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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Demonio de libro (20 page)

—Pero hay espías, ¿sabe usted?

—Lo sé.

—Y ladrones.

—Desde luego. Por todas partes. Algo como esto, algo tan importante, atrae a los depredadores, no cabe duda. Pero usted tiene amigos.

—Menos de los que creía —respondió Gutenberg, tenso y con un lúgubre tono—. Allá donde mire hay corrupción.

—Pero cuenta también con ayuda del Cielo —dije—. He visto a ambos bandos; están en su tejado ahora mismo.

—Ambos bandos, ¿eh? —Elevó la mirada al techo por un momento.

—Sí, ambos. Lo juro. No está usted solo.

—Lo jura.

—Acabo de hacerlo. Y hay más guerreros en las calles, moviéndose por el suelo bajo los pies de la gente.

—¿Dice la verdad? —preguntó Gutenberg al arzobispo.

Antes de poder responder, su excelencia tuvo que masticar y tragar el bocado de cerdo que había mordido a escondidas. Intentó contestar con la boca aún medio llena, pero sus palabras eran incomprensibles. Así que esperamos otro minuto, más o menos, mientras vaciaba su boca por completo. Entonces dejó el hueso de cerdo en la bandeja en la que se lo habían servido, se limpió la mano y los labios con la fina servilleta que había junto a ella y terminó con un trago de vino antes de decir:

—Por su lamentable estado, este visitante tuyo sabe de lo que habla. Y sé a ciencia cierta que las fuerzas angelicales nos acompañan, reunidas como consecuencia de la petición que realicé al papa. Era inevitable que su presencia aquí despertase el interés del Caído; eso no debería sorprendernos. Y tampoco debería sorprendernos que haya enviado a sus alimañas para luchar con aquellos a los que el papa pidió que te protegieran.

—Así que ahora están luchando en el tejado de mi taller —dijo Gutenberg moviendo la cabeza con incredulidad.

—Y en la calle —añadió el arzobispo, tomando ese detalle de mi relato para mejorar el suyo. Sinceramente, dudo que aquel hombre hubiera visto en su vida alguna criatura que antes no hubiese sido condimentada y asada a su gusto. Pero, al parecer, el peso de sus ropajes, cruces y anillos dotaba de credibilidad a sus palabras.

—Nos encontramos rodeados por soldados del Señor —dijo dirigiéndose a Gutenberg—. Se trata de ángeles guerreros, Johannes, cuyo único propósito es protegerte a ti y a lo que has creado de cualquier daño.

—Y hablando de eso… —comencé.

—¡No he terminado! —me espetó el arzobispo. Un fibroso pedazo de cerdo grasiento se le escapó de la boca y aterrizó en mi mejilla. Su vulgaridad hizo que reordenase mi lista de ejecuciones: su excelencia ilustrísima el escupidor de cerdo acababa de ascender al segundo puesto, justo por debajo de Quitoon.

Quitoon. ¡Ja! Aunque había llegado allí persiguiéndolo a él, habían ocurrido y estaban ocurriendo tantas cosas que lo había olvidado por un momento, lo cual resultaba un agradable alivio. Me había pasado demasiados años pensando en él y solo en él. Siempre había estado preocupado por su comodidad, intimidado por sus ataques de ira; me angustiaba cada vez que decidía hacer una de sus escapadas y me sentía patéticamente agradecido cuando regresaba a mí. Pero, paradojas de la vida, aquella persecución final me había conducido hasta un escenario en el que se estaba representando un drama más trascendente que el amor, un escenario ideal para que el agente de la destrucción en que mis penas me habían convertido causase daño. Si tan solo una parte de lo que se decía de la creación de Gutenberg resultaba ser cierta, al destruirla (Dios, qué extraño pronunciar estas palabras, y mucho más considerar hacerlas realidad) estaría hiriendo al mundo.

Qué dulce pensamiento.

—¿Qué opina usted, señor B.?

Había perdido por un momento el hilo de la conversación mientras cavilaba sobre la destrucción y el amor. Para ganar un poco de tiempo que me permitiera pensar, repetí la pregunta:

—¿Qué opino yo? Ahora que lo pregunta, ¿qué opino yo?

—¿Cómo puede dudarlo? —dijo el arzobispo, golpeando la base de su báculo sobre las tablas desnudas del suelo del taller para enfatizar sus sentimientos—. El Diablo no ganará esta batalla.

Entonces comprendí lo que me había perdido: Gutenberg había expresado alguna duda con respecto a que la batalla que se estaba librando en los alrededores de su casa (y en el tejado, hacia el Cielo y en los cimientos, hacia el Infierno) llegase a su fin. A juzgar por su preocupado aspecto, Gutenberg no se sentía para nada seguro de que la legión angelical se alzase victoriosa. La reacción del arzobispo fue rotunda:

—No dudes del poder del Señor, Johannes —advirtió.

Gutenberg no respondió, lo cual exacerbó aun más al arzobispo, quien martilleó de nuevo las tablas del suelo con su deslumbrante báculo.

—¡Usted! —exclamó volviéndose en mi dirección y golpeando el suelo por tercera vez, por si no me había dado cuenta de que estaba siendo bendecido con su atención—. Sí, señor B., ¿cuál es su opinión sobre este asunto?

—Que estamos a salvo, vuestra excelencia. Sí, la batalla es feroz, pero se ha desatado ahí fuera. Aquí estamos protegidos por vuestra presencia; ningún soldado del Infierno osaría entrar en esta fortaleza con la sagrada presencia de vuestra excelencia ilustrísima para ahuyentarlo.

—¿Lo ves? —dijo el arzobispo—. Hasta el visitante de tu sueño lo comprende.

—Además —añadí, incapaz de resistirme a aquella diversión— ¿cómo iba a entrar? ¿Llamando a la puerta principal e invitándose a sí mismo a entrar?

Gutenberg pareció encontrar sentido a aquel razonamiento y se tranquilizó:

—¿Entonces nada puede deshacer lo que he creado?

—Nada —respondió el arzobispo.

Gutenberg me miró:

—Nada —repetí yo.

—Entonces tal vez debería mostrárselo —sugirió.

—Solo si usted lo desea —contesté suavemente.

—Lo deseo —dijo sonriendo.

Me guió a través de la habitación hasta la pesada puerta con las palabras «No pasar» talladas en la madera. La golpeó con los nudillos varias veces a modo de contraseña de entrada y la puerta, que era dos veces más gruesa que cualquier otra que haya visto en mi vida, se abrió. No alcanzaba a ver lo que había tras ella, ya que Gutenberg bloqueaba mi visión, pero percibí el aroma amargo y oleaginoso que atravesó la puerta como una ola grasienta.

—¿Qué es ese olor?

—Tinta, por supuesto —respondió Gutenberg—. Para imprimir las palabras.

Debería haber captado la advertencia que suponía aquel «por supuesto»: Gutenberg esperaba que supiera que él era mucho más que un común copiador de libros. Pero cometí un gran y estúpido error.

—¿Entonces copia usted libros? —pregunté—. ¿Qué ha inventado? ¿Una nueva pluma?

Pretendía que fuese una broma, pero Gutenberg no le encontró la gracia. Se detuvo en el último escalón impidiendo que yo descendiese más:

—Aquí no copiamos libros —dijo con un tono muy poco amigable.

Sentí el peso de la mano y los anillos del arzobispo sobre mi hombro. Iba detrás de mí y me bloqueaba la salida con el báculo y con su cuerpo.

—¿A qué vienen tantas preguntas, Botch? —preguntó.

—Me gusta aprender.

—Pero ha estado en los sueños de Gutenberg. O al menos afirma haber estado. ¿Cómo es posible que haya estado en la mente de un hombre consumido por una gran labor y no haya visto dicha labor?

Estaba atrapado, cercado por su excelencia por detrás, el genio por delante y mi estúpida boca en medio.

Fue mi lengua la que me metió en aquel pequeño lío, así que le rogué en silencio que me sacara de él.

—Supongo que está hablando de su reproductógrafo —dije. Estoy convencido de que en mis ojos se reflejó una cierta sorpresa al oír aquella rareza de seis sílabas emergiendo espontáneamente de entre mis labios.

—¿Debería llamarlo así? —dijo Gutenberg. El tono glacial que había asomado a su voz momentos antes ya se había derretido. Bajó el último escalón y se volvió para mirarme—. Estaba pensando en llamarlo imprenta.

—Sí, supongo que podría —respondí lanzando una mirada al arzobispo y mostrando un aristocrático mal humor—. ¿Seríais tan amable de retirar vuestra mano de mi hombro, vuestra enjoyada excelencia ilustrísima?

Se produjeron una serie de carcajadas apenas contenidas entre los trabajadores de la inmensa estancia que se extendía tras Gutenberg, e incluso el adusto genio permitió que la risa aflorara en sus ojos cuando oyó el modo en que me dirigía al arzobispo. Su excelencia retiró la mano, como era de esperar, no sin antes clavarme los dedos para informarme de un modo silencioso de que me estaría vigilando de cerca. Mientras tanto, Gutenberg se volvió hacia el taller y me invitó a que lo siguiera. Eso hice: bajé el último peldaño, entré en el taller y por fin pude ver el aparato que había causado todo el conflicto que se estaba produciendo alrededor, encima y debajo de la casa de Gutenberg.

El invento presentaba un remoto parecido con una prensa de uvas, pero gran parte de su construcción había sido totalmente diseñada por Gutenberg. Observé como uno de los tres hombres que se ocupaban del funcionamiento de la imprenta cogía una hoja de papel y la colocaba con cuidado sobre una cama de madera manchada de tinta.

—¿Qué está imprimiendo ahora? —pregunté al genio.

Cogió al azar una página de las doce o más que pendían sobre nuestras cabezas y que habían sido cuidadosamente colgadas de cordeles para que se secasen:

—Quise empezar con la Biblia.

—«Al principio existía la Palabra» —dije.

Por suerte para mí, Gutenberg conocía el resto de la cita, porque lo único que yo recordaba del Evangelio según Juan eran aquellas cinco palabras. Poco después de leerlas, había vuelto a tirar el libro entre la basura del Noveno Círculo, que era donde lo había encontrado.

—«Y la Palabra estaba junto a Dios» —prosiguió Gutenberg.

—La Palabra… —murmuré y, volviéndome hacia el arzobispo, dije—: ¿Creéis que se trataba de alguna palabra en concreto?

Me dedicó una mirada silenciosa y despectiva, como si responderme fuese indigno de él.

—Solo preguntaba —me disculpé, encogiéndome de hombros.

—Este es mi capataz, Dieter. Saluda al señor B., Dieter.

Un hombre joven y calvo que trabajaba en la imprenta, con las manos y el mandil decorados con abundantes manchas y huellas de tinta, alzó la vista y me saludó con la mano.

—Dieter me convenció de que deberíamos empezar con algo más modesto que la Biblia, así que estoy probando la prensa imprimiendo un libro de gramática escolar…

—¿La
Ars Grammatica
? —dije, tras haber atisbado aquellas palabras en la portada, que se estaba secando al otro lado del taller. (Mi visión demoníaca veía lo que la mayoría de los ojos humanos nunca habrían conseguido leer, y Gutenberg se mostró encantado de que conociese el libro.)

—¿Está familiarizado con ella?

—La estudié cuando era mucho más joven. Pero, por supuesto, la copia que tenía mi tutor era valiosísima. Y muy cara.

—Mi imprenta pondrá fin a los elevados costes de los libros, porque fabricará muchos de la misma manera, a partir de una placa con todas las letras marcadas. Al revés, claro.

—¡Al revés! ¡Ja! —Aquello me gustó por algún motivo. Alzó el brazo y tiró de otra de las hojas que se secaban sobre nuestras cabezas:

—Persuadí a Dieter de que podríamos imprimir algo que no fuese tan aburrido como un libro de gramática, así que acordamos imprimir también un poema de las
Profecías Sibilinas
.

Dieter escuchaba todo esto. Alzó la mirada y dedicó una cariñosa y fraternal sonrisa a Gutenberg. Resultaba evidente que Gutenberg era uno de esos hombres que inspiran devoción en sus empleados.

—Es hermoso —dije, mientras Gutenberg me daba las páginas.

Las líneas del poema eran pulcras y legibles. La primera letra no tenía una elaborada ilustración, como las que los monjes solían tardar meses en crear en sus manuscritos. Pero la página poseía otras virtudes: los espacios entre las palabras eran exactamente del mismo tamaño y el diseño de las letras hacía que el poema resultase maravillosamente fácil de leer.

—El papel parece ligeramente húmedo —observé.

Gutenberg parecía complacido:

—Es un pequeño truco que alguien me enseñó —dijo—. El papel se humedece antes de imprimir sobre él. Pero eso ya lo sabe, desde luego. Me lo dijo en mi sueño.

—¿Y tenía razón?

—Sí, señor. Tenía usted mucha razón. No sé cómo me las habría arreglado sin el regalo de su conocimiento.

—Fue un placer —dije devolviéndole la hoja con el poema y paseándome a lo largo de toda la habitación, desde donde se encontraba la imprenta hasta el lugar en el que otros dos hombres trabajaban con fervor para ordenar líneas de letras invertidas en placas de madera. Todas las partes imprescindibles de una frase (las letras mayúsculas y minúsculas, los espacios de separación, todos los números y, por supuesto, la puntuación) estaban en aquellas cuatro tablas, de modo que ambos podían trabajar sin estorbar al otro. Al contrario que Dieter y sus compañeros que trabajaban con la prensa, quienes abandonaron por un momento sus tareas para mirarnos cuando entramos e incluso se rieron cuando me burlé del arzobispo, estos dos estaban tan inmersos en su trabajo, consultando constantemente una copia manuscrita del texto en el que estaban concentrados, que ni siquiera levantaron la vista. Resultaba tan fascinante observar su labor como, probablemente, difícil realizarla. Me sentí transportado a una especie de trance mientras los miraba.

—Todos los hombres han firmado un juramento de silencio —dijo Gutenberg— así que nadie excepto nosotros debería ostentar el poder de esta prensa.

—Muy bien —respondí.

Resulta que ahora todas las revelaciones, como tales, prácticamente se han acabado; que solo me queda un secreto de cierta importancia que contar. Y por ello tal vez un alma sabia como la tuya, cansada de jueguecitos y amenazas de patio de colegio que en ocasiones han salido de mí
(mea culpa, mea máxima culpa
), pueda pensar que este no es un momento inapropiado para renunciar por completo al libro.

Sí, te estoy concediendo una última oportunidad, amigo. Llámame sentimental, pero no tengo demasiados deseos de asesinarte, como sabes que haré si llegas hasta la última página. Estoy mucho más cerca de ti ahora mismo de lo que estaba cuando te dije por primera vez que midieras mis pasos. Con cada página que pasas puedo oír cómo hablas entre clientes mientras la vuelves y, desde luego, puedo olerte y saborear tu sudor. Estás incómodo, ¿verdad? Una parte de ti quiere hacer lo que te he pedido y quemar el libro.

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