Demian (5 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Novela de formación

—Oh, no, en absoluto.

—¿Lo ves? Pero hay personas de las que tienes miedo.

—No sé... ¡Déjame!, ¿qué quieres de mí?

Demian seguía a mi lado, aunque yo había acelerado el paso pensando en huir. Sentía su mirada sobre mí.

—Suponte —continuó— que yo te quiero ayudar. Desde luego, no tienes por qué temerme. Me gustaría hacer un experimento contigo; es divertido, y además aprenderás algo, lo que nunca esta de más... Verás, de vez en cuando me ensayo en el arte de leer los pensamientos. No se trata de brujería; pero cuando no se sabe cómo se hace, resulta muy extraño. Se puede desconcertar mucho a la gente. Vamos a probar contigo. Bueno, yo te tengo simpatía, me intereso por ti, y me gustaría descubrir cómo eres por dentro. Para ello ya he dado el primer paso. Te he asustado: eres, pues, asustadizo. Hay cosas y personas que te asustan. ¿Por qué? No es necesario tener miedo de nadie. Si se teme a alguien, es porque ese alguien tiene poder sobre uno. Por ejemplo, se ha cometido algo malo y otro lo sabe; entonces, esa persona tiene poder sobre ti. ¿Comprendes? ¿Está claro, no?

Le miré aturdido. En lo que decía había seriedad e inteligencia, como siempre; pero ninguna ternura, sino más bien severidad, justicia o algo parecido. No supe qué decir. Me parecía tener un mago ante mí.

—¿Comprendes? —me preguntó otra vez.

Asentí con la cabeza. No podía decir nada.

—Ya te dije —continuó— que resulta muy raro esto de leer los pensamientos, pero tiene una explicación completamente normal. Por ejemplo, podría decirte con exactitud lo que pensaste de mí cuando te conté la historia de Caín y Abel. Pero, vamos, esto no viene a cuento. Incluso creo posible que hayas soñado conmigo. Dejémoslo. Eres un chico inteligente. ¡Los demás son tan tontos...! De vez en cuando me gusta charlar con un chico sensato, en el que pueda confiar. ¿Te parece bien?

—Desde luego. Aunque no comprendo...

—Sigamos con nuestro experimento. Hemos descubierto que el muchacho 5. es asustadizo. Teme a alguien; probablemente comparte con ese alguien un secreto que le resulta incómodo. ¿Es así, más o menos?

Como en el sueño, sucumbí a su voz y a su influjo. Asentí. ¿No hablaba por él una voz que sólo podía salir de mí mismo? ¿Que lo sabía todo? ¿Que sabía todo mejor y con más claridad que yo?

Demian me dio una fuerte palmada en la espalda.

—Entonces, estoy en lo cierto. Ya me lo imaginaba. Ahora, otra pregunta: ¿sabes cómo se llama el chico que se marchó hace un rato?

Me quedé aterrado. Mí secreto, violado, se retorcía dolorosamente en mí interior, no queriendo salir a la luz.

—¿Qué chico? No había ningún chico aquí, solamente yo. Se echó a reír. —Dilo, anda —dijo riendo—. ¿Cómo se llama?

Murmure:

—¿Te refieres a Franz Kromer?

Asintió satisfecho.

—¡Bravo! Eres un gran chico. Nos haremos buenos amigos. Ahora tengo que decirte una cosa: ese Kromer, o como se llame, es una mala persona. Su cara me dice que es un golfo. ¿Qué te parece a ti?

—¡Oh, sí —suspiré—, es malo! ¡Es un demonio! ¡Pero que no se entere! ¡Por Dios, que no se entere! ¿Le conoces? ¿Te conoce él a ti?

—Tú, tranquilo. Se ha marchado y no me conoce..., al menos todavía. Pero me gustaría conocerlo. ¿Va a la escuela?

—Sí.

—¿A qué clase?

—A la quinta. ¡Pero no le digas nada! Por favor, no le digas nada, te lo suplico.

—No te asustes, que no pasará nada. Probablemente no tendrás muchas ganas de contarme algo más de ese Kromer, ¿verdad?

—¡No puedo! ¡No! ¡Déjame!

Permaneció en silencio un rato.

—Es una pena —prosiguió—, podríamos haber continuado el experimento. Pero no quiero martirizarte. Te darás cuenta de que ese miedo que te produce no es bueno, ¿verdad? Un miedo así nos va destrozando, hay que liberarse de él. Tienes que hacerlo sí quieres convertirte en un hombre. ¿Comprendes?

—Sí, tienes toda la razón..., pero no puede ser. No sabes...

—Ya has visto que algo sé, más de lo que tú creías. ¿Acaso le debes dinero? —Sí, eso también, pero no es lo más importante. ¡No puedo decírtelo, no puedo!

—¿No te serviría de nada sí yo te diera todo el dinero que le debes? Podría muy bien dártelo.

—No, no. No es eso. Y te ruego que no digas a nadie nada. ¡Ni una palabra! —Confía en mí, Sinclair. Ya me contarás un día tus secretos... — ¡Nunca! ¡Jamás! — grité violentamente.

—Como tú quieras. Sólo pienso que quizá más adelante me cuentes más cosas. ¡Voluntariamente, por supuesto! ¿No irás a creer que yo voy a actuar como el mismísimo Kromer?

—¡Oh, no! ¿Pero no sabes nada de todo esto?

—Nada. Únicamente pienso sobre ello. Y nunca haré lo que hace Kromer, puedes creerme. Además, a mí no me debes nada.

Nos callamos un rato y me tranquilicé un poco. Pero lo que sabía Demian cada vez me parecía más misterioso.

—Me voy a casa —dijo, y se apretó más su abrigo bajo la lluvia—. Aún quería decirte otra cosa, ya que hemos ido tan lejos: deberías librarte de ese tipo. Sí no puedes de otra manera, mátalo.

Me impresionaría y me gustaría que lo hicieras. Yo te ayudaría. El miedo me asaltó de nuevo. Recordé de pronto la historia de Caín. Aquello empezaba a ser terrible y empecé a llorar silenciosamente. Había demasiados enigmas a mí alrededor.

—Bueno, bueno —sonrió Max Demian—, anda, vete a tu casa. Ya lo arreglaremos. Aunque matarlo sería lo más sencillo. En estos casos, lo más sencillo es siempre lo mejor. No estás tú en buenas manos con tu amigo Kromer.

Al llegar a casa me pareció que había estado fuera un año. Todo tenía otro aspecto. Entre Kromer y yo había surgido algo como un futuro, como una esperanza. ¡Ya no estaba solo! Y ahora me di cuenta de lo espantosamente solo que había permanecido durante semanas y semanas con mi secreto. Enseguida volví a pensar lo de tantas veces: que una confesión a mis padres me aliviaría pero no me redimiría por completo. Casi me había confesado a otro, a un extraño; y el presentimiento de liberación volaba hacia mí como un fuerte perfume.

De todos modos, mi miedo no había aún desaparecido ni mucho menos. Estaba preparado para largas y horribles disputas con mi enemigo. Por eso me pareció muy raro que todo transcurriera con tanta tranquilidad, calma y secreto.

El silbido de Kromer delante de mi casa no se oyó durante un día, dos, tres, una semana. No me atrevía a creerlo; y en mi fuero interno estaba alerta, no fuera a aparecer de pronto, precisamente cuando menos lo esperaba. ¡Pero no apareció! Desconfiando de la nueva libertad, no terminaba de creerlo. Hasta que por fin me encontré con Franz Kromer en la calle. Bajaba por la Seilergasse, justo a mi encuentro. Al verme se estremeció, torció la cara en una mueca terrible y se volvió sin más para no tener que encontrarse conmigo.

Aquello fue para mi un momento indescriptible. ¡Mi enemigo huía de mí! ¡ Mi verdugo me tenía miedo! La alegría y la sorpresa me traspasaron por completo.

Por aquellos días volví a ver a Demian, que me esperaba a la puerta del colegio. —¡Hola! —dije.

—Buenos días, Sinclair. Quería saber cómo te va. Supongo que Kromer te deja ahora tranquilo.

—¿Es cosa tuya? Pero ¿cómo lo has conseguido? No lo comprendo. ¡Ha desaparecido por completo!

—Muy bien. Y por si acaso se le ocurre volver —creo que no lo hará, pero es un caradura—, dile entonces que se acuerde de Demian.

—Pero ¿cómo te las has arreglado? ¿Te has peleado con él, le has pegado?

—No, eso no me gusta. Sólo he hablado con él, como he hecho contigo, y le he explicado que sería mucho mejor para él que te dejara en paz. —¿No le habrás dado dinero?

—No, querido. Ese camino ya lo has intentado tú.

Se separó de mí, aunque yo intenté preguntarle más cosas. Me quedé con el viejo y confuso sentimiento que Demian me inspiraba, mezcla extraña de agradecimiento y recelo, admiración y miedo, simpatía y repulsa.

Me propuse verle pronto, para hablar más con él de todo y también de la historia de Caín.

No llegué a hacerlo.

La gratitud es una virtud en la que no tengo ninguna fe, y pedírsela a un niño me parece un error; así que no me sorprende demasiado la total ingratitud que demostré a Max Demian. Hoy tengo la certeza de que hubiera enfermado y me hubiera estropeado para toda la vida si él no me hubiera liberado de las garras de Kromer. Ya entonces sentí aquella liberación como el acontecimiento más grande de mi joven vida; pero al libertador mismo, cuando hubo llevado a cabo el milagro, lo dejé a un lado.

Como he dicho, la ingratitud no me resulta extraña. Sólo me sorprende la falta de curiosidad que demostré. ¿Cómo era posible que yo siguiera viviendo un solo día con tranquilidad sin intentar acercarme a los misterios con que Demian me había puesto en contacto? ¿Cómo podía dominar el deseo de oír más cosas sobre Caín, sobre Kromer y la lectura de pensamientos?

Es incomprensible, pero así fue. Me vi de pronto liberado de unas redes diabólicas; el mundo se me ofrecía de nuevo luminoso y alegre; ya no me asaltaban los miedos y las angustiosas palpitaciones. El maleficio estaba roto; ya no era un condenado sometido a terribles torturas, sino otra vez un colegial, como antes. Mi naturaleza intentaba volver con toda rapidez al equilibrio y a la tranquilidad y se esforzaba sobre todo en apartar y olvidar todo lo feo y amenazador. Mi memoria olvidó con fantástica rapidez toda la historia de mi culpa y mis miedos, sin dejar aparentemente una cicatriz o una huella.

También comprendo hoy que olvidara a mi salvador con la misma rapidez. Del valle de lágrimas de mi condenación, de la espantosa esclavitud a Kromer huí con todos los instintos y las fuerzas de mi alma maltrecha a refugiarme allí donde me había sentido feliz y tranquilo: al paraíso perdido que se volvía a abrir, al mundo claro de los padres y de las hermanas, a la fragancia de la pureza, a la gracia del Dios de Abel.

El mismo día de mi breve conversación con Demian, cuando me convencí del todo de mi recobrada libertad y ya no temí las recaídas, hice lo que tantas veces y tan ardientemente había deseado: confesé. Fui a mi madre, le enseñé la hucha con el cierre roto y llena de fichas en lugar de dinero, y le conté cómo me había encadenado por mi propia culpa a un malvado verdugo durante largo tiempo. Ella no comprendió todo; pero vio mi hucha, mi mirada transformada, oyó mi voz y sintió que yo había sanado, que su hijo le había sido devuelto.

Y entonces celebré con elevados sentimientos la fiesta de mi reintegración, la vuelta al hogar del hijo pródigo. Mi madre me condujo ante mi padre; se repitió la historia, interrumpida por preguntas y exclamaciones de asombro. Mis padres me acariciaban la cabeza y suspiraban, aliviados de su preocupación. Todo era maravilloso, todo era como en los cuentos, todo se resolvía en una fantástica armonía.

En ella me refugié con verdadero apasionamiento. No me saciaba de comprobar que había conseguido otra vez mi paz y la confianza de mis padres. Me convertí en un niño modelo. Jugaba más que nunca con mis hermanas y durante los rezos me unía a las entrañables y viejas canciones y plegarias con el sentimiento del que ha sido liberado de las culpas. Lo hacía de todo corazón; en aquello no había engaño.

Sin embargo, las cosas no estaban en orden. Y aquí está la razón que explica mi ingratitud hacia Demian de una manera satisfactoria. ¡Debía haberme confesado a él! La confesión habría resultado menos decorativa y emocionante, pero hubiera sido para mí más fructífera. Ahora yo me agarraba con todas mis raíces a mi antiguo mundo paradisíaco; había vuelto a él, y fui acogido con clemencia. Demian no pertenecía a este mundo, no encajaba en él. Además, también él —de otro modo que Kromer— era un seductor que me unía al mundo malo y corrupto; ahora que volvía a ser Abel, yo no quería traicionar a Abel y ayudar a ensalzar a Caín.

Hasta aquí, el proceso exterior. El interior, sin embargo, era otro; me sentía liberado de las garras de Kromer y del diablo, pero no por mi propia fuerza o mérito. Había intentado caminar por los caminos del mundo, pero éstos habían resultado demasiado inseguros para mí. Ahora que una mano amiga me había salvado, yo huía, sin echar una mirada atrás, al regazo de mi madre y a la seguridad de una infancia protegida y piadosa. Me hice más joven, dependiente e infantil de lo que en verdad era. Me sentí obligado a sustituir la dependencia de Kromer por otra nueva, pues era incapaz de andar solo. Elegí con mi ciego corazón la dependencia de mis padres, del viejo y querido «mundo de luz», del que ya sabía que no era el único. De no haberlo hecho así, tendría que haberme decidido por Demian y haberle confiado todo. Me pareció justificarme por la desconfianza que me inspiraban sus extraños pensamientos; en el fondo, no era más que miedo. Porque Demian me hubiera exigido más que los padres, mucho más; él hubiera intentado hacerme más independiente, con estímulos y reprimendas, con burlas e ironía. Si, eso lo sé yo; nada hay más molesto para el hombre que seguir el camino que le conduce a sí mismo.

Sin embargo, no pude evitar que medio año más tarde, en un paseo con mi padre, surgiera la pregunta de por qué algunas gentes opinaban que Caín era mejor que Abel. Se quedó muy sorprendido y me explicó que era una interpretación bastante antigua que databa de los primeros tiempos del cristianismo; se había enseñado en determinadas sectas, entre ellas la llamada de los «cainitas». Naturalmente, esta disparatada teoría no era más que un intento del demonio para destruir nuestra fe; porque si creemos en el derecho de Caín y en la falta de derecho de Abel, entonces resulta que Dios se ha equivocado y que el Dios de la Biblia no es el único verdadero sino un Dios falso. En realidad, esto es lo que habían predicado los cainitas. Pero esta herejía había desaparecido hacía mucho y le sorprendía que un compañero mío hubiera llegado a saber algo de ella. De todos modos, me aconsejó seriamente que olvidara aquellos pensamientos.

3. El mal ladrón

Se podrían contar cosas hermosas, delicadas y amables de mi infancia, de mi seguridad junto a los padres, del amor filial y de la vida apacible, caprichosa en aquel ambiente suave, cariñoso y diáfano. Pero sólo me interesan los pasos que di en la vida para llegar a mí mismo. Todos los bellos momentos de reposo, los islotes de felicidad y los paraísos cuyo encanto conocí quedan en la lejanía resplandeciente y no deseo volver a pisarlos.

Por eso, al evocar mi juventud, hablaré sólo de lo nuevo que me salió al encuentro, impulsándome adelante y desarraigándome.

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