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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Demonio de libro (11 page)

Sin embargo, la gloriosa espada de Quitoon no se había distraído con estas visiones: envió una feroz sacudida a través de mis brazos y mis hombros hasta mi soñadora cabeza y me dolió tanto que me despertó de mi ensueño. Los colores de los que había estado disfrutando se desvanecieron y me abandoné a la aburrida mentira de la vida como se concibe normalmente: apagada y triste. Traté de tomar una bocanada de aire, pero sabía a muerte en mi garganta y a plomo en mis pulmones.

Entre la muchedumbre, una arpía decrépita pero obstinada comenzó a azuzar a los hombres que la rodeaban:

—¿Qué es lo que teméis? —decía—. Él es uno, nosotros somos muchos. ¿Vais a dejar que vuelva al Infierno y se pavonee de que todos vosotros os quedasteis aterrados ante él? ¡Miradlo! ¡Noesmásqueunmonstruito! ¡No es nada! ¡No es nadie!

Hay que reconocer que su fe le daba fuerza. Sin esperar a descubrir si los demás reaccionaban a sus palabras, se dirigió hacia mí blandiendo una retorcida rama. Aunque seguramente estaba loca, el modo en que me despreció (yo no era nada, no era nadie) exaltó de nuevo a la chusma y todos y cada uno de los que allí estaban se encaminaron hacia mitras ella. Lo único que permanecía entre su ferocidad y yo era el Sífilis, que se volvió mientras se aproximaban y extendió sus muñones como si alguien entre la multitud pudiera curarlo.

—¡Quítate de en medio! —gritaba la vieja bruja sacudiéndole en su enorme torso con la rama. Aquel golpe fue suficiente para dejar estupefacto al debilitado Sífilis, cuya sangre no cesaba de salpicar a quienes se cruzaban en su camino. Otra de las mujeres, asqueada porque la sangre del Sífilis la había manchado, lo insultó con dureza y lo golpeó. En ese momento se desplomó y ya no lo vi volver a levantarse. De hecho, no vi nada excepto furiosos semblantes que gritaban una mezcla de ruegos y obscenidades mientras se apiñaban a mi alrededor.

Levanté la espada de Quitoon con ambas manos, tratando de mantener a la muchedumbre tras ella, pero la espada tenía ideas más ambiciosas. Se alzó por encima de mi cabeza y los enclenques músculos de mis brazos se resintieron por el peso que debían sujetar. Con las manos en alto estaba expuesto a los ataques de la multitud, que aprovechó la oportunidad al máximo. Golpearon mi cuerpo una y otra vez, rompieron ramas contra mí, me provocaron cortes con sus cuchillos en el estómago y el costado.

Yo quería defenderme con la espada, pero ella tenía voluntad propia y se negó a dejarse dominar. Mientras tanto, los cortes y los golpes continuaban y todo lo que yo podía hacer era sufrirlos.

Entonces, sin aviso previo alguno, la espada se revolvió en mis manos y comenzó su descenso. De haber podido hacer algo, yo habría abierto hueco entre la multitud balanceando la espada de un lado a otro, pero ella había calculado su descenso con una exactitud asombrosa ya que, ante mí, blandiendo dos relucientes armas que sin duda había robado a algún asesino rico, estaba Cawley. Para mi desconcierto, sonreía incluso en aquel momento enseñando las dos hileras de sus manchadas encías. Entonces dirigió ambas hojas hacia mi pecho y me perforó el corazón dos veces.

Fue lo último que hizo en su vida. La espada de Quitoon, en apariencia más preocupada por la perfección de su propio cometido que por la salud de quien la empuñaba, realizó un último y elegante movimiento tan veloz que la sonrisa de Cawley no tuvo tiempo a desvanecerse: acertó exactamente en medio de su cráneo, ni un pelo a la derecha ni a la izquierda, lo juro, y descendió inexorable hacia sus pies cortando a su paso cabeza, cuello, torso y pelvis, de modo que en cuanto su virilidad fue partida en dos, ambas partes se separaron, cada una de ellas con media sonrisa, y cayeron al suelo. En el frenesí del ataque, la bisección de Cawley cosechó pocas reacciones; todo el mundo estaba demasiado ocupado dándome patadas, mordiéndome y cortándome.

Ahora bien, quienes formamos parte de la demonidad somos una raza resistente. Por supuesto que nuestros cuerpos sangran, tanto como los vuestros, y nos producen un gran dolor antes de curarse, como los vuestros. La gran diferencia entre nosotros y vosotros es que nosotros podemos sobrevivir a heridas y mutilaciones extremadamente graves, como hice yo en mi infancia después de abrasarme en una hoguera de palabras, mientras que vosotros perecéis con una sencilla puñalada en el lugar adecuado. Dicho esto, ya estaba agotado por los incesantes ataques contra mí; había soportado más cortes y golpes de los que me correspondían.

—Se acabó —murmuré para mí mismo.

La batalla estaba perdida y yo también. Nada me habría proporcionado mayor placer que haber alzado la espada de Quitoon y haber cortado en pedazos a cada uno de mis atacantes, pero mis brazos ya no eran más que una masa de heridas que carecían de la fuerza suficiente para blandir la preciosa arma. La espada pareció comprender mi cansancio extremo y no volvió a intentar elevarse por sí sola. Dejé que me resbalara entre los dedos, que no dejaban de sangrar y temblar. Nadie se movió para apoderarse de ella; estaban enormemente contentos de poder acabar con mi vida despacio, cosa que, de hecho, estaban consiguiendo con golpes, patadas, cortes, insultos y escupitajos.

Alguien me agarró por la oreja derecha y utilizó una hoja roma para rebanarla. Levanté la mano para alejar sus gruesos dedos de mí, pero otro atacante me cogió por la muñeca para reducirme, así que lo único que pude hacer fue retorcerme y sangrar mientras mi mutilador serraba y serraba, decidido a llevarse un recuerdo.

Al ver lo débil que me encontraba y mi incapacidad para defenderme, otros se lanzaron a por sus propios trofeos cortando partes de mi cuerpo: mis pezones, los dedos de mis manos, de mis pies, mis órganos de regeneración, hasta mis colas.

No
, no, les suplicaba en silencio,
¡mis colas no
!

Quitadme las orejas, mis párpados sin pestañas, incluso el ombligo, pero por favor, ¡mis colas no
! Era un acto de vanidad absurdo e irracional por mi parte, pero, ya que no protesté cuando siguieron mutilándome la cara e incluso aquellas partes que me otorgaban masculinidad, quería morir con mis colas intactas. ¿Era eso mucho pedir?

Aparentemente, lo era. Aunque dejé que los cazadores de trofeos me cortaran mis más tiernas partes sin discutir y rogué desde mi dolor que se contentasen con lo que ya se estaban llevando, mis súplicas no fueron escuchadas. No era de extrañar. Mi garganta, que había emitido la voz de pesadilla de mi madre varias veces, apenas podía ya proferir más que un flaco murmullo que nadie podía oír. No sentía nada más que dos cuchillos cortando la raíz de mis colas, serrando el músculo, mientras mi sangre manaba sin cesar de la incisión, cada vez mayor.

—¡Basta!

La orden fue lo bastante alta y clara para rebasar los gritos y las risas de la muchedumbre y, además, para acallarlos. Por primera vez desde hacía un rato, yo ya no era el centro de atención. La silenciosa multitud miraba a su alrededor en busca del emisor de aquel mandato, cuchillos y garrotes en ristre.

Era Quitoon quien había hablando. Salió de las mismas sombras entre las que había desaparecido unos minutos antes, todavía equipado con su armadura y con la visera bajada para ocultar sus rasgos demoníacos.

Aunque ellos eran trece o más y él estaba solo, la multitud se mantuvo respetuosa. Quizá no por su persona, sino por el poder que creían que representaba: el del arzobispo.

—Vosotros dos —dijo señalando a los dos que trataban de separarme de mis colas—, apartaos de él.

—Pero es un demonio —dijo con suavidad uno de ellos.

—Ya lo veo —replicó Quitoon—. Tengo ojos.

Pensé que había algo peculiar en el sonido de su voz. Era como si apenas pudiese contener algún tipo de emoción poderosa, como si de un momento a otro fuese a estallar en llanto o en una carcajada.

—Dejadlo… en… paz… —insistió.

Los dos mutiladores hicieron lo que les ordenaba y se alejaron de mí sobre una hierba que ya era más roja que verde. Traté de mirar hacia atrás, temeroso de lo que me encontraría, pero respiré aliviado al comprobar que aunque aquellos dos habían serrado mis escamas hasta alcanzar el músculo, no habían llegado más allá. Si, por una remota casualidad, sobrevivía a aquel primer encuentro con la humanidad, al menos seguiría teniendo mis colas.

Mientras tanto, Quitoon había emergido de entre las sombras de los árboles y caminaba hacia el centro del claro. Me fijé en que temblaba, pero estaba completamente seguro de que no se debía a la debilidad.

Sin embargo, la multitud supuso que estaba herido y que su temblor delataba su frágil estado. Intercambiaron miraditas de suficiencia y a continuación comenzaron a rodearlo con tranquilidad. La mayoría de ellos aún blandían las armas que habían usado para herirme.

No tardaron mucho en tomar posiciones. Cuando lo hubieron hecho, Quitoon giró lentamente sobre sí mismo, como para comprobar lo que ocurría. El simple acto de volverse le resultaba difícil. Su temblor arreciaba sin cesar; era cuestión de unos pocos segundos que le fallaran las piernas y se cayera al suelo, momento en el que la multitud…

Mis pensamientos se vieron interrumpidos por Quitoon:

—¿Señor B.?

—Su voz tembló, pero todavía se apreciaba fuerza en ella.

—Estoy aquí.

—Vete.

Miré fijamente a Quitoon (al igual que todos los que estaban en el claro) para tratar de averiguar sus intenciones. ¿Se estaba entregando a sí mismo como objetivo para que yo pudiera escabullirme mientras la gente le arrancaba la armadura y lo golpeaba hasta causarle la muerte? ¿Y por qué se agitaba de ese modo tan extraño?

Repitió la orden de un modo casi desesperado.

—¡Vete, señor B.!

Esta vez su tono me despertó de mi estado de desconcierto y recordé las instrucciones que me había dado: «Ponte a cubierto cuando diga tu nombre».

Como ya había retrasado el cumplimiento de su orden al menos medio minuto, traté de recuperar el tiempo perdido lo mejor que mi magullado cuerpo me permitió. Retrocedí unos cinco o seis pasos hasta que noté los matorrales en mi espalda y supe que no podía alejarme más. Alcé mi cabeza palpitante y volví a mirar a Quitoon: seguía de pie en medio de la multitud y su cuerpo protegido por la armadura se agitaba con más violencia que antes. Entonces un grito surgió de detrás de su visera y fue aumentando de volumen y de tono mientras todos mirábamos y escuchábamos con atención. Cada vez más estridente y cada vez más alto, hasta que pareció imposible que el sonido que producía, igual que el que yo había aprendido de mamá, procediera de unos pulmones y una garganta. Las notas más altas eran tan agudas como el chillido de un pájaro, mientras que las más bajas hacían temblar el suelo bajo mis pies y me provocaban dolor de dientes, de estómago y de vejiga.

Pero no tuve que sufrir estos efectos durante mucho tiempo. Apenas unos segundos más tarde de que yo levantara la cabeza, los sonidos que Quitoon profería se volvieron a un tiempo más agudos y más profundos y sus nuevos extremos se vieron acompañados de una repentina conflagración en el interior de la armadura, que escupía rayos incandescentes por todas sus rendijas y juntas.

Solo entonces (demasiado tarde, por supuesto) comprendí por qué Quitoon había querido que me fuese de allí. Pegué mi cuerpo contra el nudoso matorral y, cuando retrocedí tratando de traspasar las mordaces ramas, Quitoon explotó.

Vi su armadura haciéndose añicos como un huevo aplastado con un martillo y distinguí por unas décimas de segundo la forma del causante de aquello, envuelto en llamas. Entonces, la ola de energía que había golpeado la armadura se dirigió a mí y me vapuleó con tal fuerza que me lanzó hacia atrás, sobre la espesa maleza, y aterricé sobre un montón de ramas de brezo a varios metros. Había un denso y acre humo negro que me impedía ver el claro. Luché por levantarme de la punzante cama en la que yacía y, finalmente, pude arrastrarme hacia el claro. Estaba magullado, mareado y ensangrentado, pero estaba vivo, que era más de lo que se podía decir de la chusma que había rodeado a Quitoon. Yacían despatarrados sobre la hierba, todos ellos muertos. Algunos estaban decapitados, otros pendían de las ramas más bajas con sus cuerpos plagados de agujeros. Aparte de los cadáveres que se encontraban más o menos enteros, había una gran cantidad de trozos (piernas, brazos, intestinos y similares) que decoraban las ramas de los árboles que rodeaban el claro y le conferían un aspecto festivo.

Y en medio de este extraño huerto se encontraba Quitoon. Un humo azulado emanaba de su cuerpo desnudo, cubierto de costuras brillantes cuyo resplandor se desvanecía poco a poco. El único lugar en el que el brillo perduraba eran los ojos de Quitoon, que parecían dos lámparas resplandeciendo en la bóveda de su cráneo.

Me dirigí hacia los restos de los cadáveres, repulsivos no por la sangre y los miembros sueltos, sino por los parásitos que habían florecido en los cuerpos y en las ropas de la muchedumbre y que ahora escapaban rápidamente en busca de huéspedes vivos. Yo no tenía intención alguna de convertirme en uno, así que me vi obligado, en varias ocasiones mientras cruzaba el claro, a sacudirme alguna pulga ambiciosa que había saltado sobre mí.

Llamé a Quitoon mientras me aproximaba a él, pero no respondió. Me detuve a poca distancia de donde él se encontraba y traté de despertarlo de su trastorno. Me inquietaban aquellos ojos suyos que parecían hornos. Hasta que Quitoon no regresase y emitiese alguna señal que enfriase aquel fuego, yo no me sentiría en modo alguno a salvo del poder que él había invocado. Así que esperé. El silencio reinaba en el claro, excepto por el repiqueteo de la sangre goteando sobre las hojas o sobre el propio suelo, ya empapado.

Sin embargo, se oían ruidos procedentes de fuera del claro y también se percibía un olor que yo conocía a la perfección desde mi infancia: el hedor de la carne quemada. Su acre presencia dio sentido a los dos tipos de gritos que lo acompañaban: uno, los chillidos agónicos de los hombres y mujeres quemados; el otro, el murmullo de admiración de quienes presenciaban sus cremaciones. Nunca he sentido demasiada afición por la carne humana; es insulsa y a menudo grasienta, pero no había comido desde que piqué en el cebo de Cawley y el olor de los sodomitas cocinándose que procedía de la explanada de Josué me hizo salivar. Se me cayó la baba por las comisuras de la boca y descendió hasta mi barbilla. Levanté una temblorosa mano para limpiarla, un absurdo y maniático gesto dado mi estado general, y mientras lo hacía, Quitoon dijo:

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