Demonio de libro (15 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Entonces el rayo de sol se esfumó y él desapareció de mi vista.

Quizá si hubiese tenido más valor, habría regresado en aquel preciso momento. Habría corrido hasta él, llamándolo por su nombre, arriesgándome a que me arrojase una nueva oleada de fuego o a que estuviese dispuesto a perdonarme.

¡Demasiado tarde! El sol se había ido y el humo ocultaba todo lo que se encontraba en aquella dirección, incluido a Quitoon.

Me quedé en medio de la carretera durante al menos media hora, esperando que él emergiese del humo y se dirigiese a mí, dispuesto a que olvidásemos los enfados estúpidos.

Pero no. Para cuando el humo se desvaneció y pude ver claramente la carretera extendiéndose hasta el tembloroso horizonte, él se había ido. Ya hubiese apresurado el paso hasta desaparecer de mi vista, ya hubiese abandonado la carretera para continuar su viaje atajando por el campo, el caso era que se había ido, lo cual me planteaba un desagradable dilema: si continuaba en la dirección en la que había huido, me dirigiría a un mundo que había recorrido durante un siglo sin toparme con un solo miembro de tu especie en quien poder confiar; por otro lado, si daba la vuelta y seguía la carretera hasta Mainz con la esperanza de hacer las paces con Quitoon, ponía en peligro mi propia vida. Desde el punto de vista racional, mi futuro dependía de lo que yo creyera: si de verdad había intentado matarme con aquella ola de fuego o si solo pretendía aterrorizarme por haberle llamado estúpido. En el calor del momento estaba convencido de que había querido quitarme la vida, pero ahora tenía esperanzas de lo contrario. Después de todo, ¿acaso no había visto su rostro, bajo la luz del sol, purgado de toda la repugnancia y la rabia que yo le había inspirado?

A decir verdad, no importaba si me había perdonado o no. Existía un motivo muy simple por el que necesitaba apartar de mi cabeza todos mis miedos a las verdaderas intenciones de Quitoon: no podía concebir la vida en la Tierra sin su compañía.

Así que, ¿qué opción me quedaba? Ambos nos habíamos comportado como idiotas aturdidos por el sol: en primer lugar Quitoon, por hacerme una pregunta tan necia, y yo por no haber sido lo bastante sensato como para ignorarla y seguir adelante. Tras aquel primer intercambio, los acontecimientos se habían sucedido con rapidez y violencia, todo ello agravado por el hecho de que el maíz, una vez hubo prendido, se había convertido en un averno apocalíptico en cuestión de segundos.

Bueno, ya estaba hecho; y ahora, en el fondo lo sabía, había que deshacerlo. Tendría que seguirlo, preparado y dispuesto a asumir las consecuencias de lo que quiera que ocurriese cuando nos reuniésemos.

Así que, a Mainz.

Pero seguramente primero debería abordar una cuestión que tal vez los acontecimientos de la carretera te hayan hecho plantearte: ¿Por qué Quitoon era capaz de escupir fuego, o de imitar a una caldera en explosión como había hecho cien años atrás, cuando había matado a la muchedumbre, mientras que todo lo que yo podía hacer algunos días era conseguir evacuar con éxito?

La respuesta está en nuestro linaje. Quitoon lo tenía, yo no. Él procedía de una estirpe de demonios cuyo pedigrí se remontaba hasta los Primeros Caídos, y la corteza más alta del Infierno siempre ha poseído poderes con los que nosotros, sencillamente, no hemos nacido. Tampoco somos capaces de aprender con facilidad lo que la naturaleza no nos otorgó.

No fue por no haberlo intentado, tanto por mi parte como por la suya. En nuestro trigésimo octavo año de viaje juntos (o por ahí), Quitoon, en plena conversación sobre el creciente número de seres humanos y la amenaza que eso suponía para nosotros, me preguntó sin venir a cuento si me gustaría que intentara enseñarme algunos de sus «trucos de fuego», como le gustaba llamarlos.

—Nunca se sabe cuándo podrías querer quemar rápidamente a alguien.

—¿Hablas de la humanidad?

—Hablo de cualquier forma de vida que se cruce en tu camino, señor B.: humana, demoníaca, angelical…

—Has dicho angelical.

—¿Ah, sí?

—Sí. ¿Ha sido un error?

—¿Por qué iba a ser un error?

—No has matado a ningún ángel, ¿verdad?

—A tres. Bueno, a dos los maté y a uno, probablemente. Como mínimo, lo dejé parapléjico.

No mentía. Para entonces yo ya conocía las pequeñas pistas (la mirada esquiva, un sutil oscurecimiento del rojo de las escamas que rodeaban su cuello) que denotaban que estaba jugando con la verdad.

No, Quitoon había matado a uno o dos ángeles, o tres, con su fuego implacable. Y nada me entusiasmaba más que la posibilidad de que me enseñara a matar como él lo hacía. ¡Demonios, vaya si lo intentó! Durante media década o más trató de enseñarme cómo arrojar mi propio fuego. Pero aquella habilidad estaba fuera de mis posibilidades y, cuanto más trabajaba para forzar a mi cuerpo a que hiciese lo que yo le ordenaba, más se rebelaba este. En lugar de alimentar fuegos letales en mis fluidos corporales y mi estómago, conseguí tener piedras en el riñón y una úlcera. Las piedras se me pasaron unos meses después tras un día y medio de horrible agonía; la úlcera todavía la sufro a día de hoy.

Así que nada de aprender «trucos de fuego». Al final Quitoon decidió que mi línea de sangre estaba tan alejada de la pureza de su linaje que los métodos que utilizaba eran sencillamente imposibles de aplicar a mi ascendencia y mi anatomía. Todavía hoy recuerdo lo que dijo cuando finalmente acordamos que era una causa perdida intentar enseñarme su talento para conflagrar.

—No importa —dijo—. En realidad no necesitas causar fuegos. Siempre me tienes a mí.

—¿Siempre?

—¿No acabo de decirlo?

—Sí.

—¿Acaso soy un mentiroso?

—No —mentí.

—Entonces siempre estarás a salvo, ¿no es cierto? Porque incluso aunque no puedas ser un incendiario por ti mismo, lo único que tienes que hacer es llamarme y yo estaré a tu lado, incinerando a tus enemigos sin tan siquiera preguntar la razón.

Así que, como he dicho, a Mainz. Incluso aunque las señales no me hubiesen servido de mucho, no me habría resultado difícil encontrar el camino: Quitoon había dejado un reguero de incendios a su paso que era tan fácil de seguir como cualquier mapa. Perdí la cuenta de las aldeas que había destruido sin dejar ni una sola vivienda habitable. Había eliminado con la misma meticulosidad granjas solitarias e iglesias.

En cuanto a la población humana, o bien yacían amontonados en las calles de los pueblos arrasados o, como en el caso de muchas granjas, los cuerpos de sus habitantes, consumidos por el fuego, yacían en hileras junto a sus ennegrecidos hogares con los miembros doblados contra sus cuerpos como fetos carbonizados. En dos de las iglesias se las había arreglado de alguna forma para persuadir a la congregación al completo de que se reunieran ante el edificio y los había incinerado allí mismo, de modo que los congregantes cayeron unos encima de los otros, estirando los brazos hacia la persona que estaba a su lado (especialmente los niños) a medida que el fuego devoraba todo signo de quienes habían sido.

Estos destrozos habían dejado desierto el paisaje que recorría. Si habían quedado supervivientes, seguro que habían huido en lugar de quedarse a enterrar a sus muertos.

Por fin, las escenas de destrucción se fueron espaciando y ya divisaba figuras en la distancia y oía el sonido de pasos. Me escondí tras las ruinas abrasadas de una muralla y observé a un batallón de hombres uniformados que marchaba liderado por un oficial a caballo cuyo rostro, oculto para sus hombres, revelaba un profundo desasosiego provocado por la humareda del cielo y aquel hedor, que yo también percibía, a humanidad quemada.

En cuanto el ansioso capitán y su batallón de soldados igual de infelices que él hubieron pasado, me levanté de mi escondite y regresé a la carretera. Un fragmento de bosque se alzaba frente a mí, pero quienquiera que hubiese construido la carretera había decidido no atravesar el denso interior. En lugar de ello, la calzada bordeaba los árboles describiendo una larga curva. No había rastro alguno de más incendios provocados por Quitoon y el motivo se hizo evidente en cuanto la carretera me condujo hasta el otro extremo del bosque: las afueras de Mainz se alzaban a tan solo unos cientos de metros. No se divisaba nada que diferenciara a aquella ciudad de las innumerables ciudades que Quitoon y yo habíamos visto. Desde luego, nada de lo que había allí llevaba a creer que se pudiese concebir algo que fuese a cambiar el mundo y, mucho menos, fabricarse. Pero, todo hay que decirlo, seguramente ocurría lo mismo en Belén en cierta época.

No apuré el paso, sino que lo aminoré a medida que me internaba en las calles, como para convencer a cualquier ciudadano de Mainz que observase mi caminar de que el poseedor de un rostro deshecho de un modo tan traumático por el fuego estaba herido por todo el cuerpo. Tu especie siente un terror supersticioso por las cosas feas y rotas; teméis que su condición os pueda infectar de algún modo.

Los ciudadanos de Mainz temerosos de Dios no eran una excepción a la regla humana: llamaban a sus hijos para que se apartasen de la calle a mi paso y ordenaban a sus perros que me alejasen de los umbrales de sus casas, aunque nunca vi un perro tan obediente como para cumplir las órdenes de su amo y atacarme.

Y si por casualidad alguno de los ciudadanos se acercaba demasiado a mí y mis obstinadas colas comenzaban a asomar por mis pantalones, tenía preparada una pequeña serie de groserías que los espantaba de un modo infalible: dejaba la boca abierta como la de un hombre que ha perdido la cordura, con la baba colgando libremente, mientras unos burbujeantes mocos gris verdoso asomaban de los postillosos agujeros que tengo en medio de la cara, donde una vez, hace muchos, muchos fuegos, estuvo mi nariz.

¡Ja! Eso te ha dado un poco de asco, ¿verdad? He captado ese pequeño asomo de repugnancia en tu rostro. Y ahora tratas de disimularlo, pero no me engañas con ese aire tan confiado, como si conocieras todos los secretos que existen bajo el Cielo. No me engañas ni por un momento. Te he estado estudiando durante mucho tiempo; puedo oler tu respiración, sentir el peso de tus dedos cuando pasas las páginas. Sé más de lo que nunca creerías que sé y mucho más de lo que te gustaría que supiese. Podría hacerte una lista de las máscaras que te pones para cubrir lo que no quieres que yo vea. Pero créeme, lo veo igual; lo veo todo: las mentiras y, con la misma claridad, la repugnante verdad que subyace tras ellas.

Ah, mientras mantenemos este mano a mano, debería decirte que este constituye el último capítulo de la historia que te estoy contando. ¿Por qué? Pues porque después de esto no hay nada más que contar. Después de esto, literalmente, la historia queda en tus manos. Me vas a conceder mi fuego, ¿verdad? Una última conflagración en una vida que ha estado plagada de ellas. Entonces se habrá terminado para los dos.

El señor B. habrá ardido (de nuevo).

De todos modos, primero tengo que contarte los secretos de la casa Gutenberg: secretos ocultos tras robustas puertas de madera normales y corrientes; y tras otra puerta, hecha de luz, un secreto incluso mayor de lo que Gutenberg pudiese haber imaginado.

Confío en que no me engañes una vez que te haya contado toda la verdad. ¿Me comprendes? Aunque es verdad que un demonio nacido de una estirpe modesta no posee aptitudes para tareas magníficas, el tiempo, la soledad y la furia pueden enseñar hasta a la más humilde de las criaturas el poder que se llega a acumular con solo vivir una larga vida y el daño que puede causar tal poder. En el infierno, los doctores del tormento llamaban a esos sufrimientos las cinco agonías: dolor, pena, desesperación, locura y el vacío.

Al haber sobrevivido durante siglos, poseo suficiente poder dentro de mí para enseñarte cada una de las cinco, en caso de que me denegaras mi llama prometida.

El aire que corre entre estas palabras y tus ojos se ha convertido en peligrosamente inestable. Y aunque cuando empezamos tú parecías creer sinceramente que tenías una plaza asignada en el paraíso y que eras intocable para la demonidad, ahora esa certeza se ha esfumado y se ha llevado consigo tus sueños de inocencia.

Puedo ver en tus ojos que no queda rastro alguno en ti de felicidad sin explotar; lo mejor de la vida ha llegado y se ha ido ya. Ya son historia aquellos días en que te recorrían repentinas inspiraciones y tenías visiones acerca de lo bien que iban las cosas y de tu lugar dentro de ellas. Ahora estás en un lugar más oscuro; un lugar que tú has elegido, conmigo como compañía. Yo, un insignificante demonio que tiene por cara y cuerpo una cicatriz que gotea, que hasta yo encuentro nauseabunda, que ha matado a los de tu clase en innumerables ocasiones y que podría matar de nuevo, alegremente, si se le presentase la oportunidad. Piensa en eso. ¿Te sorprende que el alma que una vez tuviste, el alma que te concedía aquellos momentos de inspiración que hacían tu degradante vida más fácil de soportar, haya pasado a la historia? El otro tú, el inocente, nunca habría seguido adelante con historias de parricidio y de ejecuciones y masacres al por mayor. Las habrías apartado de ti, decidido a mantener tales depravaciones y libertinajes fuera de tu cabeza.

Tu mente es una cloaca por la que corren la inmundicia, el dolor y la rabia. El rencor se refleja en tus ojos, en tu sudor, en tu aliento. Estás tan corrupto como yo, aunque henchido de un orgullo secreto por poseer un nivel ilimitado de perversidad.

No me mires como si no supieras de lo que hablo. Conoces muy bien tus pecados. Sabes las cosas que has querido y lo que habrías llegado a hacer para conseguirlas si hubieses tenido la oportunidad. Eres un pecador y si, por una desafortunada casualidad, perecieses sin haberte enfrentado al dolor que has producido, a la furia que has liberado (y que no has enmendado), es más probable que haya un sitio para ti en el inframundo que en el paraíso.

Menciono esto ahora porque no quiero que pienses que todo esto es algún tipo de juego al que puedes jugar un rato y luego dejarlo y olvidarte. No lo era al principio y créeme, desde luego que no lo será al final.

He empezado a contar en mi cabeza, más tarde te diré por qué.

Por ahora solo debes saber que estoy contando y que el final ya está a la vista. No estoy hablando del final de este libro, estoy hablando de el final como final de todo lo que conoces, es decir, de ti mismo. Eso es todo lo que podemos llegar a conocer, ¿no crees? Cuando el ritmo de la danza se detiene nos quedamos solos todos, tanto la maldita humanidad como los demonios. Los objetos por los que sientes cariño han desaparecido como por arte de magia. Estamos solos en un páramo, sopla un fortísimo viento y una gran campana anuncia la llegada de nuestro juicio.

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