Desde donde se domine la llanura (38 page)

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Authors: Megan Maxwell

Tags: #Aventuras, romántico

Con una cólera desmedida, abrió la ventana, que casi arrancó. Necesitaba aire, o aquella mala bruja no saldría viva de la habitación. Gillian conseguía sacarle de sus casillas en cuanto se lo proponía. Pasaba de ser una dulce y enamorada esposa a la peor de las arpías. Cerrando los ojos, intentó tranquilizarse para no caer en la tentación de tirarla sobre la cama, desnudarla y aprovecharse de su cuerpo sin pensar en nada más. Debía ser fuerte si pretendía que lo respetara. Pero su mujer era demasiado lista, además de una excelente contrincante, y con sus palabras cargadas de maldad y reproches se lo hacía saber.

—Por cierto, esposo, ¿dónde están mis baúles? Si mal no recuerdo hasta esta mañana estaban aquí.

Volviéndose furioso hacia ella para contestarle, casi se atraganta al verla sentada con sensualidad sobre la cama. Clavándole la mirada en los pechos que subían y bajaban a una velocidad de vértigo, presos por la excitación del momento, finalmente se atragantó y tosió. Una vez que se repuso, Niall contestó:

—Ésta es mi habitación, Gillian. Sal de ella ahora mismo y llévate todas tus malditas velas.

Aturdida, irritada y muy enojada porque aquel idiota la estaba echando, se levantó como una fiera y le gritó perdiendo todo el control:

—Pero, bueno…, ¡serás grosero, maleducado e insolente…! ¿Dónde pretendes que duerma, maldito McRae? ¿Al raso? O quizá me reservas la apestosa cuadra de tus caballos como lugar de privilegio.

Después de decir aquello maldijo al darse cuenta de que había perdido los nervios, y caminando hasta la puerta, se sacó la daga de la bota, se cortó dos mechones de pelo sin apenas mirar lo que cortaba y se los tiró.

—Toma…, esto te pertenece. Me da igual quedarme calva, pero no me da igual que me humilles y me trates peor que si fuera un perro abandonado.

Niall se quedó atónito y, antes de que pudiera decir nada, ella se volvió hacia la puerta y le soltó tal patada a la hoja que comenzó a saltar con gesto de dolor.

—Pero ¿cómo se te ocurre hacer eso? —se preocupó Niall, y con celeridad, se acercó a su furiosa y descontrolada mujer para auxiliarla. Pero ella, más humillada que dolorida, levantó la mano y le gritó:

—Ni se te ocurra tocarme, McRae. Me repugnas.

Capítulo 46

Durante dos días y dos noches, Gillian apenas salió del cuarto contiguo al de su esposo. No quería verlo. Lo odiaba por todo lo que había dicho. Al tercer día, cuando se levantó y bajó al salón, blasfemó como el peor de los guerreros al saber que él y varios de sus hombres se habían marchado de viaje. Por ello, y sin decir nada a nadie, comió y se fue a su habitación dispuesta a rumiar sus penas en silencio. No quería la compasión de nadie.

Pero su enfado se acrecentó cuando se enteró por una de las ancianas de que Niall, a petición de Jesse McLeod, formaba parte de la comitiva que llevaba a Diane a Stirling. Tras lo ocurrido en casa de los McLeod y confirmar que aquélla no era la dulce jovencita que su padre creía, éste, como castigo, había decidido repudiarla y mandarla a vivir con unos tíos de su mujer. Mery, entristecida, había querido marcharse con ella, pero Jesse McLeod no se lo había permitido. Su sitio estaba junto a él.

Saber que la pérfida de Diane se alejaba de ella la alegró. No volver a verla ni sentir sus miradas de desprecio era algo maravilloso. Pero saber también que en aquel momento él estaba junto a ella la martirizaba. Finalmente, decidió no darle más vueltas. Aquello no era bueno ni para ella ni para el bebé.

Dos días después, una mañana Helena la despertó y la animó a ir con ella al mercadillo. Necesitaban comprar varias cosas para la nueva cocina, y Gillian, sin pensarlo, aceptó. Si no salía de Duntulm, se volvería loca.

Escoltada por varios de los guerreros de su clan, llegaron hasta el bonito mercadillo y durante horas Gillian se olvidó de sus problemas y sonrió con Helena. Tras refrescar sus gargantas en un pequeño puesto, Gillian hablaba con Liam cuando observó a la sirvienta mirar con curiosidad hacia un lateral.

—¿Qué miras?

La joven, con gesto triste, respondió:

—Miraba a esas pobres muchachas. Verlas en esa situación tan penosa me hace recordar la época en la que yo vivía en la calle y no tenía nada para dar de comer a mis hijos.

Sin que pudiera evitarlo, Gillian miró hacia donde Helena señalaba y se entristeció al ver a tres jovencitas mal vestidas y mal aseadas repartiéndose entre ellas el trozo de pan y tocino que Helena les había entregado. Ver sus pies descalzos y amoratados por el frío hizo que se estremeciera y, decidida a ayudarlas, se les acercó.

—Veo que tenéis hambre —dijo.

Las jóvenes la miraron, y la que parecía la mayor respondió: —Sí, milady. Mis hermanas y yo llevamos sin comer varios días y… No hizo falta decir más. Gillian se volvió hacia el tabernero y, tras pedir tres platos de guiso caliente, invitó a las chicas a sentarse con ellas. Sobrecogidas, Helena y Gillian vieron cómo la muchacha de pelo claro daba parte de su plato a las otras dos, que comían desesperadas. Entonces, Gillian pidió otro plato, y aquélla se lo agradeció con una bonita sonrisa.

—¿Dónde vivís? —quiso saber Gillian.

—Donde podemos, señora. Los tiempos que corren no son buenos y, tras morir nuestro padre, que… quedamos en la calle, y vamos de acá para allá.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó Helena, compungida.

—Ellas son Silke y Livia, y yo soy la mayor y me llamo Gaela.

—¿Cuántos años tenéis?

—Las gemelas diecisiete, y yo, diecinueve, milady. Durante un rato, Gillian se interesó por la vida de aquellas tres hermanas y suspiró horrorizada al saber que su padre había muerto a manos de unos vecinos al intentar defender a Gaela y su honor. Helena, con los ojos llororos, escuchaba lo que contaban mientras Gillian pensaba en cómo ayudarlas. Se las veía educadas, a pesar de vivir en la calle, por el modo como contestaban a todas sus preguntas.

Cuando comenzó a anochecer, Orson, uno de sus guerreros, se acercó hasta ellas y murmuró:

—Milady, deberíamos regresar a Duntulm.

Las tres muchachas asintieron y se levantaron. Iban a despedirse cuando Gillian las sorprendió.

—Si yo os ofreciera un hogar a cambio de vuestros servicios en Duntulm, ¿aceptaríais?

Ellas, sin dudarlo, asintieron, y Helena, emocionada por lo que de nuevo su señora acababa de hacer, sonrió.

—Creo que mi marido no pondrá ninguna objeción, siempre y cuando vosotras seáis respetuosas y acatéis las normas de nuestro clan, el clan McRae. Allí os puedo ofrecer un techo donde cobijaros, comida caliente todos los días y una seguridad que viviendo en las calles sin duda no tenéis. —Las chicas asintieron de nuevo—. A cambio, necesitaré de vuestra ayuda para hacer de mi hogar un bonito sitio para vivir. ¿Qué os parece?

—Milady, gracias…, gracias —sollozó Gaela, besándole las manos. Durante el camino de regreso a Duntulm, Gillian sonrió al ver cómo sus hombres miraban a aquellas muchachas, y eso le gustó. Duntulm necesitaba gente que hiciera prosperar el lugar. Si algo hacía falta en su hogar eran mujeres y niños, y por el interés que mostraban los guerreros por las hermanas estaba segura de que algún día esa carencia se solucionaría.

Una vez que llegaron a Duntulm lo primero que hizo Gillian, con la ayuda de Helena, fue acomodar una de las cabañas para las tres. Necesitarían ropa seca y limpia, y agua para lavarse. Cuando, tras la cena, aquéllas aparecieron en el salón, Gillian y los hombres se sorprendieron de lo bonitas que eran.

Al día siguiente, las chicas, junto a Helena, Susan y Gillian, decidieron organizar la nueva cocina. En aquel tiempo, Niall, a petición de su mujer, había ordenado construir una espaciosa habitación colindante al castillo que iba a ser la nueva cocina. Entre todas, trasladaron lo que había en la vieja y, tras una jornada de ordenar y limpiar, miraron orgullosas a su alrededor, encantadas con la nueva cocina.

Las ancianas estaban entusiasmadas. Cocinar allí, en aquel luminoso espacio, sería más placentero que hacerlo en el agujero en que lo hacían, donde no había ventilación. Aquella noche, Gaela, animada por las más mayores, los sorprendió a todos con una de sus recetas. Era una buena cocinera y eso le gustó a Gillian, quien rápidamente y para alegría de las ancianas la nombró oficialmente cocinera de Duntulm.

Gillian saboreaba el estofado de Gaela cuando Helena se sentó a su lado.

—Mi señora, cada día estoy más feliz de estar aquí.

—Me alegra saberlo, Helena.

Aslam, que llegaba en ese momento con la pequeña Demelza en sus hombros, al ver a su mujer sonreír, bajó a la niña al suelo y dijo:

—Milady, habéis sido una bendición para este lugar. Ver como todo cambia para mejor es grandioso para mi laird y para todos nosotros.

Al pensar en su marido, Gillian suspiró.

—Gracias, Aslam. La pena es que creo que no todos aquí creen lo mismo. La pequeña Demelza, que había perdido el miedo acumulado por el tiempo vivido en la calle con su madre, se sentó a su lado y cuchicheó: —Me gusta vivir aquí. ¿A ti también?

—Sí, preciosa. A mí también me gusta.

—Y ya no tendremos que irnos de aquí, ¿verdad? Sobrecogida por aquella pregunta, Gillian abrazó a la niña y murmuró: —Te lo prometo. Ya no tendremos que irnos de aquí porque éste es nuestro hogar, y este año vamos a pasar una Navidad maravillosa.

Capítulo 47

Pasados cinco días en los que estuvo bastante atareada con la puesta a punto del castillo, y en especial de la nueva cocina, se sintió complacida de haber encontrado a las muchachas. Ellas y su juventud, además de alegrar las caras de sus hombres, eran una gran ayuda para las ancianas. Una tarde, mientras comía pastel de manzana en la soledad del enorme salón, la puerta principal se abrió y entró Donald con gesto de preocupación.

—Milady —dijo, acercándose a ella mientras otros guerreros entraban—, hemos encontrado a Brendan McDougall malherido cerca del lago.

—¡¿Cómo?! —gritó, sorprendida, y levantándose con rapidez fijó su mirada en Brendan, que, sangrando, entraba llevado en volandas por algunos de sus hombres.

Sin perder tiempo lo subieron a la habitación que ella ocupaba y llamaron a Susan y Helena, que de inmediato comenzaron a curarle una fea herida que tenía en el estómago, además de distintos cortes por el cuerpo.

Bien entrada la noche, el hombre recuperó la conciencia y la miró. —No hables, Brendan. Estás muy débil —le aconsejó Gillian, secándole la frente con paños frescos.

Él, sin hacerle caso, y a pesar de lo seca que tenía la boca, preguntó:

—¿Dónde está Cris?

Asombrada, Gillian no respondió, y el
highlander
prosiguió:

—Estábamos en nuestro refugio cuando nos sorprendieron varios guerreros McLeod. Ella gritó. ¿Dónde está?

Gillian se llevó las manos a la cabeza. ¿Los habían pillado?

—Brendan, no sé dónde está. Mis hombres sólo te encontraron a ti, pero Cris no estaba contigo.

Dando un bramido de dolor, intentó incorporarse, pero Gillian rápidamente se lo prohibió.

—Déjame, Gillian. Debo ir a buscarla. Temo por su vida. —Imposible. En tu estado, no llegarías ni a la puerta de la habitación. Pero Brendan insistió.

—¡Maldita sea, Gillian! Ella está en peligro. No quiero ni pensar lo que le habrá ocurrido. Nos han descubierto. ¿Lo entiendes?

«Por favor…, por favor…, que Cris esté bien», pensó, horrorizada, Gillian al presentir que aquello podía ser una tragedia tal y como Niall había pronosticado.

—Milady —susurró Susan—, si Brendan continúa así, se arrancará todos los puntos del estómago. Deberíamos adormecerlo con algo.

Con rapidez, Gillian asió la talega y, cogiendo unos polvos que, según le había explicado Megan, adormecían, se los echó en el agua.

Tras hacerle beber de la copa sin permitir que se levantara, Gillian le aseguró al
highlander
:

—No te preocupes, Brendan. Estoy convencida de que Cris está bien. Ella es fuerte y…

—Como alguien le haga daño, juro por Dios que lo mato —rugió Brendan, aunque tras decir aquello se desvaneció con una mueca de dolor.

Enloquecida por lo que aquello podía suponer, Gillian comenzó a dar vueltas por la habitación. ¿Qué podía hacer? Necesitaba llegar hasta Cris y no pensaba quedarse de brazos cruzados. Abrió la puerta de la estancia y mandó llamar a Donald. Cuando éste se presentó ante ella le preguntó:

—Donald, ¿sigues visitando a Rosemary en Dunvengan? Extrañado por aquella pregunta, el
highlander
asintió. —Sí, milady.

—¡Perfecto! —Dio una palmada y, sorprendiéndole, añadió—: Necesito que me hagas un favor, Donald. Pero es personal y lo preferible sería que se enterara la menor gente posible.

—No os preocupéis, milady. Decidme lo que necesitáis y yo lo haré. Minutos después, cabalgaba como alma que lleva el diablo hasta Dunvengan. Debía visitar a Rosemary y enterarse de cómo estaba Cris, y en especial, dónde. La noche cayó sobre ellos, mientras Brendan, inquieto y con fiebre, deliraba llamando a su amada. Las criadas, al oír el nombre de Christine, se miraron sorprendidas, pero Gillian no habló. Cuanto menos supieran mejor. La espera se le hizo interminable, hasta que oyó que Donald regresaba. Y abandonando la habitación, corrió al encuentro del hombre.

—¿Qué has podido saber?

El
highlander
, con la lengua fuera por la celeridad de aquel viaje, se apeó del caballo y dijo:

—Milady, la señorita Cris está bien. La propia Rosemary le curó una herida en el pómulo por la lucha que debió entablar, pero por lo demás se encuentra bien. No se preocupe.

—Gracias a Dios —resopló Gillian—. ¿Sabes dónde está? —Sí, milady. Su padre la tiene encerrada en las mazmorras de Dunvengan, y Rosemary me ha dicho que oyó que la madrastra le gritaba a Cris que la llevarían al amanecer a la abadía de Melrose, para que pagara su deshonra.

Gillian maldijo. Apenas había tiempo para reaccionar. Moviéndose con rapidez, entró de nuevo en el castillo, no sin antes decir:

—Gracias, Donald. Muchas gracias.

En una fulgurante carrera, llegó al cuarto que ocupaba Brendan, y tras coger los pantalones, la camisa, la capa y la espada, entró en la habitación de su marido, su antigua habitación. Mientras se vestía miró aquel lecho que tan buenos, tiernos, sensuales y bonitos momentos le había proporcionado. Acercándose a la cama, olió las sábanas, y tras aspirar con los ojos cerrados, percibió el olor varonil de Niall. Eso le gustó, aunque le llenó los ojos de lágrimas. Intuía que cuando él regresara de su viaje, se volvería a enfadar por lo que iba a hacer, pero bajo ningún concepto pensaba permanecer impasible.

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