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Authors: Megan Maxwell

Tags: #Aventuras, romántico

Desde donde se domine la llanura (27 page)

—No están acostumbrados a tratar con mujeres decentes, a excepción de vosotras, y creo que eso es lo que los tiene asustados.

Aquella confidencia hizo sonreír a Gillian, que, divertida, le comentó: —Contempla la cara de Kennet… Por todos los santos, Niall, ¡se está poniendo bizco!

Niall sonrió y, siguiéndole el juego, añadió:

—Al pobre de Johan parece que le han clavado a la pared.

—¡Oh, Dios!, ¡pobrecillo! —se carcajeó Gillian, tapándose la boca con la mano escondiéndose detrás de su marido.

Aquel grado de complicidad y confianza gustó a Niall, que, como siempre que se dejaba llevar, disfrutó cada momento de su cercanía. Verla reír de aquella forma contra su hombro era un bálsamo demasiado exquisito como para dejarlo escapar; por ello, prefirió seguir divirtiéndose durante un rato, hasta que finalmente entendió que sus hombres necesitaban ayuda.

—Tienes razón. Creo que si bailas con alguno de ellos, el resto se animará a bailar.

—Sí, creo que será la mejor opción —asintió Gillian, que al intentar levantarse notó cómo Niall la obligaba a sentarse de nuevo.

—A cambio, te exijo un beso.

Al ver que ella lo miraba sorprendida, el
highlander
le aclaró:

—Quiero que todos vean que si sales a bailar con mis hombres es con mi beneplácito.

Con mirada burlona, ésta se le acercó, y tras darle un dulce pero corto beso en los labios, le preguntó al separarse:

—¿Contento?

—No —susurró él.

Y con una intensidad que hizo que la sangre de Gillian se calentara, Niall hundió la mano en su frondoso cabello, la inmovilizó y le dio un implacable beso, de modo que ambos vibraron de auténtica pasión.

Una vez que se separaron, miró a su mujer, abrumado por la intensidad de aquel corto beso.

—Ahora ya puedes bailar con mis hombres.

«¡Ay, Dios!, no sé si podré», pensó ella, pero al final se levantó. —De acuerdo.

Como si flotara sumida en sus pensamientos, antes de llegar hasta los hombres de su marido, se acercó a una de las mesas laterales, donde las criadas habían puesto bebidas frescas. Con la boca seca y el corazón desbocado, cogió una jarra y se la llenó de cerveza. ¡Cielo santo!, cada vez que la tocaba la hacía arder. Aquel beso abrasador la había dejado seca y con las piernas tan flojas que parecían de harina. Volviéndose hacia su marido, lo miró con disimulo y se alegró de que él estuviera hablando con su hermano.

Megan contempló, divertida, el acaloramiento de Gillian tras dar un beso a su marido, y animó a Cris para que ambas se unieran al baile.

—¡Vaya, vaya!, ¿es pasión lo que veo en tus ojos? —preguntó Megan.

—Hum…, yo creo que es deseo, exaltación, fogosidad… —apostilló Cris. Se atragantó con sus comentarios y se echó parte de la cerveza encima. «¡Dios!, ¿tanto se me nota?», pensó, pero tras sonreír y ver sus caras alegres, dejó la jarra sobre la mesa y dijo, mirando a los guerreros:

—Anda, dejaos de tonterías e invitemos a esos brutos a bailar. Nos necesitan. Gillian le sugirió a Helena que sacara a bailar a Aslam, mientras ellas se dirigieron a Donald, Kennet y Caleb. Ése fue el primer baile de los muchos que aquella noche se bailaron.

De madrugada, cuando las mujeres decidieron marcharse a descansar a sus habitaciones, Gillian observó que su marido la miraba con una intensidad desbordante. Eso la puso nerviosa. Una vez que llegó a la habitación, se cambió de ropa y, ansiosa, esperó su compañía. Pero, para su desconcierto, el tiempo pasó y él no apareció. Finalmente, con tristeza, se durmió.

Capítulo 32

A la mañana siguiente, el viaje continuó hacia Skye a bordo de una enorme barcaza. Gillian, con lágrimas en los ojos, pero consolada por Cris, se despidió de Megan y las niñas, quienes con una sonrisa en la boca movían sus manos y le gritaban que pronto la irían a visitar. Niall, al ver los ojos llorosos de su mujer, sintió deseos de abrazarla, pero no se le acercó. La noche anterior, a pesar de haber ido en varias ocasiones hasta la puerta de su habitación, al final no entró.

Tras desembarcar en el puerto de Portree, según se adentraban en la isla de Sky, poco a poco, el camino se volvió angosto y fangoso. Todo era salvaje y extrañamente virgen, ni siquiera había sido explorado por los escoceses. Gillian lo miró todo con curiosidad. Aquel paisaje brusco era demasiado abrupto para lo que ella estaba acostumbrada. Como era de esperar, Diane no paró de protestar desde su carro.

Sin apartarse de Gillian, Cris le fue comentando curiosidades del lugar. Eso amenizó el viaje ya que Niall, de nuevo, ni la miraba. ¿Cómo podía haberla besado en la fiesta de la noche anterior con aquella pasión, y luego no hacerle ni caso? Enredada en sus pensamientos estaba cuando divisaron un gran pedrusco. Al ver que ella lo miraba con sorpresa, Cris le explicó que a aquella enorme piedra los lugareños le llamaban Storn.

Tras bajar una escarpada colina, aparecieron ante ellos varios hombres a caballo. En ese momento, Gillian oyó a Cris blasfemar.

—¿Qué pasa, Cris?

Con gesto sombrío y entre dientes, ésta respondió:

—Problemas.

Asombrada, Gillian miró a los guerreros que se erguían delante de ellos. Eso la tensó. Niall, que iba en cabeza con Ewen, levantó su mano y ordenó a sus hombres que se detuvieran.

—¡Maldita sea! —gruñó Cris sin moverse de su lado, reconociendo a los dos hombres que se acercaban.

—¿Quiénes son ésos? —preguntó Gillian al notarla nerviosa.

—El laird Connors McDougall y el insoportable de su hijo, Brendan. «McDougall, como yo», pensó Gillian.

Con curiosidad, pero con los ojos alerta, observó cómo Niall se apeaba del caballo y saludaba a aquellos que, como él, habían desmontado de los corceles. Parecían conocerse y llevarse bien. Entonces, Niall le dijo algo a Ewen, y éste se encaminó hacia ella.

—Milady, vuestro marido os requiere. Desea presentaros a los McDougall.

—¡Oh, qué ilusión! —se mofó Cris.

Ewen sonrió, pero con un movimiento de cabeza le ordenó calma. Ella, asintiendo, le hizo caso.

—Pues si me los quiere presentar, no diré que no —dijo Gillian, que mirando a Cris, preguntó—: ¿Vienes conmigo?

—No, Gillian. Yo no me acerco a esos McDougall ni aunque esté ahogándome. A pesar de que la respuesta de Cris la cogió por sorpresa, Gillian espoleó el caballo y, tras una pequeña galopada, llegó hasta donde ellos estaban. Sin esperar a que su marido la ayudara a bajar, se apeó y se acercó hasta los hombres, quienes, al advertir su presencia, clavaron sus claros ojos en ella. Niall, agarrándola con posesión por la cintura, la acercó a él.

—Gillian, te presento a Connors y Brendan McDougall. —Ella sonrió, y Niall prosiguió—: Connors es el laird de los McDougall de Skye y Brendan es su hijo.

—Encantada de conoceros —asintió con gracia, pero aquellos fieros guerreros la miraron de arriba abajo de una manera que hizo que ella se alertara.

El primero que se le acercó fue Connors, el más anciano, un hombre alto, de poblada barba rubia, ojos fríos y grandes cejas, que mirándola desde su enorme altura, dijo:

—Es un placer conoceros, milady. Cuando Niall nos ha dicho que se había desposado no lo he creído. Pero al ver vuestra belleza lo envidio.

—Gracias por el halago —respondió aún agarrada a Niall, que la sujetaba con fuerza.

Entonces, le llegó el turno al más joven. Era tan alto como Niall, y a diferencia de su padre, sus ojos denotaban calidez; sin embargo, su voz al saludarla sonó fría y cargada de ironía.

—Me alegra saber que mi amigo Niall ha contraído matrimonio con una bonita mujer, aunque no comparto su pésimo gusto para elegir compañera.

—¡Brendan! —bramó Niall, que sacó su espada. De pronto, Gillian oyó el sonido del acero. Vio desenvainar las espadas a todos los hombres de su marido y después a los demás.

—No voy a permitir que seas descortés con mi mujer, Brendan. Exijo tus disculpas inmediatamente.

—¿Cómo te atreves a traer a una McDougall de Dunstaffnage a Skye? —vociferó el joven—. ¿Acaso no sabías lo que esto iba a suponer?

Gillian, al ver la tensión en el cuerpo de Niall mientras la escondía tras él, fue a decir algo cuando lo oyó sisear:

—Cuando llegué aquí hace años os dejé muy claro a vosotros y a los McLeod que yo, Niall McRae, soy hombre de elegir mis propias amistades, y mucho más a mi mujer. Nadie me dirá nunca con quién he de luchar ni confraternizar. ¿Has entendido, Brendan?

El más anciano, al ver la fiereza en los ojos de Niall, le exigió a su hijo:

—Pídele disculpas a la mujer de Niall ahora mismo. Pero el joven, rebelándose, gritó mirando a Gillian:

—Padre, ¿cómo puedes consentir que la nieta de una sucia inglesa pise nuestras tierras?

Al oír aquello, Gillian lo entendió todo, y deshaciéndose del brazo protector de su marido, se plantó ante aquel hombre y se irguió todo lo que pudo.

—Si vuelves a hablar de mi abuela en esos términos, maldito bestia —chilló—, te las verás conmigo. Nadie insulta a mi familia estando yo delante, ¿me has entendido, McDougall de Skye?

Brendan sonrió.

—¿De qué te ríes, necio cenutrio? —vociferó, descolocándolo. Atónito, Niall cogió del brazo a su mujer para que se estuviera quieta y no liara más las cosas, y aunque se resistió, la volvió a poner tras él.

—Gillian, cierra la boca; te lo ordeno.

Connors McDougall, sorprendido por cómo aquella pequeña mujer se les había encarado, miró a Niall y dijo:

—Vaya, McRae, tu esposa tiene carácter.

Niall fue a responder, pero Gillian, aún detrás de él, se le adelantó:

—¡Oh, sí!, no lo dudéis. Tentadme y me conoceréis. Volviéndose de nuevo hacia ella, Niall le clavó su mirada más sanguinaria, y Gillian resopló.

—Vale, lo siento, ya cierro la boca.

Brendan, al sentir la mirada de su padre, cuando Niall se giró de nuevo hacia ellos, dijo:

—Disculpa mi atrevimiento. —Y moviéndose hacia un lado para ver la mirada ceñuda de la mujer, repitió—: Milady, disculpad mis palabras.

Niall guardó su espada, y sus hombres hicieron lo mismo. Después, se volvió hacia su ofuscada mujer y, tras indicarle que no abriera la boca, la cogió por la cintura y la levantó hasta el caballo.

—Gillian, despídete y regresa de inmediato con mis hombres —le ordenó. Ella obligó al animal a dar la vuelta y, con la furia en los ojos, se colocó en su lugar de nuevo. Cuando llegó hasta Cris, que había sido testigo de la escena, maldijo:

—¡Maldito estúpido ese Brendan McDougall! Con una sonrisa, Cris asintió:

—Totalmente de acuerdo contigo. ¡Es un estúpido en toda regla!

—Te juro que le hubiera cogido por el cuello y…

—Relájate, Gillian —susurró Cris mientras observaba cómo los McDougall de Skye se marchaban y Niall montaba en su caballo—. No merece la pena; créeme. Con gesto de furia, Gillian continuó el camino, hasta que poco a poco y gracias a las divertidas ocurrencias de Cris se relajó. Al anochecer, avistaron una fortificación. Era la fortaleza de Dunvengan, propiedad de los McLeod. Cris, Diane y su sufrida criada se quedarían allí.

Según se acercaban, Gillian miró el castillo y un repelús le recorrió el cuerpo al sentir su tenebrosidad. Aquel lugar, visto sin la luz del día, tenía un aspecto lúgubre, tétrico, fantasmagórico. Nada que ver con su precioso castillo de Dunstaffnage. Niall, acercándose a ella le preguntó:

—¿A qué se debe ese gesto?

Sorprendida por su cercanía, y en especial porque le hablara, contestó:

—¡Qué lugar más triste! Su visión me ha puesto la carne de gallina. Niall sonrió. Ella había tenido la misma percepción del lugar que él tuvo cuando lo vio por primera vez. Pero sin entrar en explicaciones, le indicó:

—Prepárate. Jesse McLeod, el padre de Cris y Diane, organiza unas fiestas fantásticas. Conociéndole y sabedor de nuestra llegada, seguro que algo habrá planeado.

Tras descender por una pequeña loma, tomaron un camino que les llevó directamente hasta las puertas del castillo de Dunnotar. Gillian miró hacia los hombres de su marido y, con una sonrisa, comprobó cómo las aldeanas sonreían, mientras ellos, con galantería, inclinaban la cabeza a su paso.

«Bien muchachos…, bien», pensó orgullosa de ellos. Cuando llegaron a un patio cuadrado e iluminado con cientos de antorchas, un hombre grande y con una barba pelirroja abundante salió a recibirlos. —¡McRae! Bienvenido.

«Otro barbudo», se dijo Gillian.

El hombre miró a Diane, que se había empeñado en hacer el último trecho del camino sobre un bonito corcel oscuro.

—Diane, cariño mío, por fin has regresado.

—Sí, padre, he regresado a mi hogar —suspiró ella con dulzura. Al sentirse ignorada, Cris, tras guiñarle un ojo con complicidad a Gillian, dijo:

—Hola, padre, yo también he regresado.

El hombre la miró, y tras asentir con una sonrisa, volvió a mirar con ojos de enamorado a su dulce Diane.

Incrédula por aquella indiferencia, Gillian miró a su joven amiga, y Cris, acercando su caballo al de ella, murmuró:

—Como te habrás dado cuenta, en mi propio hogar, ante la belleza de mi perfecta hermana, soy invisible.

Instantes después, una mujer de pelo rubio y vestido reluciente salió por la puerta y gritó mientras Niall, con una encantadora sonrisa, se apeaba de su caballo.

—¿Dónde está mi preciosa hija?

—Aquí, madre —gritó Diane como si fuera una chiquilla. Gillian, estupefacta por la indolencia que mostraban hacia la buena de Cris, fue a decir algo, pero se quedó sin palabras al ver que su guapo marido ayudaba primero a bajar a Diane de su caballo. Indignada, vio cómo ella se le echaba encima y lo miraba a los ojos.

«¡Dios!, dame fuerzas, o soy capaz de lanzarle la daga a la cabeza», pensó Gillian cada vez más ofendida.

—¡Argh! Mi hermanita se supera día a día, y tu marido es más tonto de lo que yo pensaba —se mofó Cris, bajando sola de su caballo.

Molesta por aquel teatrillo, Gillian se tiró de su corcel, y antes de que su marido la mirara, estaba a su lado con una seductora, pero fría sonrisa.

El barbudo, tras besar primero a Diane y luego a Cris, la miró y preguntó:

—Y esta encantadora jovencita, ¿quién es?

«La que le va a sacar los ojos a tu preciosa Diane», se dijo Gillian. Niall la agarró por la cintura para atraerla hacia él y anunció con tranquilidad en la voz:

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