Descenso a los infiernos (2 page)

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Authors: David Goodis

Tags: #Novela negra

«Pues vale —se dijo—». Se encogió de hombros, pero el gesto no le sirvió de nada y, frenético, alzó el vaso del gin-tonic. Bebió varios sorbos; el alcohol arremetió contra su cerebro con una serie de estocadas estimulantes que le dibujaron en el rostro una apagada sonrisa de satisfacción. La sonrisa se hizo más marcada y se tornó un tanto sardónica cuando dio un paso atrás para lanzarle a su mujer una mirada apreciativa.

«Así está mejor —se dijo—. Así está mucho mejor que intentar hablarle». Continuó mirándola de arriba a abajo, como si no fuera su esposa, sino una mujer cualquiera de aspecto interesante, a la que viera por primera vez.

«Realmente interesante —juzgó—. Se le nota la educación, de entrada se reconoce que primero tuvo una institutriz y luego asistió a una escuela privada para señoritas de Nueva Inglaterra, seguida de Bryn Mawr o Vassar, o cualquier otro lugar por el estilo. No la dejaron ir a una escuela mixta; se puede apostar a que en eso fueron muy firmes».

La reflexión había tomado impulso en su cerebro y así continuó:

«Tiene su lógica, proviene de una familia con unos elevados ingresos. No son una de las grandes fortunas del país pero ganan lo suficiente como para tener una casa con un gran terreno, un garaje para dos o tres coches, tal vez algunos caballos, una torre de veraneo en Long Island. Claro que tienen dinero. Pero fíjate en la justa inclinación de su barbilla, por ese gesto se nota que con ella no lo derrocharon. No tiene cara de malcriada o consentida. Tiene todo el aspecto de haber sido guiada y vigilada con cuidado. Seguramente la institutriz era sueca; en general, son las más severas. Y más tarde, cuando empezó a salir con chicos, siempre iba con dama de compañía.

»Claro que sí, tenía que haber una dama de compañía. Para ponerles las cosas difíciles a los chicos. Es decir, si iban tras un tipo de mujer frágil, delicada, una dama suave con cabellos color dorado pálido y ojos azul claro y cutis amarfilado muy claro. ¿Buscas eso? Sí, supongo que uno busca eso. Como buscan las polillas la llama blanco-azulada que después resulta ser un carámbano que las congela y las reduce a la nada».

Se quedó mirando fijamente a su mujer con ojos helados y observó su pelo dorado pálido, peinado con raya al medio, que cubría sus orejas delicadas. Y los ojos azul claro, y el cutis amarfilado que armonizaba con su frágil delgadez. Sólo un ligero esbozo de pechos y casi nada de caderas. Pero no era exactamente delgada como una vaina de judías; se le apreciaba un busto y muslos sutilmente moldeados que la hacían interesante.

«Dejemos eso —pensó—. Considerémoslo más en términos de estadística. Mide un metro cincuenta y nueve; pesa exactamente cuarenta y nueve kilos. Tiene veintinueve años. Cuántos nueves. Tal vez sea tu número de la suerte. O mejor dicho, tu número de la mala suerte. Porque por ejemplo, nueve son los meses de un embarazo, y ha sido incapaz de darte un hijo. Será mejor que te olvides del número nueve. Probemos con un número que todos saben que trae buena suerte; el siete, por ejemplo. Ese es un buen número. Claro que sí, es un muy buen número. Hace siete meses que no lo haces con ella. Es increíble. Pero es un hecho, tío, un hecho irrefutable.

»Y por favor, hagas lo que hagas, no le eches la culpa al tipo que inventó las camas gemelas. Las camas gemelas no tienen nada que ver con este problema. Este problema se basa en la premisa de que ella no quiere y, aunque quisiera, tú serías incapaz. Ya que estamos, hablemos claro y digamos que ella es frígida y que, por consiguiente, tú te has vuelto impotente.

»Pues muy bien, chico, eso equilibra la ecuación, y el resultado queda cero a cero. ¿Qué te parece si brindamos?».

Pero su copa estaba vacía. Llamó al camarero y pidió otra. Oyó a Cora cuando le dijo:

—Quisiera que no bebieras más.

Bevan se recostó aún más contra la barra y lanzó una sonrisa a la nada.

—Es sólo una forma de pasar el tiempo.

—Por favor, no bebas más esta noche.

—Esto no es beber. Es tomar una medicina.

—James, no digas tonterías. Toda esa ginebra que llevas dentro no te hace bien.

Bevan seguía sonriendo tontamente, con los ojos vueltos hacia la nada.

—Me gustaría encontrar algún sustituto.

—No sé a qué te refieres.

—¿No? Y un cuerno que no lo sabes.

El camarero llegó con la tónica con ginebra y colocó la copa delante de Bevan. Este tendió la mano para recogerla, pero luego decidió dejarla donde estaba durante un momento. Le sonrió al vaso, a los brillantes cubitos de hielo que flotaban en el líquido burbujeante e incoloro. Oyó a Cora que le decía:

—James, te vas a emborrachar. Siempre adivino cuándo te vas a emborrachar.

—Hola —saludó James al vaso—. Hola, amigote.

—Escúchame —le dijo Cora poniéndole la mano sobre el brazo.

—¿Eres mi amigo de verdad? —le preguntó Bevan al vaso—. Si quieres ser mi amigo, deberás aguantarme, ¿vale?

—James…

—Tendrás que ser leal de principio a fin —le dijo al vaso—. Nada de ser amigo mío cuando las cosas van sobre ruedas. Lo que necesito es un compañero de verdad, alguien con quien pueda hablar. Ese ha sido mi problema, no tengo con quién hablar. De modo que lleguemos a un acuerdo, amigo. No hay nada en este mundo como llegar a un acuerdo.

—¿Quieres hacer el favor de escucharme? —le pidió ella tirándole de la manga.

—¿No ves que estoy ocupado? Estoy ocupado hablando con mi amigo.

—No soporto que estés bebido.

—Y yo no soporto no estar bebido.

Se encontraba prácticamente recostado sobre la barra. Cora lo sujetó por la cintura e intentó enderezarlo. Bevan se apartó tambaleando. Entonces, ella le dijo:

—James, hay otras personas en esta sala. Te están mirando.

—¿A mí? —inquirió agarrándose del borde de la barra para no caer al suelo—. ¿Por qué quieren mirarme? No soy nadie.

—Me gustaría que dejases de demostrarlo.

—No tengo que demostrarlo. Aquí mismo tienes la prueba viviente —dijo señalándose a sí mismo—. Envuelta, sellada y lista para enviar por paquete postal. Muchachos, manejadla con cuidado, que podría hacerse pedazos.

Acto seguido tendió la mano para levantar la copa, perdió asidero y resbaló por la barra; cayó con la cabeza de manera que fue a golpear con la barbilla sobre la lustrosa superficie de madera dura. No se levantó y oyó a su mujer que le decía:

—Levántate, James. Ponte de pie.

—Hace años que lo intento. Pero no me sale. No doy la talla.

—Anda, deja que te eche una mano —sugirió ella aferrándolo por los hombros.

—No necesito ayuda —dijo él, apartándola—. Lo que necesito es otra copa.

Desde el extremo opuesto de la barra llegaron unas risitas apagadas e incómodas. Cora realizó otro intento por enderezarlo y él volvió a apartarla. Cerró los ojos durante un momento y luego dijo en voz muy queda:

—Al menos podrías pensar en mí.

—Mi adorable y querida niña, siempre pienso en ti —y riéndose, casi comiéndose las palabras y lloriqueando, añadió—: No puedo dejar de pensar en ti.

Trató de incorporarse, pero al levantar la cabeza le fallaron las rodillas. Cora le agarró y James cayó contra ella haciéndole perder el equilibrio. Tambaleando, los dos se separaron de la barra, al tiempo que un hombre abandonaba el grupo ubicado al otro extremo del bar y se dirigió hacia ellos a toda prisa. Cogió a Bevan por debajo de las axilas, lo enderezó, lo condujo hasta las mesas que había junto a la barra y lo sentó en una silla. Bevan dejó caer la cabeza sobre los brazos cruzados. Oyó un monótono murmullo dentro de sí y luego Cora que le daba las gracias al hombre. Este dijo:

—No hay de qué.

—Estoy terriblemente avergonzada —se disculpó Cora.

El murmullo se hizo más fuerte, pero a través de él James oyó al hombre comentar:

—Supongo que ha bebido demasiado.

Bevan levantó la cabeza, y miró al hombre y le preguntó:

—¿Cómo diablos lo ha adivinado?

El hombre le lanzó una sonrisa entre tolerante y divertida. Bevan decidió que se trataba más bien de una sonrisa socarrona, aunque no podía estar seguro, porque el hombre se había convertido primero en mellizos y después en trillizos vistos a través de una pared de celuloide manchada de pegamento. La pared se le acercó, se inclinó abruptamente y James se vio encima de ella y resbalando hacia abajo. Se dijo que aún no estaba en condiciones de perder el sentido. En su fuero interno, la emprendió a puñetazos con la ginebra que pugnaba por vencer a su cerebro, también a puñetazos. Eso le ayudó; logró sentarse más o menos derecho. Volvió a centrar la atención en el hombre. Vio que era de estatura media pero más bien pesado; tenía tez rojiza y cabello rizado color zanahoria. Sus ojos eran verde grisáceos y tenía la nariz ligeramente achatada. Vestía un traje beige de pesada seda italiana y calzaba zapatos de ante color mantequilla. Daba toda la impresión de ser un tipo bastante próspero y, tal vez, un importante ex universitario, probablemente de alguna Facultad de la Ivy League.

—¿Y a mí qué? —masculló Bevan—. Yo estudié en Yale.

—Será mejor que lo lleve a su habitación —dijo el hombre mirando a Cora.

—Lamento causarle tantas molestias —dijo ella.

—No es ninguna molestia.

—En tu lugar, no apostaría nada… —le dijo Bevan, sonriéndole amistosamente. El hombre le devolvió la sonrisa.

—Estamos en la tres, cero, siete —le informó Cora.

El pelo color zanahoria y la nariz achatada se acercaron lentamente hacia Bevan; éste sonrió más ampliamente y le preguntó:

—¿Cree usted que podrá llegar?

—Los dos llegaremos —repuso el hombre. Le sonó como un jefe de tropa de niños exploradores—. Llegaremos juntos, hijo.

—Hijo —repitió Bevan—. No me venga con ese rollo.

—Vamos —murmuró el hombre gentilmente, acercándose a Bevan y haciendo ademán de cogerlo—. Intentémoslo al viejo estilo universitario. Marquemos un tanto por Old Eli.

—Oh, vamos, apártese de mí —suplicó Bevan, fatigado—. Apártese de mí de una puñetera vez.

—Tranquilo, hombre —le dijo, sujetándolo por los brazos y levantándolo de la silla—. Procuremos que esto nos salga lo mejor posible.

Bevan se dejó enderezar y cuando tuvo la certeza de pisar suelo firme, se dio media vuelta y se liberó del hombre. Tendió la derecha y disparó un gancho largo que resultó demasiado largo, el impulso lo llevó más allá del hombre y terminó aterrizando sobre una mesa que quedó patas arriba. Cayó de cara y la cabeza fue a descansar sobre el borde de la mesa volcada; ésta salió rodando y él se quedó dormido.

Se están riendo —se dijo Cora—. ¿Los oyes cómo se ríen? No son unas risas roncas y burlonas, sino apagadas, llenas de tacto; intentan refrenarlas. Pero no lo logran, es que es un espectáculo tan cómico. Sí, es tan cómico. Es como una comedia bufa. ¿Pero te das cuenta? Ojalá pudieras.

Se quedo allí de pie, escuchando las risas amortiguadas provenientes del otro extremo de la barra. Miraban al borracho que dormía con la cabeza apoyada contra la mesa volcada. El hombre corpulento se acercó al borracho, lo levantó del suelo y cargó con él como si fuera una manta enrollada: un brazo debajo de los hombros y el otro debajo de las rodillas. Le resultaba fácil aguantar su peso y, sonriendo plácidamente a Cora, le preguntó:

—¿Y la llave de la habitación?

—La lleva en el bolsillo del pantalón.

—Bien —dijo el hombre sonriendo un poco más—. No se muestre usted tan preocupada. Su marido se encuentra bien.

Cora no contestó.

—Se encuentra muy bien —insistió el hombre—. De maravilla.

Bevan masculló algo en sueños, y se revolvió en brazos del hombre: éste siguió sonriéndole a Cora y le dijo:

—Lo único que le hace falta es apoyar la cabeza en una almohada.

—¿Y por qué no lo lleva arriba? ¿A qué espera?

El hombre enarcó las cejas ligeramente pero no dejó de sonreír.

—Lo siento —murmuró Cora—. No debería haberlo dicho de ese modo.

—No se preocupe —comentó el hombre amablemente—. Es comprensible.

Entonces se volvió, sacó del bar al borracho dormido, atravesó el vestíbulo y se dirigió hacia la fila de ascensores. Cora se quedó mirándolo desde la puerta que separaba el bar del vestíbulo y observó cómo esperaba con la carga en brazos a que llegara el ascensor. Entretanto pensaba: «Quienquiera que sea, es un bruto. Muy amable y considerado, pero un bruto. Fíjate que grandote es. Mira qué hombros. Qué hombros más anchos. Es muchísimo más corpulento que el hombre que lleva en brazos. Justamente es lo que quiere que vea. Por eso se quedó ahí sonriéndome, dándome a entender que es más grande, más grande y mejor. Sólo le falta enseñarme el pelo del pecho. ¿Tendrá el pecho peludo? ¿Por qué lo preguntas? No lo sé. Y deja de preguntar. ¿Pero tendrá de veras el pecho peludo? ¿Quieres dejar de temblar? No estoy temblando. Sí, estás temblando: tienes frío, mucho frío. Pero es como si en alguna parte hubiera un horno que se acercara; está muy caliente, al rojo vivo, y se acerca más y más, pero no es un horno, es una mano, la mano de un hombre. La mano de…

»¿De quién? ¿De qué?

»Es una pregunta sin respuesta —pensó—. No es nada, en realidad, no es nada. Un lapsus momentáneo. Sabes que puedes deshacerte de él si lo intentas, porque ya te ha pasado otras veces y siempre has logrado deshacerte de estos lapsus. ¿Pero qué serán? ¿Por qué me ocurren?».

Permaneció inmóvil, observando al hombre mientras entraba en el ascensor con la carga dormida entre los brazos. La puerta se cerró; Cora miró el indicador de pisos y vio que la aguja se movía lentamente hacia el dos, pasaba el dos y se dirigía al tres. Se detuvo en el tres. Sus ojos se clavaron en el número tres grabado en el bronce del indicador. «Tres —pensó—. ¿Qué significaba el número tres? Me recuerda aquel dicho: tres pequeñas palabras. Y ese otro que dice que tres es una multitud. Y también está lo que nos enseñan en aritmética en primer grado, tres y tres son seis, seis y tres son nueve ¿Nueve? ¿Qué significa el nueve?

»Ya te lo diré. Estás pensando igual que los niños. Igual que un niño de nueve años. Por favor, intenta recordar que eres adulta, que tienes veintinueve años y no nueve… nueve años…».

Volvió a temblar. Era un temblor convulsivo y mientras duró sintió frío y luego ese horrendo calor que se transformaba en la mano de un hombre. Dio un paso atrás para apartarse de aquella mano, y otro más, y se tapó los ojos y con las palmas hizo presión sobre ellos y no vio más que oscuridad. Era una negrura espesa, grasienta, terriblemente sucia; era como la negrura de una cloaca que bajaba y bajaba, y ya sentía la humedad y sabía exactamente dónde estaba. Procuró creer que no estaba allí, pero sí estaba. Estaba allí, esa humedad quemante que la hacía gemir y boquear mudamente.

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