Al almirante Blas de Lezo, con sólo tres mil hombres y seis navíos a su cargo, se le ha encomendado la defensa de Cartagena de Indias.
Frente a él se prepara el desembarco más audaz de todos los tiempos: Inglaterra ha enviado doscientas naves y casi treinta mil hombres para arrasar la ciudad. Cualquiera en su sano juicio se habría rendido de inmediato. Cualquiera excepto Lezo.
Blas de Lezo es
Mediohombre
, el estratega más genial de todos los tiempos. Esta es su historia y la historia de una defensa heroica y singular: el Sitio de Cartagena de Indias.
Una gran novela de aventuras, en la que una brillante reconstrucción del hecho histórico y un ritmo trepidante mantienen al lector enganchado de la primera a la última página, acercándonos a un episodio olvidado de la Historia en el que se impusieron el ingenio y el valor.
Alber Vázquez
Mediohombre
La batalla que Inglaterra ocultó al mundo
ePUB v1.1
minicaja14.07.12
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xlakra08.08.12
Título original:
Mediohombre
Alber Vázquez, noviembre de 2009.
Diseño/retoque portada: Opalworks
Editor original: minicaja (v1.0)
Correccion de erratas + mapa: xlakra (v1.1)
ePub base v2.0
God damn you, Lezo
Edward Vernon
24 de agosto de 1704
El impacto de una bala de cañón de a veinticuatro libras es como introducir una mano en el vientre abierto de un lobo moribundo: mientras experimentas el calor de las vísceras aún húmedas, caes en la cuenta de que cuando el animal se revuelva por última vez, de la dentellada no te libra nadie.
Blas de Lezo bajó la cabeza y vio que parte de su pierna izquierda había sido arrancada de cuajo. Sintió el calor y sintió la dentellada. Y deseó que el infierno cayera sobre el malnacido inglés cuya mano había encendido la mecha del cañón que lanzó la bala.
Allí, sobre la cubierta del Foudroyant, con sólo quince años de edad y vistiendo el uniforme de guardiamarina de la armada francesa, supo que si el pánico no le dominaba ahora, para siempre con él estaría la ira. El espanto, la locura y el arrojo inabarcable.
Y eso hizo. Apretó los labios, dejó caer en cubierta el sable que empuñaba en la mano derecha y ahogó un grito que ahogaba todos los gritos futuros. Él era Lezo y Lezo no aullaría jamás. No como un perro inglés. No como aquellos a los que habían estado cañoneando durante toda la jornada.
—¡Lezo! ¡Tu pierna! —gritó uno de los guardiamarinas franceses que se hallaba cerca de Lezo.
La mañana se había levantado descubriendo un horizonte repleto de velas inglesas y holandesas. Parte de la flota del almirante George Rooke que unos días antes había conquistado Gibraltar, costeó hacia levante tras saber de la presencia de navíos franceses en las inmediaciones. Cuando los encontró, se hallaba frente a Málaga. Y no dudó en hacerles frente. Porque allí y entre aquellas gentes, nadie parecía dudar nada.
—¡Seguid disparando! —ordenó Lezo, como toda respuesta, a los artilleros del cañón que estaba bajo su mando—. ¡Vamos, hatajo de gandules borrachos!
—Lezo… Tu pierna…
Y lo cierto era que la pierna de Lezo, lo que quedaba de ella, presentaba un aspecto lamentable. El pie había desaparecido por completo y la tibia y el peroné estaban fracturados más o menos por la mitad. El dolor que sentía Lezo debía ser insoportable. Pero Lezo no se amilanó. Había decidido no aullar como una puta inglesa y no lo haría. Él no. Él no ahora.
—¡Un cabo! —gritó al guardiamarina francés. Parecía más una orden que una petición—: Vamos, no te quedes mirando y alcánzame un cabo. Necesito hacerme un torniquete.
El guardiamarina francés, uno o dos años más joven que el propio Lezo, fue en busca de lo que se le pedía. Cuando regresó, halló a Lezo dando órdenes con absoluta serenidad:
—Quitad esos cuerpos de ahí. ¿Tengo que decirlo yo, tarados malolientes? Los muertos no luchan. Sólo entorpecen.
—El cabo… —dijo, pálido ante la visión de los huesos de Lezo, el guardiamarina francés.
Lezo lo tomó y, con él en la mano, se dejó caer en cubierta fuera del área de trabajo de los artilleros. Allí, luchando denodadamente por no chillar, por no abrir la boca ni morderse la lengua, rodeó su pierna con la cuerda y completó el torniquete. No era la primera vez que hacía uno. Cierto que no a sí mismo, pero, en esencia, no existía ninguna diferencia. Un torniquete es un torniquete. Lo que haces cuando no quieres morir desangrado y no hay tiempo para una intervención médica en toda regla.
Entonces, entre el intenso dolor y la tentación de comenzar a experimentar lástima de sí mismo y de su mala fortuna, Lezo vio, frente a sí, a la muerte. Vestía como una fulana pordiosera, flaca y desdentada, y a buen seguro venía de pasarse por la entrepierna a los veintidós mil hombres de Rooke, Rooke incluido.
—Hoy es tu día —le dijo a Lezo en inglés.
Lezo la miró y miró el charco de sangre que había dejado en torno a sí.
—Este torniquete aguantará —le respondió.
La muerte inspeccionó el trabajo que Lezo había hecho en su propia pierna y, con desdén, farfulló:
—No te salvará, querido. Esta noche te recogeré en mis brazos.
En ese momento, Lezo experimentó un mareo y se tambaleó hacia atrás. Un oficial de guerra acudió en su ayuda:
—Dios santo, acabo de enterarme —exclamó elevando la voz sobre el estruendo provocado por el impacto de dos balas de cañón golpeando casi al unísono sobre la cubierta—. Debemos ponerle a resguardo y tratar de que el cirujano cure esa herida cuanto antes.
Lezo apenas lograba distinguir el rostro del oficial. El dolor se volvía más y más intenso y la pérdida de sangre debilitaba, por momentos, su cuerpo. No obstante, halló fuerzas para replicar:
—Acuda a su puesto, señor, y no se preocupe de mí. Estoy bien.
—Debe verle de inmediato el cirujano —insistió el oficial.
—El torniquete está correctamente aplicado. ¿Lo ve?
Lezo mostró la abertura en su pierna. La sangre, poco a poco, había dejado de manar.
De nuevo, una bala de cañón impactó sobre la cubierta del Foudroyant y, antes de que hiciera añicos un bote salvavidas, arrancó limpiamente la cabeza un artillero y le partió el hombro a otro. El oficial observó aquello con preocupación.
—Le ruego que regrese a su puesto, señor —añadió Lezo—. Estoy bien y a usted le necesitan.
El oficial dudó por última vez antes de abandonar la compañía de Lezo.
—De acuerdo, pero le enviaré a un hombre para que se ocupe de usted —dijo.
Y quizás lo hiciera, pero para entonces Lezo ya había tomado la decisión de ponerse en pie y reincorporarse a la batalla. El torniquete había detenido la sangre y aquello era suficiente por el momento. Tiempo habría para cirugías.
Algo más consciente de sí mismo, aunque todavía mareado, utilizó su sable como si de un bastón se tratara. Clavó la punta en la madera de la cubierta y, apoyándose en él, se puso en pie.
Miró en torno a él. Contó al menos doce cuerpos inertes y más de media docena heridos muy graves. Los dos cirujanos y el capellán trabajaban a destajo moviéndose con soltura en mitad de la maraña de artilleros que, una y otra vez, cargaban y disparaban los cañones del Foudroyant.
—Enviaremos a toda esa horda de bastados al fondo del mar —dijo Lezo dirigiéndose, de nuevo, a la muerte—. Antes de que caiga el día.
La muerte le miró fijamente.
—Para entonces, tú ya estarás conmigo —sentenció.
Lezo no se arredró. Apoyándose en su pierna sana, blandió el sable frente a sí:
—¡Lárgate, maldita piojosa! ¡Lárgate de aquí porque hoy no es el día! ¡Hoy no es el día!
Sus voces eran gritos, pero cualquier sonido que no es batalla en la batalla, se silencia de inmediato. Podría Lezo haberse desgañitado en sus gritos contra la muerte y ni uno solo de los artilleros que manejaban los cañones junto a él, ni una sola de las almas a bordo del Foudroyant, le habría escuchado. Quizás, si alguien se hubiera dado la vuelta y hubiera fijado la vista en él, habría visto a un joven guardiamarina de quince años que, sin prestar atención a su pierna destrozada, lanzaba mandobles al aire.
—Hoy no es el día y mañana tampoco lo será. Ve junto a los ingleses porque allí vamos a darte trabajo.
Acto seguido, un Lezo con el uniforme empapado en sudor, dio la espalda a la muerte. Se quedó quieto, con los ojos cerrados, y aguardó unos segundos. Si realmente iba a llevárselo, que lo hiciera cuanto antes. Porque si le dejaba ir, le dejaba ir con todas sus consecuencias. Ya arreglarían cuentas más adelante. Mucho más adelante.
Y como nada advirtió, resolvió abrir, de nuevo, los ojos, y observar la cubierta del navío. Las balas de los ingleses les estaban haciendo daño, pero sus balas tampoco perdonaban demasiado. El Foudroyant estaba en la línea de batalla y todavía disponía de suficiente munición para seguir cañoneando durante varias horas. Y el trabajo que a él se le había encomendado era supervisar y dirigir los trabajos en tres de los ciento cuatro cañones de los que el Foudroyant disponía. Bien, pues eso era lo que se disponía a realizar. Su trabajo. El trabajo de un guardiamarina de la armada francesa.
—Vamos, vamos, quitad ese cuerpo de ahí —dijo Lezo dirigiéndose a los hombres del cañón más cercano.
Su voz brotó serena pero débil y Lezo se dio cuenta de ello. Por ese motivo, repitió la orden:
—¿Es que no me habéis oído, hatajo de gandules? ¡Vamos, quiero más brío! ¿A qué hemos venido? A enviar perros ingleses al fondo del mar. ¡Y eso es lo que vamos a hacer! ¡Por Dios que lo vamos a hacer!
Se había situado de tal forma que no entorpeciera la labor de los hombres que manejaban el aparejo del cañón. Estaban disparando palanquetas, las cuales, aunque con mucho menor alcance que las balas, causaban enormes destrozos en la arboladura del navío enemigo.
Lezo se dirigió directamente al cabo de cañón:
—¡Cargad la pólvora!
El cabo de cañón, un francés barbudo de poco más de cuarenta años, transmitió la orden:
—¡Ya habéis oído! ¡El cartucho de pólvora!
Uno de sus hombres lo introdujo en la boca del cañón y, de inmediato, se retiró para que otro lo enviara al fondo del ánima, hasta la recámara, utilizando con soltura un largo atacador. Cuando hubo concluido, se echó atrás y aguardó a que dos hombres dejaran caer dentro del cañón la palanqueta. Un tercero puso un taco de estopa sobre la munición y el que manejaba el atacador volvió a introducirlo en la boca del cañón para empujarlo todo hasta la recámara.