Demian (9 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Novela de formación

A pesar de todo, constituía casi un placer sufrir estos tormentos. Había vegetado tanto tiempo, ciego e insensible, y mi corazón había callado tanto tiempo, empobrecido y arrinconado, que esta autoacusación, este horror, todo este sufrimiento espantoso del alma, eran un alivio. Eran al menos sentimientos, sentimientos ardientes en los que latía un corazón. Desconcertado, sentí en medio de la miseria algo así como una liberación y una nueva primavera.

Sin embargo, visto desde fuera, iba yo decididamente cuesta abajo. La primera borrachera dejó pronto paso a otras nuevas. En nuestro colegio se iba mucho de juerga a las tabernas, y yo era uno de los más jóvenes entre los asiduos. Pronto dejé de ser considerado como un chiquillo al que se tolera y me convertí en un cabecilla, famoso y atrevido cliente de las tabernas. Volvía a pertenecer por completo al mundo oscuro, al demonio; y en ese mundo me consideraban un tipo sensacional.

A todo esto, yo me sentía muy mal. Vivía en una orgía autodestructiva y constante; y mientras mis compañeros me consideraban un cabecilla y un jabato, un muchacho valiente y juerguista, mi alma atemorizada aleteaba llena de angustia en lo más profundo de mi ser. Recuerdo que al salir de una taberna un domingo por la mañana me brotaron las lágrimas al ver a unos niños jugando en la calle, limpios y alegres, recién peinados y vestidos de domingo. Y mientras yo me divertía y a menudo, en torno a una mesa sucia en tabernas de baja estofa, asustaba a mis amigos con mi inaudito cinismo, tenía en el fondo del corazón un gran respeto por todo aquello que ridiculizaba y en mi interior me arrodillaba ante mi alma, ante mi pasado, ante mi madre, ante Dios.

Que yo nunca me compenetrara con mis compañeros, que permaneciera solitario entre ellos, tenía su explicación. Yo era todo lo juerguista y todo lo cínico que los demás brutos de nuestro grupo deseaban, y tenía ingenio y valentía en mis pensamientos y palabras sobre los profesores, el colegio, los padres, la Iglesia. También aceptaba los chistes obscenos y hasta me animaba a hacer alguno. Pero nunca acompañaba a mis compinches cuando iban en busca de las chicas. Me encontraba solo y lleno de un profundo deseo de amor, un deseo desesperado, en tanto que mis palabras eran las de un libertino redomado. Nadie era en este punto tan vulnerable y tímido como yo. Y cuando veía pasear a las muchachas jóvenes, arregladas y limpias, alegres y graciosas, me parecían maravillosos sueños de pureza, demasiado buenos y puros para mí.

Durante una temporada tampoco pude entrar en la papelería de la señora Jaggelt porque nada más mirarla me ponía colorado, recordando lo que Alfons Beck me había contado de ella.

Cuanto más solitario y extraño me sentía en aquella compañía, más trabajo me costaba separarme de ella. Verdaderamente no sé ya si el beber y fanfarronear me gustaron alguna vez demasiado; nunca llegué a acostumbrarme a la bebida y siempre sufrí sus penosas consecuencias. Era todo como una obligación. Yo hacía lo que creía que debía hacer; de otra forma, no hubiera sabido qué hacer conmigo mismo. Tenía miedo de los arrebatos, terriblemente intensos, de ternura y timidez a que tendía constantemente. Tenía miedo de los suaves pensamientos amorosos que me asaltaban.

Lo que más echaba de menos era un amigo. Había uno o dos compañeros que me resultaban simpáticos; pero como pertenecían al grupo de los buenos y mis vicios hacía tiempo que no eran ningún secreto, me evitaban. Todos me consideraban un perdido irremisible, bajo cuyos pies se tambaleaba ya el suelo. Los profesores conocían mis trastadas; ya había sido castigado varias veces: mi expulsión definitiva del colegio era algo que todos esperaban. Yo también lo sabía; además, hacía tiempo que no era un buen alumno y que me limitaba a seguir mal que bien las clases, con la convicción de que aquello no podía seguir así mucho tiempo.

Hay muchos caminos por los que Dios puede llevarnos a la soledad y a nosotros mismos. Este fue el camino por el que me condujo entonces a mí. Fue como una pesadilla. A través de basura y viscosidad, sobre vasos de cerveza rotos y en noches enteras de cinismo, me veo a mí mismo, soñador hechizado, arrastrándome desasosegado y atormentado por un camino sucio y feo. Hay sueños así en los que de camino al castillo de la princesa encantada uno queda empantanado en barrizales y callejas llenas de malos olores y basuras. Así me sucedió a mí. De esta manera tan poco refinada, aprendí a estar solo y a levantar entre mi infancia y yo una puerta cerrada por guardianes implacables y resplandecientes. Esto fue un principio, un despertar de la nostalgia de mí mismo.

Aun me asusté cuando mi padre, alarmado por las cartas del director de la pensión, apareció por primera vez en St. y se enfrentó inesperadamente conmigo. Cuando vino por segunda vez, hacia fines del invierno, yo ya estaba endurecido e indiferente; le dejé que me riñera, que me rogara y que me recordara a mi madre. Al final se irritó mucho y dijo que si no cambiaba permitiría que me expulsaran del colegio ignominiosamente y me metería en un correccional. ¡A mí qué me importaba! Cuando partió, me dio pena de él; no había conseguido nada ni había encontrado un camino hasta mí; en algunos momentos, llegué a pensar que le estaba muy bien empleado.

Me tenía sin cuidado lo que iba a ser de mí. A mi modo, extraño y poco agradable, me encontraba en disensión con el mundo y lo expresaba metido en las tabernas y fanfarroneando. Esa era mi manera de protestar, con la que yo mismo me destrozaba; a veces me planteaba la cuestión en los siguientes términos: si el mundo no necesita gente como yo, si no sabe darles otro papel mejor y no puede emplearles en empresas superiores, entonces la gente como yo se irá a pique. Muy bien, que el mundo cargue con eso.

Las vacaciones navideñas de aquel año fueron bastante tristes. Mi madre se asustó al verme. Había crecido aún más y mi rostro delgado tenía un aspecto gris y demacrado, con rasgos cansados y párpados enrojecidos. La primera sombra de bigote y las gafas que llevaba desde hacía poco me hacían más extraño a sus ojos. Mis hermanas retrocedieron entre risitas. Todo fue muy enojoso: enojosa y amarga la conversación con mi padre en su despacho, enojoso saludar a los parientes, enojosa sobre todo la Nochebuena. Aquél había sido siempre el gran día de nuestra casa, la noche de la fiesta y el amor, de la gratitud, de la renovación de la alianza entre mis padres y yo. Esta vez todo resultó agobiante y embarazoso. Como siempre, mi padre dio lectura al Evangelio de los pastores «que cuidan sus rebaños en el campo»; como siempre, mis hermanas contemplaron deslumbradas sus regalos. Pero la voz de mi padre tenía un tono desgarrado y su rostro parecía envejecido y abrumado. Mi madre estaba triste y a mí todo me resultaba desagradable y penoso: los regalos y las felicitaciones, el Evangelio y el árbol de Navidad. Las pastas navideñas olían dulces y exhalaban nubes de recuerdos más dulces aún. El árbol de Navidad despedía su perfume, hablando de cosas que ya no existían. Yo deseaba intensamente que llegara el fin de la noche y de las fiestas.

Y así prosiguió todo el invierno. El claustro de profesores me acababa de amonestar de nuevo y me amenazaba con la expulsión. Aquella situación no iba a durar mucho. Por mí... Sentía un especial rencor contra Max Demian. Durante todo este tiempo no le había vuelto a ver. Al principio de mi estancia en St. le había escrito dos veces pero sin recibir respuesta; por eso no fui a visitarle tampoco durante las vacaciones.

En el mismo parque donde había encontrado en el otoño a Alfons Beck, vi al comenzar la primavera, precisamente cuando los matorrales empezaban a ponerse verdes, a una muchacha que me llamó la atención. Yo había salido a pasear solo, lleno de pensamientos y preocupaciones desagradables porque mi salud estaba debilitada y además me encontraba constantemente en apuros económicos: debía ciertas cantidades a mis compañeros, tenía que inventar gastos necesarios para que me mandaran algo de casa, y había dejado acumular en varias tiendas cuentas de cigarros y cosas por el estilo. No es que estas preocupaciones fueran muy profundas; cuando mi estancia en el colegio tocara a su fin y yo me suicidara o fuera encerrado en un correccional, pensaba, todas estas minucias tampoco tendrían ya mucha importancia. Sin embargo, vivía constantemente cara a cara con estas cosas tan feas y sufría. Aquel día de primavera encontré en el parque a una muchacha que me atrajo mucho. Era alta y delgada, iba vestida elegantemente y tenía un rostro inteligente, casi de muchacho. Me gustó en seguida. Pertenecía al tipo de mujer que yo admiraba y empezó a ocupar mi fantasía. No sería mucho mayor que yo, pero estaba más hecha; era elegante y bien definida, casi ya una mujer, y tenía un aire de gracia y juventud en el rostro que me cautivo.

Nunca había conseguido acercarme a una chica de la que estuviera enamorado, y tampoco esta vez lo conseguí. Pero la impresión que me hizo fue más profunda que todas las anteriores y la influencia de este enamoramiento sobre mi vida fue decisiva.

De pronto volvió a alzarse ante mis ojos una imagen sublime y venerada. ¡Ah! ¡Ninguna necesidad, ningún deseo en mí tan profundo y fuerte como el de venerar y adorar! Le puse el nombre de Beatrice, nombre que conocía, sin haber leído a Dante, por una pintura inglesa cuya reproducción guardaba: una figura femenina, prerrafaelista, de esbeltos y largos miembros, cabeza fina y alargada y manos y rasgos espiritualizados. Mi joven y bella muchacha no se le parecía del todo, aunque tenía esa esbeltez un poco masculina que tanto me gustaba y algo de la espiritualidad del rostro.

Nunca crucé con Beatrice ni una palabra. Sin embargo, ejerció en aquella época una influencia profundísima sobre mí. Colocó ante mí su imagen, me abrió un santuario, me convirtió en un devoto que reza en un templo. De la noche a la mañana dejé de participar en las juergas y correrías nocturnas. De nuevo podía estar solo. Recobré el gusto por la lectura, por los largos paseos.

Esta súbita conversión me hizo blanco de todas las burlas. Pero ahora tenía algo que querer y venerar; tenía otra vez un ideal, la vida volvía a rebosar de intuiciones y misteriosos presagios; y aquello me inmunizaba. Volvía a encontrarme a mí mismo, aunque como esclavo y servidor de una imagen venerada.

No puedo recordar aquel tiempo sin cierta emoción. Otra vez intentaba reconstruir con sincero esfuerzo un «mundo luminoso» sobre las ruinas de un período de vida desmoronado. Otra vez vivía con el único deseo de acabar con lo tenebroso y malo en mi interior y de permanecer por completo en la claridad, de rodillas ante unos dioses. Al menos, el «mundo luminoso» de ahora era mi propia creación; ya no trataba de refugiarme y cobijarme en las faldas de mi madre y en la seguridad irresponsable. Era un nuevo espíritu de sumisión, creado y exigido por mí mismo, con responsabilidad y disciplina. La sexualidad bajo la que sufría y de la que siempre iba huyendo, se vería purificada en este fuego y convertida en espiritualidad y devoción. Ya no habría nada oscuro ni feo; se acabarían las noches en vela, las palpitaciones del corazón ante imágenes obscenas, el escuchar tras puertas prohibidas, la concupiscencia. En su lugar levantaría yo mi altar con la imagen de Beatrice; y, al consagrarme a ella, me consagraría al mundo del espíritu y a los dioses. La parte de vida que arrebataba a las fuerzas del mal, la sacrificaba a las de la luz. Mi meta no era el placer, sino la pureza; no la felicidad, sino la belleza y el espíritu.

Este culto a Beatrice transformó del todo mi vida. Todavía ayer un cínico precoz, era ahora sacerdote de un templo, con el deseo de convertirme en un santo. No sólo renuncié a la mala vida, a que me había acostumbrado, sino que intenté cambiar en todo e imbuir de pureza, nobleza y dignidad hasta el comer, el beber, el hablar y el vestir. Empezaba la mañana con abluciones frías, que en un principio me costaron gran esfuerzo de voluntad. Me comportaba seria y dignamente, andaba muy derecho, con paso lento y parsimonioso. Para un espectador todo aquello debía resultar ridículo; para mí, era puro culto divino.

Entre las nuevas actividades con que yo intentaba expresar el espíritu nuevo que me animaba, hubo una que adquirió gran importancia para mí. Empecé a pintar. Todo comenzó porque la pintura inglesa de Beatrice, que yo poseía, no se parecía del todo a aquella muchacha. Quería pintarla para mí. Con una alegría y una esperanza totalmente nuevas reuní en mi cuarto —hacía poco que tenía uno propio— papel, colores y pinceles y preparé paleta, vasos, platillos y lápices. Los finos colores de temple en sus pequeños tubos me entusiasmaban. Había entre ellos un verde fogoso que aún me parece ver resplandecer en el pequeño cuenco de porcelana blanca.

Empecé con cuidado. Pintar un rostro era difícil; preferí ensayarme antes con otros temas. Pinté ornamentos, flores, pequeños paisajes imaginarios, un árbol junto a una ermita, un puente romano con cipreses. A veces me perdía del todo en aquel juego, feliz como un niño con su caja de colores. Por fin, comencé a pintar a Beatrice.

Los primeros dibujos fracasaron y los tiré. Cuanto más intentaba imaginarme el rostro de la muchacha, a la que solía ver por la calle, menos lo conseguía. Por fin renuncié a ello y me puse a dibujar simplemente un rostro, siguiendo a mi fantasía y las direcciones que surgían del pincel y los colores. Resultó un rostro imaginario y no me disgustó. Seguí inmediatamente haciendo nuevos ensayos. Cada dibujo era más elocuente, se aproximaba más al tipo deseado, aunque no a la realidad.

Me fui acostumbrando más y más a trazar líneas con pincel soñador y a llenar superficies que no correspondían a modelo alguno y que resultaban un tanteo caprichoso del subconsciente. Un día pinté, casi sin darme cuenta, un rostro que me decía más que los anteriores. No era el rostro de aquella muchacha ni pretendía serlo. Era otra cosa, algo irreal pero no menos valioso. Parecía más una cabeza de muchacho que de muchacha; el pelo no era rubio sino castaño, con un matiz rojizo; la barbilla enérgica y firme contrastaba con la boca, que era como una flor roja: el conjunto resultaba un poco rígido, con algo de máscara, pero impresionante y lleno de vida secreta.

Cuando contemplé mi obra terminada, me hizo una extraña impresión. Me parecía una especie de ídolo o máscara sagrada, medio masculina, medio femenina, sin edad, a la vez enérgica y soñadora, tan rígida como misteriosamente viva. Este rostro me decía algo, me pertenecía, me exigía. Y además tenía un parecido con alguien, no sabía con quién.

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