Demian (12 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Novela de formación

El músico miró en torno suyo con desconfianza, como si alguien pudiera oírnos. Luego se acercó más a mí y murmuro:

—Ya me lo imaginaba. ¿Quién es usted?

—Soy alumno del Instituto.

—¿Cómo ha sabido usted de Abraxas?

—Por casualidad.

Dio tal golpazo sobre la mesa que su vaso de vino se derramó.

—¡Casualidad! ¡No diga estupideces, muchacho! ¡No se llega por casualidad a conocer a Abraxas, para que se entere! Yo le contaré más cosas sobre él. Yo sé algo de él. Calló y corrió hacia atrás su silla. Yo le miraba expectante, pero él hizo una mueca. —Aquí no. Otro día. ¡Tome!

Metió la mano en el bolso de su abrigo, que no se había quitado, y sacó unas castañas asadas que echó sobre la mesa.

Yo no dije nada, las tomé y empecé a comerlas muy satisfecho.

—Bien —murmuró al cabo de un rato—. ¿Cómo ha sabido usted de... él? Yo no dudé en contárselo.

—Estaba solo y desorientado —dije—; entonces recordé a un amigo de otros tiempos, que sabe muchas cosas. Yo había pintado un pájaro, saliendo de una bola del mundo. Y se lo envié. Después de algún tiempo, cuando había perdido casi las esperanzas, cayó en mis manos un papel en el que se decía: «El pájaro rompe el cascarón. El cascarón es el mundo. Quien quiera nacer tiene que destruir un mundo. El pájaro vuela hacia Dios. El dios se llama Abraxas.»

No contestó nada. Seguíamos pelando nuestras castañas y comiéndolas con el vino. —¿Tomamos otra jarra?

—Gracias. No me gusta beber.

El se rió un poco decepcionado.

—¡Como quiera! A mí me pasa todo lo contrario. Me quedo todavía un rato. ¡Váyase, si quiere!

Cuando le acompañé la vez siguiente después de ensayar, no estuvo muy comunicativo. Me condujo por una calle antigua hasta un viejo e imponente caserón. Subimos a una habitación grande, un poco oscura y descuidada, donde nada, excepto un piano, recordaba la música, en tanto que un gran estante de libros y un escritorio daban un aire de sabiduría a la estancia.

—¡Cuántos libros tiene usted! —exclamé admirado.

—Una parte es de la biblioteca de mi padre, con el que vivo. Sí, vivo con mis padres; pero no puedo presentárselos porque mis amistades gozan en esta casa de poca estimación. Soy un hijo perdido, ¿sabe? Mi padre es un hombre tremendamente honrado, un insigne pastor y predicador de nuestra ciudad. Y yo, para que esté claro, soy su hijo, que tenía talento y prometía mucho pero que se ha descarriado y se ha vuelto bastante loco. He estudiado teología, pero abandoné esa horrible facultad antes de la licenciatura. Aunque, bien mirado, sigo dentro de mi carrera en lo que se refiere a mis estudios particulares. Aún siguen pareciéndome muy importantes e interesantes los dioses que la gente se ha inventado en cada época. Ahora soy músico y parece que me van a dar pronto un puesto de organista. Entonces estaré otra vez en el seno de la Iglesia...

Miré hacia las librerías; y, al débil resplandor de la lámpara de la mesa, encontré títulos griegos, latinos, hebreos. Mientras tanto mi amigo se había tumbado en el suyo, junto a la pared, y manipulaba allí en la oscuridad.

—Venga acá —dijo al cabo de un rato—, vamos a filosofar un poco; es decir, vamos a cerrar el pico y a pensar tumbados.

Encendió una cerilla y prendió fuego al papel y la leña que había en la chimenea, delante de la que estaba echado. Las llamas se elevaron mientras él azuzaba y alimentaba cuidadosamente el fuego. Me tumbé junto a él sobre la alfombra descolorida. Sus ojos estaban clavados en el fuego, que también a mí me atraía; y los dos permanecimos durante más de una hora callados, boca abajo frente al fuego crepitante, observando cómo llameaba y ardía, cómo se achicaba y se retorcía, oscilaba y chisporroteaba hasta convertirse en un silencioso y perdido montón de brasas.

—La adoración del fuego no ha sido la mayor tontería que se ha inventado —murmuró una vez mi acompañante.

Excepto esto, ninguno de los dos dijo una palabra. Yo estaba pendiente del fuego con ojos fijos; me sumergía en sueños y silencio, y vi figuras en el humo e imágenes en la ceniza. De pronto me sobresalté. Mi compañero había echado un trozo de resma al fuego; de repente brotó una pequeña y delgada llama, en la que vi el pájaro con la cabeza amarilla de gavilán. En las brasas agonizantes refulgían hilos dorados y ardientes formando redes, aparecían letras y dibujos, recuerdos de rostros, animales, plantas, gusanos y culebras. Cuando me desperté y miré a mi amigo, lo vi con la barbilla apoyada sobre los puños, concentrado en la ceniza, con mirada fanática y fervorosa.

—Tengo que irme —dije muy bajito.

—Pues váyase. Adiós.

No se levantó; y como la lámpara estaba apagada, tuve que buscar a tientas el camino de salida de aquella casa embrujada, a través del cuarto oscuro, y de pasillos y escaleras, en la oscuridad. Ya en la calle, me volví a mirar la fachada del viejo caserón. En ninguna ventana había luz. Una pequeña placa dorada relucía en la puerta a la luz del farol de gas. «Pistorius, Párroco», leí en ella.

Una vez en casa, al encontrarme en mi cuarto después de cenar, me di cuenta de que no había averiguado nada sobre Abraxas ni sobre Pistorius y que apenas habíamos intercambiado diez palabras. A pesar de ello, estaba muy satisfecho de la visita. Para la próxima vez mi nuevo amigo me había prometido una pieza exquisita de música de órgano antigua: un pasacalle de Buxtehude.

Sin darme cuenta, había recibido del organista Pistorius la primera lección mientras permanecí tumbado con él delante de la chimenea en su sombría celda de ermitaño. La contemplación del fuego me había reconfortado; había consolidado y ratificado inclinaciones que siempre había sentido, pero que nunca había cultivado. Poco a poco fui viendo claro, al menos parcialmente; ya desde niño me había gustado contemplar las formas extrañas de la naturaleza, no observándolas simplemente sino entregándome a su propia magia, a su profundo y barroco lenguaje. Las raíces largas y fosilizadas de los árboles, las vetas coloreadas de la piedra, las manchas de aceite flotando sobre el agua, las grietas en el cristal: todas estas cosas habían ejercido antaño una gran fascinación sobre mí, sobre todo el agua y el fuego, el humo, las nubes, el polvo y, especialmente, las manchas de colores que veía girar al cerrar los ojos. En los días posteriores a mi visita a Pistorius, empecé a acordarme de esto. Porque noté que una cierta fuerza y alegría, y la intensificación de la conciencia de mí mismo que sentía desde aquel día, se debían simplemente a la larga contemplación del fuego. ¡Qué sedante y reconfortante era!

Entre las pocas experiencias que he realizado en el camino hacia mi verdadera meta vital se cuenta la contemplación de esas imágenes. La entrega a las formas irracionales, barrocas y extravagantes de la naturaleza produce en nosotros un sentimiento de concordancia entre nuestro interior y la voluntad que las ha producido. Nos sentimos tentados a creerlas caprichos nuestros, creaciones propias; vemos vacilar y disolverse la frontera entre nosotros y la naturaleza, y adquirimos conciencia de un estado de ánimo en el que no sabemos si las imágenes en nuestra retina provienen de impresiones exteriores o interiores. En ningún otro momento descubrimos con tanta facilidad la medida en que somos creadores, en que nuestra alma participa constantemente en la recreación de la vida. Una misma divinidad indivisible actúa en nosotros y en la naturaleza; y si el mundo exterior desapareciera, cualquiera de nosotros seria capaz de reconstruirlo, porque los montes y los ríos, los árboles y las hojas, las raíces y las flores, todo lo creado en la naturaleza, está ya prefigurado en nosotros: proviene del alma, cuya esencia es eterna, y escapa a nuestro conocimiento, pero que se nos hace patente como fuerza amorosa y creadora.

Algunos años después encontré confirmada esta observación en un libro de Leonardo de Vinci, en el que se comentaba lo sugestivo e interesante que era contemplar un muro en el que había escupido mucha gente. Delante de aquellas manchas sobre el muro húmedo, Leonardo había sentido lo mismo que Pistorius y yo delante del fuego.

En nuestro siguiente encuentro, el organista me dio una explicación.

—Acostumbramos a trazar límites demasiado estrechos a nuestra personalidad. Consideramos que solamente pertenece a nuestra persona lo que reconocemos como individual y diferenciador. Pero cada uno de nosotros está constituido por la totalidad del mundo; y así como llevamos en nuestro cuerpo la trayectoria de la evolución hasta el pez y aun más allá, así llevamos en el alma todo lo que desde un principio ha vivido en las almas humanas. Todos los dioses y demonios que han existido, ya sea entre los griegos, chinos o cafres, existen en nosotros como posibilidades, deseos y soluciones. Si el género humano se extinguiera con la sola excepción de un niño medianamente inteligente, sin ninguna educación, este niño volvería a descubrir el curso de todas las cosas y sabría producir de nuevo dioses, demonios, y paraísos, prohibiciones, mandamientos y Viejos y Nuevos Testamentos.

—Bien —objeté yo—, ¿dónde queda entonces el valor del individuo? ¿Para qué nos esforzamos si ya llevamos todo acabado en nosotros mismos?

¡Alto! —exclamó violentamente Pistorius—. Hay una gran diferencia entre llevar el mundo en sí mismo y saberlo. Un loco puede tener ideas que recuerden a Platón, y un pequeño y devoto colegial del Instituto de Herrnhut puede recrear las profundas conexiones mitológicas que aparecen en los gnósticos o en Zoroastro. ¡Pero él no lo sabe! Mientras no lo sepa es como un árbol o una piedra; en el mejor de los casos, como un animal. En el momento en que tenga la primera chispa de conciencia, se convertirá en un hombre. ¿No irá usted a creer que todos esos bípedos que andan por la calle son hombres sólo porque anden derechos y lleven a sus crías nueve meses dentro de sí? Muchos de ellos son peces u ovejas, gusanos o ángeles; otros son hormigas, y otros abejas. En cada uno existen las posibilidades de ser hombre; pero sólo cuando las vislumbra, cuando aprende a hacerlas conscientes, por lo menos en parte, estas posibilidades le pertenecen.

De este género solían ser nuestras conversaciones. Raras veces me proporcionaban algo totalmente nuevo, algo sorprendente. Todas, sin embargo, hasta la más banal, daban suave pero insistentemente, en el mismo punto; todas me ayudaban a formarme, todas me ayudaban a quitarme una piel, romper el cascarón; y de cada conversación sacaba la cabeza más alta, más libre, hasta que mi pájaro amarillo sacó su hermosa cabeza de ave de rapiña del destruido cascarón del mundo. A menudo nos contábamos nuestros sueños, a los que Pistorius sabía dar una interpretación. Ahora recuerdo un caso curioso. Tuve una vez un sueño en el que volaba; pero de manera tal que me sentía lanzado por los aires con un gran impulso, que no controlaba. La sensación de aquel vuelo era grandiosa, pero pronto se convertía en angustia al verme arrebatado hacia alturas peligrosas sin poder evitarlo. Entonces descubrí que podía regular mis subidas y bajadas conteniendo o soltando el aire de los pulmones.

A esto Pistorius dijo:

—El impulso que le hace a usted volar es nuestro patrimonio humano, que todos poseemos. Es el sentimiento de unión con las raíces de toda fuerza. Pero pronto nos asalta el miedo. ¡Es tan peligroso! Por eso la mayoría renuncia gustosamente a volar y prefiere caminar de la mano de los preceptos legales o por la acera. Usted no. Usted sigue volando, como debe ser. Y entonces descubre lo maravilloso; descubre que lentamente se hace dueño de la situación, que a la gran fuerza general que le arrastra corresponde una pequeña fuerza propia, un órgano, un timón. ¡Esto es estupendo! Sin él, uno se perdería sin voluntad por los aires, como hacen por ejemplo los locos. Los locos tienen unas intuiciones más profundas que la gente de la acera, pero no tienen la clave ni el timón y se despeñan en el abismo. Usted, sin embargo, Sinclair, logra bandearse. ¿Y cómo? ¿No lo sabe acaso? Lo hace con un nuevo órgano, con un regulador de la respiración. Y ahora puede usted ver lo poco «personal» que es su alma en el fondo. ¿Por qué no se inventa ese regulador? ¡No es nuevo! Es algo prestado, existe desde hace siglos. Es el órgano del equilibrio en los peces, la vesícula natatoria.

En efecto, existen todavía hoy unas pocas especies raras de peces que usan como pulmón la vesícula natatoria, que en ciertas ocasiones les sirve de verdad para respirar. ¡Justo, pues, el pulmón que usted utilizaba en su sueño!

Pistorius incluso me trajo un tomo de zoología y me enseñó el nombre y dibujos de aquellos peces tan primitivos. Con un curioso escalofrío, sentí viva en mí una función de primarias épocas evolutivas.

6. La lucha de Jacob

No puedo resumir en pocas palabras lo que el extraño músico Pistorius me enseñó sobre Abraxas. Lo más importante que aprendí de él fue a dar un nuevo paso en el camino hacia mí mismo. Yo era entonces, con mis dieciocho años, un chico poco corriente, precoz en unos sectores y muy retrasado y desorientado en otros. Cuando me comparaba con los demás, me sentía unas veces orgulloso y satisfecho de mí mismo pero otras deprimido y humillado. Unas veces me consideraba un genio, otras un loco. No conseguía compartir las alegrías y la vida de mis compañeros, y me hacía reproches y cábalas como si estuviera irremediablemente separado de ellos y se me negara la vida.

Pistorius, que era un extravagante declarado, me enseñó a tener valor y respeto de mí mismo. Él me dio ejemplo encontrando siempre algo valioso en mis palabras, sueños, fantasías y pensamientos, que tomaba siempre en serio y discutía con interés.

—Me ha dicho usted que le gusta la música porque no es moral. De acuerdo. ¡Entonces, no tiene usted que empeñarse en ser moralista! No debe compararse con los demás; y si la naturaleza le ha creado como murciélago, no pretenda ser un avestruz. A veces se considera raro, se acusa de andar por otros caminos que la mayoría. Eso tiene que olvidarlo. Mire al fuego, observe las nubes; y cuando surjan los presagios y comiencen a hablar las voces de su alma, entréguese usted a ellas sin preguntarse primero si le parece bien o le gusta al señor profesor, al señor padre o a no sé qué buen Dios. Así uno se estropea, desciende a la acera y se convierte en fósil. Querido Sinclair, nuestro dios se llama Abraxas, y es dios y diablo; abarca el mundo oscuro y el claro. Abraxas no tiene nada que objetar a ninguno de sus pensamientos, a ninguno de sus sueños. No lo olvide. Le abandonará el día en que sea normal e intachable.

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