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Authors: Alber Vázquez

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

—¡Dan la vuelta! ¡Abandonan!

Casellas no cabía en sí mismo de excitación. Lezo cortó por lo sano:

—Pero volverán.

* * *

No es que fueran a volver. Es que no tenían la menor intención de marcharse pues nadie se marcha de aquel lugar que considera legítimamente suyo. Y el almirante Edward Vernon tenía la íntima convicción de que Cartagena de Indias ya era tan inglesa como la mismísima Liverpool. En lo que a él le atañía, sólo restaba el pequeño trámite de la conquista para que aquella plaza fuera suya. Algo completamente nimio, a la vista de la desmesurada diferencia de fuerzas entre uno y otro bando.

De manera que la intuición de Lezo no fue tal. Por mucho que sus hombres lo celebraran, aquella retirada de los botes ingleses no suponía sino el pequeño juego entre el gato y ratón: antes de que el gato pierda la paciencia y engulla, en un instante y como si nada verdaderamente importante estuviera sucediendo, al minúsculo, insignificante y, en modo alguno, indigesto ratón.

Vernon consideraba conquistada Cartagena. Estaba al mando del monstruo de los cien tentáculos y nada, nada ni nadie, puede enfrentarse al monstruo de los cien tentáculos y salir vivo para contarlo. De manera que, ¿por qué no ir adelantando trabajo? Sí, claro, a la mayor gloria de Inglaterra y del rey Jorge II, Vernon dispuso que Cartagena era inglesa y que todos y cada uno de los cartageneros, como correspondía ante la presencia de alguien como él, se rindieran sin solicitar más explicaciones. Por eso envió a unos cuantos hombres a tantear si las playas de La Boquilla eran un buen lugar para desembarcar. Desembarcar, matar a los cuatro pobres diablos que estuvieran lo suficientemente locos como para hacerles frente, y tomar la plaza con tiempo suficiente para cenar caliente y brindar por el éxito junto a sus oficiales a bordo del Princess Carolina, su buque insignia.

La orden dada a los hombres lanzados en expedición hacia la playa había sido una y muy simple: explorad el terreno e informad de la viabilidad de un gran desembarco en aquel lugar. La respuesta de los oficiales que iban en los botes fue tan clara como la orden que les guiaba: ni aquel paraje, dada la lejanía de la plaza y lo impracticable del terreno cenagoso, suponía un punto adecuado para el desembarco de miles y miles de hombres, ni, por desgracia, los españoles parecían excesivamente dispuestos, como habría sido de esperar, a rendirse incondicionalmente.

—¡Atacados! —exclamó Vernon al ser informado del modo en el que sus hombres habían sido recibidos.

No podía creérselo. ¡Atacados! Pero si ya había encargado que en Inglaterra se acuñaran monedas conmemorativas de la rendición española… Creía que podían haber llevado aquel asunto adelante sin causar demasiados perjuicios en la población local. Una rendición a tiempo era la mejor opción para los españoles. Porque, ¿qué tenían para hacerles frente? Seis naves. Seis naves contra ciento ochenta y seis. Los enviarían al fondo del mar antes de que tuvieran tiempo de cargar la segunda andanada.

El oficial al frente de la avanzadilla daba cuenta ante el consejo militar reunido a bordo del Princess Carolina.

Además de Vernon, se hallaban presentes el vicealmirante Chaloner Ogle, el comodoro Richard Lestock, el general Thomas Wentworth, el gobernador de Virginia, William Gooch, el joven oficial y protegido de Vernon, el capitán Lawrence Washington y varios generales más.

—¿Quién los mandaba? —preguntó, alterado, Vernon.

—Un oficial con una pierna de madera, señor.

El hombre de la pata de palo. El lunático capaz de creer que, haciéndole frente, disponía de una posibilidad de triunfar. O, cuanto menos, de hacerle suficiente daño como para que la empresa no mereciera la pena.

¡Lezo! El hombre que estaba al mando de la defensa de Cartagena. Sabía de su imprudencia dirigiendo a sus soldados, de su temeridad y de su suerte. Sabía de todo ello y de algo más: que iba dejando partes de sí mismo en cada batalla. Que ya le faltaba una pierna, un ojo y un brazo y que, sin duda, el poco juicio con el que Dios le había bendecido a la hora de nacer había saltado, también, por la borda en cualquiera de las absurdas y temerarias batallas en las que se veía inmerso.

¿Quería perder la vida en la defensa de Cartagena? ¿Era eso lo que pretendía? Él, el almirante Vernon, había enviado a unos cuantos hombres en misión de buena voluntad y, ¿qué recibía a cambio? ¡Un intolerable insulto a manos de un loco capaz de dirigir personalmente una compañía de granaderos a pie de playa!

—Deberíamos enviar más hombres y realizar un desembarco rápido y decidido, señor —se aventuró a especular el general Wentworth—. Sabemos que no podrán hacernos frente durante mucho tiempo. Sería cuestión de horas que tomáramos la playa…

Wentworth era un hombre espigado con dos ojos incapaces de estarse quietos bajo unas cejas extremadamente pobladas. Su misión era dirigir las tropas una vez en tierra, de manera que cualquier cosa que no fuera desembarcar de una maldita vez y avanzar hasta tomar la plaza, le parecía una absoluta pérdida de tiempo.

—Según nuestros informes, ni siquiera completan las tripulaciones de sus naves —continuó—. Disponen de pocos soldados y los que hay están cansados y mal entrenados. Sucumbirán a un desembarco de tres mil o cuatro mil de nuestros hombres. Apenas sufriremos bajas.

—La plaza se encuentra lejos de las playas de La Boquilla, general —objetó el joven Washington—. Y el terreno es fanganoso y está plagado de mosquitos. Quizás sea una buena idea replantear nuestro plan de acción.

Washington, a pesar de no tener rango suficiente para ello, opinaba en los consejos militares como ni siquiera los generales se atrevían a hacerlo. La mano de Vernon le protegía de todo mal. Y de la ira de los oficiales.

Wentworth no dijo nada. Miró a Vernon y, después, al resto de los miembros del consejo. Sólo Ogle se atrevió a hablar:

—Si bien es cierto que nuestra fuerza es suficiente para aplastarlos sin dilación, recomiendo prudencia. No tenemos por qué arriesgar más de lo necesario. No cuando la victoria es segura y caerá de nuestra parte.

—¿Qué recomienda, vicealmirante? —le preguntó Vernon directamente.

—Abandonar la idea de desembarcar en las playas, ahorrándonos así una sangría innecesaria, y tomar, por mar, primero la bahía y, luego, la plaza. Incluso, puede que hasta una operación de este tipo nos lleve menos tiempo que desembarcar fuerzas de infantería y avanzar palmo a palmo sobre el terreno.

—Pero Lezo habrá protegido la bahía —intervino, algo contrariado, Wentworth.

—Podemos acabar con sus baterías sin dificultad. Propongo bombardear sin descanso sus posiciones durante tres o cuatro jornadas. Sin tregua —Ogle no titubeaba al hablar y cada una de sus palabras se modelaba formidablemente entre sus labios—. Hasta que se rindan o acabemos con todos ellos. Lo que primero suceda.

Vernon escuchó en silencio mientras, muy lentamente, asentía con la cabeza. Hasta que se rindieran o fueran todos ellos enviados al infierno. No le parecía un mal plan. De hecho, le parecía el mejor de los planes posibles. Humillar a Lezo y obligarle a, arrodillado frente a él, entregarle las llaves de la ciudad. Por eso, concluyó:

—Creo que el vicealmirante tiene razón. No tenemos por qué perder hombres inútilmente avanzando por tierra. No, disponiendo de munición y naves suficientes para reducir Cartagena entera a polvo y escombro.

A Wentworth no le satisfizo la decisión del almirante, pero prefirió no replicar. Sabía que Vernon optaría siempre por la estrategia que, a ojos de Inglaterra, más gloriosa resultase. Y la posibilidad de arrasar por completo la orgullosa Cartagena era algo demasiado tentador como para dejarlo pasar por alto.

—En ese caso, y si nadie muestra objeción alguna al respecto —anunció Vernon—, modificamos el plan de ataque. Mañana, con la primera luz del alba, pondremos rumbo a Bocachica. Considero que es necesario desplazar toda la flota hacia allí. Sin excepciones. La posibilidad de tomar la ciudad por tierra está agotada.

Vernon apoyaba las manos abiertas en los flancos de su prominente barriga. Su voz surgía aguda de la garganta y parecía vibrar durante un instante entre sus inmensos carrillos antes de brotar al exterior.

Bocachica suponía el único acceso marítimo a Cartagena. Tiempo atrás, la entrada de Bocagrande habría sido una opción a tener en cuenta, pero los españoles habían hundido barcos en mitad de ella para, después de cubrirlos con ingentes cantidades de arena, crear un dique artificial que impedía el paso a cualquier navío de cierto calado.

¿Qué se encontrarían haciéndoles frente en Bocachica? No demasiado, ciertamente. Además de un número indeterminado de baterías en la isla de Tierra Bomba y del minúsculo fuerte de San José levantado sobre un islote en medio del canal, sólo la fortificación de San Luis disponía de cierta capacidad para oponerles resistencia. Según las informaciones de las que Vernon disponía, el San Luis estaba bien aprovisionado y defendido. En cualquier caso, nada que un par de días de castigo intensivo desde sus navíos de línea no pudiera reducir con facilidad.

Además, con un poco de suerte, el propio Lezo, tan audaz como estúpido en cada una de sus decisiones, podría asumir él mismo, en persona, la defensa del fuerte de San Luis. ¿No había bajado a la playa para hacer frente a unas cuantas decenas de soldados? ¿No se había arriesgado, de la forma más insensata que podría concebirse, a recibir un balazo en mitad de la frente cuando, esa misma mañana, se situó en primera línea de fuego durante un desembarco?

Sí, conocía bien a Lezo. Conocía su carácter obstinado, sus tendencias temerarias, su porte de loco incapaz de comprender que cualquier estrategia militar que sea digna de llamarse así, ha de trazarse con tiempo, astucia, mapas y conocimiento de causa. De esta forma actuaba siempre Vernon: sin cometer errores innecesarios y atacando tras haber realizado suficiente acopio de fuerzas. ¿Acaso existía otra forma de dar gloria a Inglaterra?

Bien, si Lezo había decidido no rendir Cartagena, no le quedaba otro remedio que tomarla por la fuerza. Destruyéndola por completo, si era necesario. Porque Cartagena, en sí misma, no importaba más allá de a lo que daba acceso: las rutas hacia las inimaginables riquezas provenientes de las tierras del sur. De las tierras que ahora pertenecían a España pero que mañana, sin duda alguna, serían propiedad de la corona inglesa.

Para eso habían reunido la flota más grande de todos los tiempos. Para eso le habían situado a él, Edward Vernon, al frente del monstruo de los dos mil cañones. Dos mil cañones capaces de disparar con tal brutalidad que cualquier navío, edificación o muro podrían ser derruidos sin apenas esfuerzo.

El vicealmirante Ogle se hallaba en lo cierto. Los españoles que defendían Cartagena no suponían enemigo suficiente para ellos. Sin embargo, la presencia y el recuerdo de Lezo le impedían el total sosiego. Pensaba en él durante todo el rato y no podía quitárselo del pensamiento. ¿Por qué, si, hiciera lo que hiciera, jamás podría detenerles? Lo supo de inmediato: porque Lezo estaba completa e irremisiblemente loco.

Loco, Lezo era un idiota y un loco y Vernon sabía cómo hacer frente a un idiota, pero no a un loco. Idiotas había varios sentados ahora mismo junto a él en el consejo militar. Pero resultaban inofensivos si se sabía tratarlos. Y Vernon lo sabía. Había pasado demasiados años al mando de navíos de guerra como para habérselas tenido que ver, día a día, con decenas de los de su calaña. Si se les dejaba tranquilos, los idiotas no ocasionaban demasiados problemas.

Pero, ¿cómo se hace frente a un loco? A alguien al que la diferencia de fuerzas le parece una cuestión nimia y carente de toda importancia, a alguien que desprecia la vida y la muerte, que no duda en enviar a sus hombres a la destrucción, a alguien que cuando en una situación así se encuentra, empuña un mosquete y dispara hasta que una bala le revienta los sesos.

Vernon, titubeante, se rascó la nuca. Todos los presentes en el consejo militar se dieron cuenta de que algo intranquilizaba al almirante. De hecho, cuando Vernon, acto seguido, tomó aire en sus pulmones, lo exhaló en dirección a la boca y lo retuvo allí durante un buen rato, pensaron que iba a añadir algo. Sin embargo, Vernon se limitó a hinchar los carrillos como una rana a punto de croar. Y ahogó una mueca de resignación.

CAPÍTULO 3

17 de marzo de 1741

Eslava caminaba nervioso y excitado por la estancia. De porte minúsculo y poco marcial, acostumbraba a vestir con impecable distinción incluso cuando las balas arreciaban en torno a él. No existía motivo para lucirse vulgar tampoco en medio de la batalla.

—¡Volverán, maldición, volverán antes de que nos demos cuenta! —exclamaba.

Lezo lo observaba sin apenas inmutarse.

—Desde luego que volverán. ¿Acaso cree que esa flota que está ahí fuera va a conformarse con echarnos un vistazo, comprobar nuestra debilidad manifiesta y volverse, sin más, de regreso a Jamaica? No sólo volverán. ¡Es que ni se han ido ni se irán!

Eslava daba vueltas en círculo. El sudor empapaba toda su frente y se deslizaba por las sienes. No soportaba que Lezo se dirigiera a él en ese tono, pero no lo quedaba otro remedio que tolerarlo. A fin de cuentas, Lezo podía ser tan insolente que en no pocas ocasiones bordeaba la insurrección, pero se trataba del hombre que había preparado concienzudamente la defensa de Cartagena. Tan concienzudamente que él, Lezo en persona, supervisaba cada trinchera excavada, cada cañón transportado, cada depósito de pólvora e, incluso, el entrenamiento de sus hombres en la lucha cuerpo a cuerpo. De hecho, era el único militar capaz de ensayar, sin el menor atisbo de vergüenza, el modo en el que sus hombres debían retirarse de una posición matando el mayor número posible de enemigos antes de caer muertos ellos mismos.

Además, Eslava tenía a Lezo bajo su mando y a toda la guarnición bajo el mando de Lezo. Y con casi doscientos navíos acosando su ciudad, ese hecho se tornaba en irreversible. Lezo era lo que había y con él debía contar.

—Hay que reforzar las defensas de La Boquilla —gritaba el virrey—. ¡Hay que reforzarlas de inmediato! Necesitamos más baterías en la zona y más hombres. ¿Cuántos podríamos trasladar hoy mismo, Lezo?

Lezo no se tomaba demasiado en serio los cuestionamientos militares del virrey.

—Unos quinientos o seiscientos. Dejando desguarnecido el San Felipe, quizás hasta mil.

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