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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Demonio de libro (13 page)

Aquella fue la única vez que lo contrarié en una cuestión importante. Después de aquello formamos un equipo mucho mejor de lo que nunca habría imaginado; como hermanos que fueron separados hace tiempo y se reúnen de nuevo.

Bueno, y ese es el final. No mi de vida, claro, pero sí de mis confesiones. Nunca pretendí contarte tantas cosas pero, ahora que lo he hecho, no me arrepiento. Me siento aliviado, supongo que podría decirse que me he quitado un peso de encima.

Tal vez, de algún modo poco ortodoxo, debo estarte agradecido. Si no te hubieras empeñado en mirarme con esas expresiones de desconcierto dibujadas en tu rostro, nunca te habría contado ni uno solo de mis pequeños secretos. No «El secreto», por supuesto. Ese secreto lo averigüé viajando con Quitoon y, si lo descubro, sería como descubrirlo a él. Al menos, las partes buenas.

Así que nada sobre el secreto. Ni siquiera te molestes en esperar que te lo cuente. Nunca te lo prometí y ni siquiera habría surgido el tema si no te hubiese contado lo que dijo Quitoon.

¿De acuerdo? ¿Está claro?

Nada del secreto.

Tú quema el libro y punto.

Por favor.

Ten compasión de mí.

¡Maldito seas! ¡Maldito seas! ¿Qué quieres de mí?

¿Qué quieres, en nombre de la demonidad?

Deja de leer. No es mucho pedir, ¿o sí? He pagado el precio por meterme en este libro infernal. Y tú me has utilizado, exigiéndome confesiones.

No digas que no lo has hecho. Tú no parabas de leer y, ¿qué iba a hacer yo? Podría haber borrado las palabras si hubiese querido. O peor, podría haber borrado algunas palabras de modo que _______ no habrías _____________ lo que iba ___________ a ti ___________ solo tú ___________ ser ___________ para ___________ era un juego. ___________ habría ___________ gustado ___________. Él ___________ tan ___________ de ___________ recto ___________ sobre ___________ humanidad ___________ Oportunidad ___________ ganar ___________ torcido ___________ de ___________armadillos.

¿Ves lo fácil que habría resultado frustrarte? Debería haber empezado haciendo eso justo después de la primera vez que seguiste leyendo. Pero las palabras me tenían en sus garras y, una vez que empecé a contar la verdad, era como si no pudiese parar. Podía ver la forma de las historias ante mí; no solamente lo gordo (cómo me quemé, cómo salí del Infierno, cómo conocí a Quitoon), sino también las pequeñas anécdotas que rescaté, o los personajes secundarios que aparecieron por el camino y tuvieron algún tipo de relación conmigo, ya fuese sangrienta o benigna, antes de seguir con sus vidas. Si fuese un contador de historias bueno de verdad, quiero decir un profesional, habría sido capaz de improvisar algún giro inteligente para terminar mis historias, de modo que no te quedases preguntándote qué le ocurrió a este o a este otro. Shamit, por ejemplo. O el arzobispo que quemó a su predecesor. Pero no sé inventar cosas, solamente puedo contar las cosas que vi y sentí. Fuese lo que fuese lo que le ocurrió a la gente de Cawley, o al arzobispo que era el padre de la chica que dejé detrás de la roca, nunca lo supe, así que no puedo contártelo.

Y aún sigues ahí. Sigues mirando atrás y adelante a lo largo de estas líneas como si de repente me fuese a convertir en un maestro cuentacuentos y a inventar maravillosas formas de llevar las cosas a buen término. Pero te lo he dicho, estoy quemado, también de hablar. No me queda nada.

¿Por qué no facilitas esto? Simplemente ten compasión de mí, te lo ruego. Te lo suplico de rodillas en el margen de este libro.

Quema el libro, por favor, quema el libro. Estoy cansado. Solo quiero morir en la oscuridad y tú eres el único que puede concederme ese regalo. He gritado demasiado, he visto demasiado, estoy exhausto, perdido y preparado para mi muerte, así que, por favor, por favor, deja que arda.

Por favor…

… deja…

… que…

… arda.

¿No?

Ya veo. Muy bien, tú ganas.

Sé lo que quieres. Quieres saber cómo pasé de viajar con Quitoon a estar entre las páginas de un libro. ¿Me equivoco? ¿Eso es lo que estás esperando? Nunca debí haber mencionado ese deplorable secreto. Pero lo hice. Y aquí estamos aún, mirándonos el uno al otro.

Supongo que es comprensible, ahora que lo pienso. Si la situación fuese a la inversa y yo cogiese un libro y encontrase a alguien que ya lo poseyese, querría saber el porqué, el (.liando, el dónde y el quién.

Bueno, el dónde fue en una pequeña ciudad de Alemania llamada Mainz. Y el quién fue un tipo llamado Johannes Gutenberg. Del cuándo no estoy muy seguro; nunca se me han dado bien las fechas. Sé que era verano, porque el tiempo era frío y húmedo. En cuanto al año, voy a aventurar que fuese 1439, pero podría equivocarme en unos años arriba o abajo. Así que he ahí el dónde, el quién y el cuándo. ¿Cuál era el otro? Ah, el porqué, desde luego. El gran porqué.

Es simple. Quitoon me llevó allí porque había oído el rumor de que este tipo, Gutenberg, había fabricado algún tipo de máquina y quería verla. Así que fuimos. Como dije antes, nunca se me han dado muy bien las fechas, pero creo que para entonces Quitoon y yo llevábamos viajando juntos algo así como cien años. Eso no supone demasiado en la vida de un demonio. Algunos miembros de la demonidad son prácticamente inmortales, porque descienden de un apareamiento entre Lucifer y otro de los Primeros Caídos. Sin embargo, yo no soy tan purasangre. Mi madre siempre sostuvo que su abuela había sido una de los Primeros Caídos, lo cual, de ser cierto, significa que yo habría podido vivir cuatro o cinco mil años si no me hubiera metido en un lío de palabras. En cualquier caso, la cuestión es la siguiente: ni Quitoon ni yo envejecíamos. Nuestros músculos no empezaron a dolemos ni a atrofiarse, nuestra vista no fallaba, ni nuestro oído se volvió falible. Vivimos aquel siglo permitiéndonos todos los excesos que el mundo de arriba nos ofrecía; no nos negábamos nada.

En los primeros meses aprendí de Quitoon cómo mantenerme lejos de los problemas. Viajábamos de noche, en caballos robados que cambiábamos cada pocos días. No siento un gran cariño por los animales, ni conozco a ningún demonio que lo sienta. Tal vez lo que tememos es que su condición se encuentra peligrosamente cerca de la nuestra, y que no supondría más que un capricho por parte del Dios del Génesis y el Apocalipsis, creador y destructor, ponernos a cuatro patas, con los collares de la humanidad alrededor de nuestros cuellos y correas sujetas a ellos. Después de un tiempo, llegué a sentir un cierto grado de simpatía por aquellos animales, que eran poco menos que esclavos cuya imposibilidad de expresarse les negaba el poder de protestar por su esclavitud, o al menos de contar sus historias: bueyes enyuntados y sometidos mientras luchaban por arar la implacable tierra; ruiseñores cegados en sus sencillas y pequeñas jaulas cantando para sí mismos hasta el agotamiento y creyendo que su música hacía más llevadera una noche interminable; crías no deseadas de perras o gatas arrancadas de las mamas de sus madres y masacradas mientras ellas miraban, incapaces de comprender una sentencia tan terrible.

La vida no era tan diferente para aquellos hombres que caminaban pesadamente tras los bueyes, o que atrapaban a los ruiseñores y los cegaban, o para aquellos que hacían trizas los sesos de los gatitos aún no destetados contra la piedra más cercana mientras pensaban en cuál sería su próxima tarea una vez que hubiesen arrojado los cadáveres a los cerdos.

La única diferencia entre los miembros de tu especie y aquellos a los que vi sufrir todos los días de aquellos cien años era que tu gente, a pesar de ser campesinos que no sabían leer ni escribir, tenía una noción muy clara del Cielo y el Infierno, y de los pecados que los exiliarían para siempre de la presencia de su Creador. Todo esto lo aprendían cada domingo cuando el tañido de las campanas los llamaba a la iglesia. Quitoon y yo asistíamos siempre que podíamos, escondiéndonos en algún lugar elevado y oculto para escuchar los sermones del sacerdote local. Si durante todo el sermón repetía a su congregación lo vergonzosamente pecadores que eran y las interminables agonías que sufrirían por sus crímenes, nos las arreglábamos para observar en secreto al sacerdote durante más o menos un día. Si el martes no había cometido ninguna de las felonías contra las que había predicado el domingo, seguíamos nuestro camino. Pero si en privado el sacerdote comía de mesas que chirriaban por el enorme peso de la comida y el vino, de cuyo aspecto, y mucho menos de su sabor, jamás disfrutarían los miembros de su congregación; o si convertía las reuniones de oración privadas en actos de seducción y amenazaba a las chicas o chicos, después de haberlos violado, con que si hablaban de lo que él había hecho a buen seguro serían condenados al fuego eterno, entonces hacíamos lo posible para evitar que volviese a caer en la hipocresía.

¿Que si los matábamos? A veces, aunque cuando lo hacíamos procurábamos que las circunstancias de su masacre resultasen tan extravagantes que ningún feligrés pudiese ser acusado de su asesinato. Nuestro ingenio para argüir modos de torturar y despachar a los curas se fue aguzando con el paso de las décadas hasta llegar a ser digno de unos genios.

Recuerdo que clavamos a un sacerdote especialmente odioso y sobrealimentado al techo de su iglesia, que era tan alto que nadie pudo entender cómo se había llevado a cabo tal hazaña. A otro párroco, al que habíamos visto liberar su pervertido apetito con un niño muy pequeño, lo cortamos en ciento tres pedazos, labor que correspondió a Quitoon, quien logró mantener al hombre vivo (y suplicando morir) hasta que separó los fragmentos número setenta y ocho y setenta y nueve.

Quitoon conocía bien el mundo. No solamente conocía a la humanidad y sus trabajos, sino todo tipo de cosas sin una clara relación entre sí. Sabía sobre especias, parlamentos, salamandras, nanas, maldiciones, formas de discurso y enfermedades; sobre enigmas, cadenas, cordura, modos de preparar dulces, amor y viudas; cuentos para niños, cuentos para padres, cuentos para uno mismo en los días en que todo lo que conoces no tiene significado alguno. Parecía que no existía un solo tema acerca del cual no supiese nada. Y si ignoraba algo en concreto, entonces mentía sobre ello con tal soltura que yo creía palabra por palabra todo lo que decía.

Le gustaban sobre todo los lugares destrozados y en ruinas, donde la guerra y el abandono habían dejado paso a lo salvaje. Con el paso del tiempo aprendí a compartir ese gusto; aquellos lugares nos ofrecían una gran ventaja práctica, desde luego. Tu especie los había rechazado tiempo atrás por creer que esos sitios servían de guarida a espíritus malignos. Vuestras supersticiones, por una vez, no distaban mucho de la verdad.

Lo que a Quitoon y a mí nos atraía de un antro de desolación en concreto solía llamar la atención de otros merodeadores nocturnos como nosotros que habían perdido toda esperanza de ser invitados alguna vez a traspasar el umbral de un alma cristiana. Eran la típica pandilla de demonios y vampiros menores. Nunca tuvimos ningún problema para echarlos si los encontrábamos habitando unas ruinas que habíamos decidido ocupar.

Puede que resulte extraño decirlo, pero cuando pienso en aquellos años y en la vida que llevábamos en las ruinas de las casas, resultaba bastante parecida a la convivencia entre un marido y una esposa; nuestra amistad de siglos se convirtió en un matrimonio sin bendecir y sin consumar antes de alcanzar la mitad de su historia.

Esa es toda la felicidad que conozco.

Mientras hablaba de las breves y duras existencias de quienes araban los campos y encerraban a los pájaros, se me ha antojado que la vida, cualquier vida, no es tan diferente de un libro. Para empezar, contiene páginas en blanco en ambos extremos.

Pero en general no son más que unas cuantas al principio. En cuestión de tiempo, las palabras aparecen: «Al principio existía la Palabra», por ejemplo. En ese detalle, al menos, la Biblia y yo estamos de acuerdo.

He comenzado esta breve historia de mi para nada breve vida suplicando por una llama y un final rápido. Pero estaba pidiendo demasiado, ahora me doy cuenta. Nunca debí esperar que hicieras lo que te pedía. ¿Por qué ibas a destruir algo que ni siquiera habías visto?

Tienes que probar el agrio sabor de la orina antes de romper la jarra. Tienes que ver las úlceras de la mujer antes de echarla de tu cama. Ahora lo entiendo.

Pero la llama que me consuma no puede quedarse sin prender para siempre. Te contaré una historia más para ganarme ese fuego. Y créeme, no va a ser otra más como las de las páginas anteriores. Mi última confesión es algo que nadie excepto yo podría contar, una historia de las que ocurren una vez en la vida y que servirá de final para este libro. Y te contaré (si te portas bien y estás atento) la naturaleza de ese secreto que he mencionado antes.

Así que un día de un año que ya he admitido no recordar, Quitoon me dijo:

—Deberíamos ir a Mainz.

Yo nunca había oído hablar de Mainz. Ni tampoco deseaba en aquel momento ir a ningún lado. Estaba dándome un baño de sangre de bebés que no me había pasado precisamente poco tiempo preparando, ya que la bañera era grande y los bebés difíciles de conseguir (y de mantener vivos para que el baño estuviese caliente) en las cantidades necesarias. Me había llevado medio día encontrar treinta y un niños y otra hora o más rebanar sus chillonas gargantas y vaciar sus contenidos en la bañera. Pero finalmente lo había conseguido y apenas acababa de meterme en mi baño relajante a inhalar el aroma dulce y metálico de la sangre de bebé cuando Quitoon irrumpió allí y, apartando de una patada los desechos de quienes me habían proporcionado mi actual confort, se dirigió al borde de la bañera y me dijo que me vistiera. Nos íbamos a Mainz.

—¿Por qué tenemos que irnos tan deprisa? —protesté—. Esta casa es perfecta para nosotros. Estamos en el bosque, lejos de los humanos. ¿Cuándo fue la última vez que nos quedamos una temporada larga en un lugar sin meternos en problemas?

—¿Esa es tu idea de la vida, Jakabok? —Solamente me llamaba Jakabok cuando buscaba pelea; cuando se sentía cariñoso me llamaba señor B.—. ¿Quedarnos en algún lugar donde no nos metamos en problemas?

—¿Es eso tan terrible?

—La demonidad sentiría vergüenza de ti.

—¡Me importa un bledo la demonidad! Solamente me importa… —Lo miré sabiendo que él podía terminar la frase sin que yo lo ayudara—. Me gusta estar aquí. Es un sitio tranquilo. He pensado que podría comprarme una cabra.

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