para pasar página. Cuando supo de la traición de Pedro Almeiras, el inventor de historias sintió una pena inmensa por aquella mujer, porque dio por hecho que ella nunca podría recuperarse de semejante golpe. Y sin embargo ella se había casado sólo unos meses después, y allí estaba ahora, hermosa, serena, consciente de su belleza y de su privilegiada posición en la vida.
Cuando estaba a punto de darse la vuelta y obligarse una vez más a aprender a olvidarla, Lucrecia Sánchez vio desde la distancia al inventor de historias y no le costó reconocerle en su nueva indumentaria de caribeño de adopción. Cruzó la sala sin muchos miramientos y se plantó frente a él hablándole en el mismo inglés atravesado de la época de Londres.
—Señor Daff… ¿es usted, verdad? ¿Me recuerda?
El inventor de historias hubiera querido decirle que sí, que la recordaba real y dolorosamente, que la recordaba más que nunca desde que llegó a Cuba y adivinó su presencia en algún lugar, entre Cienfuegos y Santiago, entre La Habana y Varadero, entre los manglares del trópico y las arenas doradas del mar Caribe.
—Lucrecia… Lucrecia Sánchez… es un placer volver a verla. Hábleme en su lengua, por favor. Me costó demasiado trabajo aprenderla como para perder ahora la ocasión de practicarla hablando con usted.
—¿Qué hace aquí? Dios mío, Linus, no sabe qué feliz me hace verle de nuevo.
Cuando hablaba en su idioma, Lucrecia Sánchez era más expresiva y más bella, y el tono metálico y algo ronco de su voz cobraba una cadencia nueva que bailaba con el ritmo del acento cubano.
—Hablar con usted es como volver a Londres —entornó un poco los ojos de pestañas larguísimas—. Tiene que contarme muchas cosas, Linus.
—Y usted también a mí.
Ella dibujó un gesto alegre que al inventor de historias se le antojó levemente frívolo, y encontró entonces que había una luz distinta en sus ojos oscuros.
—No lo crea… De todos modos, estas fiestas no son el mejor sitio para hablar con nadie. Mire, ya llega la banda de jazz. Dentro de unos minutos estaremos todos bailando. ¿Por qué no viene a verme mañana a mi casa? ¿Qué le parece a las doce y media? Comerá usted conmigo y tendremos ocasión de ponernos al día.
Le entregó una tarjeta de visita con su dirección, le regaló otra de sus sonrisas rutilantes y se marchó. Desde ese mismo momento la fiesta terminó para Linus Daff, que empezó a contar las horas y los minutos que faltaban para que en todos los relojes de Cuba diesen las doce y media del siguiente día.
Después de huir de Londres y de Pedro Almeiras, Lucrecia Sánchez se dio cuenta de que no tenía a donde ir. Pensó que era imposible regresar a Cuba: toda la isla le traía retazos de los momentos pasados al lado del amante. La ciudad de La Habana era la casa de ambos, el refugio común, la patria compartida y magnificada por el amor. Buscó refugio para su tristeza en Calais, pero rechazó la idea de viajar a París porque la ciudad de la luz era el próximo punto de destino del viaje organizado por ambos. Llevaba tantas semanas imaginando los lugares ya conocidos que allí compartiría con Pedro Almeiras que no le hubiera sido posible visitarlos sola. De Francia se trasladó a España. Pasó una semana en un hotel de Madrid, pero apenas salió de la habitación porque, triste como estaba, no se sentía con ánimo para enfrentarse a la vida de aquella ciudad luminosa y alegre. Pensó entonces en volver a Lisboa, una ciudad que conservaba en la memoria como la más cálida y hospitalaria del mundo, pero había estado allí con Pedro sólo dos meses atrás, y el recuerdo de él mezclado con el de las calles tortuosas de la Baixa se le antojaba muy difícil de soportar. Desde la primera vez que la visitara, Lucrecia Sánchez había sentido por Lisboa una pasión desmedida, y aprendió a quererla mucho más después de recorrerla al lado de Pedro Almeiras. De pronto, la imagen de las calles retorcidas y del cielo incomparable de la tarde lisboeta habían pasado a convertirse en una memoria dolorosa. Ya nunca podría volver a aquellos barrios escarpados, a retrepar en tranvía las cuestas imposibles de la Alfama, y la certeza de haber perdido a Lisboa tanto como a Pedro Almeiras casi acabó por volverla loca. No tardó mucho tiempo en darse cuenta de que le había robado todo: las ciudades que amaba, el gusto por la música, el placer de los cigarros puros, la capacidad para disfrutar de los buenos vinos, el recuerdo de La Habana, el rumor del mar Caribe. Eran cosas que había compartido con Pedro Almeiras, y el recuerdo de cada una de ellas estaba indefectiblemente ligado a su presencia. Ahora que le había perdido, era imposible recuperarlas para ella sola: simplemente se habían convertido en parte de una memoria indeseable. Lucrecia Sánchez tuvo que admitir que no había un solo lugar en el mundo en el que pudiera estar lejos de Pedro Almeiras, una sola ciudad en que fuese posible no echarlo de menos las veinticuatro horas del día, así que decidió volver a La Habana y morirse de pena de una buena vez.
A pesar de todo, algo dentro de ella le recordaba vagamente que, en efecto, había habido una etapa anterior a Pedro Almeiras, aunque hacía mucho tiempo que esa parte de su existencia había dejado de importarle. En sólo unos meses había compartido todo con él: su familia más cercana, los amigos más queridos, los recuerdos de infancia, el destino frustrado de cantante de ópera, el sabor del tabaco y del ron de Cuba, y ahora que Pedro no estaba todas aquellas cosas semejaban haberse contaminado por una ausencia dolorosa y detestable. Reconoció ante sí misma y también ante los demás que tenía que aprender a olvidarle, pero a diferencia del canto y la música, para aquella empresa no había maestros reconocidos ni profesores cualificados: la disciplina del olvido se aprende en soledad, y sólo en soledad puede uno superar la desdicha. Los amigos de siempre estuvieron a su lado y trataron de compartir el dolor intensísimo que le devoraba las entrañas a cada hora del día, pero Lucrecia Sánchez tenía muy claro que a pesar de todas las buenas intenciones estaba completamente sola, y que era ella y únicamente ella quien tenía la llave maestra para salir de la pena y empezar otra vida sin Pedro Almeiras.