Chance observó a la señora Aubrey. Había vuelto la cabeza hacia un lado y tenía aspecto ansioso. Se parecía a una flor solitaria.
A Chance le agradaba, pero no sabía qué decirle. Se quedó a la espera de que la señora Aubrey se decidiera a hablar. Por último, se dio cuenta de que él la estaba mirando y dijo con voz suave:
—Tal vez podamos comenzar ya. Si usted me diese una idea de la índole general de sus actividades comerciales y sociales…
—Le ruego que hable con la señora Rand al respecto —dijo Chance, al tiempo que se ponía de pie.
La señora Aubrey se apresuró a seguir su ejemplo.
—Entiendo —dijo—. De todos modos, señor, quedo a su disposición. Mi oficina está junto a la de la secretaria privada del señor Rand.
Chance le dio las gracias nuevamente y salió del cuarto.
* * *
Al llegar a la recepción de las Naciones Unidas, Chance y EE fueron recibidos por los miembros del Comité de las Naciones Unidas encargado de la hospitalidad y conducidos a una de las mesas más destacadas. El Secretario General se acercó a ellos; saludó a EE besándole la mano y le preguntó por la salud de Rand. Chance no recordaba haber visto al hombre en la televisión.
—Éste —dijo EE al Secretario General— es el señor Chauncey Gardiner, un amigo muy querido de Benjamin.
Los hombres se dieron la mano.
—Ya conozco a este señor —dijo el Secretario General, sonriéndole—. Su intervención anoche en la televisión fue notable, señor Gardiner. Me siento muy honrado de su presencia aquí, señor.
El grupo se sentó a la mesa. Los camareros pasaban bandejas con canapés de caviar y salmón y copas de champán; los fotógrafos daban vueltas entre los invitados tomando fotografías. Un hombre de elevada estatura y tez rubicunda se acercó a la mesa y el Secretario General se puso de pie como movido por un resorte.
—Señor Embajador —dijo—, cuánto le agradezco su presencia. —Se dirigió a EE—: Tengo el honor de presentarles a Su Excelencia, el señor Vladimir Skrapinov, Embajador de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
—Ya he tenido el gusto de conocer al señor Embajador —EE se sonrió—. Recuerdo muy bien la amable conversación que mantuvieron hace dos años el señor Rand y el Embajador Skrapinov en Washington. —Después de una pausa continuó—: Lamentablemente, el señor Rand está enfermo y no podrá gozar del placer de su compañía esta noche.
El Embajador hizo una amable inclinación, se sentó y se puso a conversar en voz alta con EE y el Secretario General. Chance se quedó en silencio y se dedicó a mirar a los invitados. Pasado un rato, el Secretario General se puso de pie, se reiteró el placer que le había producido conocer a Chance y se retiró, luego de despedirse. EE distinguió en ese momento a su viejo amigo, el Embajador de Venezuela, que pasaba cerca de ellos; pidió disculpas a los demás y lo siguió.
El Embajador soviético acercó su silla a la de Chance. Los
flashes
de los fotógrafos los iluminaron varias veces.
—Lamento no haberlo conocido antes —dijo—. Lo vi en «Esta Noche» y debo decir que su filosofía práctica me interesó mucho. No me sorprende que su Presidente se haya apresurado a darle su apoyo —Aproximó su silla aún más a la de Chance—. Dígame, señor Gardiner ¿cómo está nuestro amigo común, Benjamin Rand? He oído que está gravemente enfermo. No quise preguntarle nada a la señora Rand para no preocuparla.
—Está enfermo —dijo Chance—. No está nada de bien.
—Así me han dicho. —El Embajador asintió, al tiempo que miraba fijamente a Chance—. Señor Gardiner —dijo—. Quiero hablarle con toda franqueza. Considerando la gravedad de la situación económica de su país, es evidente que usted está llama a desempeñar un papel importante en el Gobierno. He observado en usted una cierta… reticencia en que atañe a las cuestiones de orden político. Pero ¿no le parece, señor Gardiner, que nosotros, los diplomáticos, y ustedes, los hombres de negocios, debiéramos encontrarnos con mayor frecuencia? ¡Después de todo, no estamos tan alejados…!
Chance se llevó la mano a la frente.
—No, por cierto —dijo—. Nuestras sillas casi se tocan.
El Embajador se rió con ganas. Los fotógrafos registraron la escena.
—¡Bravo! ¡Muy bien! —exclamó el Embajador—. ¡Nuestras sillas casi se tocan! Pero, ¿cómo decirlo?… Los dos queremos conservar nuestros asientos, ¿no es cierto? Ninguno de los dos tiene interés en dejarse birlar la silla ¿verdad? ¡Dígame si no tengo razón! ¡Muy bien! ¡Excelente! Porque si uno de los dos cae, el otro también es arrasado en la caída, y nadie quiere hundirse antes de que sea necesario ¿eh?
Chance se sonrió y el Embajador volvió a reírse con entusiasmo.
Skrapinov se inclinó súbitamente hacia su interlocutor.
—Dígame, señor Gardiner, por ventura ¿le agradan las fábulas de Krylov? Se lo pregunto porque usted tiene un cierto toque kryloviano.
Chance echó una mirada en derredor y vio que los camarógrafos estaban registrando el diálogo.
—¿Un toque kryloviano? ¿Realmente lo parezco?
—¡Tenía razón! ¡Tenía razón! —casi gritó Skrapinov—. ¡De modo que usted conoce a Krylov! —El Embajador hizo una pausa y luego comenzó a hablar rápidamente en otro idioma. Las palabras resultaban armoniosas y el rostro del Embajador adquirió una expresión casi de animal. Chance, a quien nadie se le había dirigido en un idioma extranjero, levantó las cejas y luego se echó a reír. El Embajador lo miró con asombro.
—De modo que sí, que yo tenía razón. Usted conoce a Krylov en ruso ¿no es verdad? Señor Gardiner, debo confesarle que ya lo sospechaba. Sé cuando estoy ante un hombre culto.
Chance estaba a punto de negarlo, cuando el Embajador le hizo un guiño.
—Le agradezco su discreción, mi amigo.
Nuevamente se dirigió a Chance en un idioma extranjero, pero Chance no reaccionó.
En ese preciso momento volvía EE a la mesa acompañada de dos diplomáticos a quienes presentó como el señor Gaufridi, diputado procedente de París, y Su Excelencia el conde von Brockburg-Schulendorff, de Alemania Occidental.
—Benjamin y yo —recordó EE— tuvimos el placer de visitar el antiguo castillo del conde cerca de Munich…
Los hombres tomaron asiento y los fotógrafos continuaron con su labor. Von Brockburg-Schulendorff se sonrió, a la espera de que el ruso comenzara a hablar. Skrapinov respondió con una sonrisa. Gaufridi dirigió la mirada primero a EE y luego a Chance.
—El señor Gardiner y yo —comenzó Skrapinov— acabamos de compartir nuestro entusiasmo por las fábulas rusas. Al parecer, el señor Gardiner es un lector ávido y gran admirador de nuestra poesía, que lee en la versión original.
El alemán acercó su silla a la de Chance.
—Permítame que le diga, señor Chance, que su enfoque naturalista de la política y la economía por televisión me resultó sumamente convincente. Por supuesto, ahora que me entero de sus aficiones literarias, creo comprender mucho mejor sus observaciones.
Miró al Embajador y luego levantó los ojos hacia el cielo raso.
—La literatura rusa —dijo, con tono ligeramente declamatorio— ha inspirarlo a algunas de las mentes más brillantes de nuestra época.
—¡Para no hablar de la literatura alemana! —exclamó Skrapinov—. Mi querido conde, permítame que le recuerde la admiración que Pushkin abrigó durante toda su vida por la literatura de su país. Vamos, después que Pushkin tradujo el
Fausto
al ruso, Goethe le envió su propia pluma. Eso, sin mencionar a Turguenev, que se radicó en Alemania, y la admiración de Tolstoy y Dostoievsky por Schiller.
Von Brockburg-Schulendorff asintió con un gesto.
—Sí, pero ¿se imagina usted las consecuencias que la lectura de los maestros rusos produjeron en Hauptmann, Nietzsche y Thomas Mann? ¿Y qué me dice de Rilke? ¡Cuántas veces no repitió Rilke que todo lo inglés le era ajeno, en tanto que todo lo que fuera ruso era para él su propio mundo!
Gaufridi terminó de un sorbo la copa de champán que estaba bebiendo. Tenía el rostro acalorado. Se inclinó por encima de la mesa hacia Skrapinov.
—Cuando nos conocimos durante la Segunda Guerra Mundial —dijo—, tanto usted como yo vestíamos uniformes de soldados y luchábamos contra el adversario común, el más cruel enemigo en los anales de la historia de nuestras naciones. Compartir las influencias literarias es una cosa; compartir el derramamiento de sangre, es otra bien distinta.
Skrapinov intentó una sonrisa.
—Pero, señor Gaufridi —dijo—, usted habla de los tiempos de guerra, hace muchos años… una época totalmente distinta. Hoy, nuestros uniformes y condecoraciones se exhiben en los museos. Actualmente somos… somos soldados de la paz.
Apenas había acabado de pronunciar estas palabras cuando von Brockburg-Schulendorff se disculpó; se puso de pie abruptamente, empujó la silla hacia atrás, besó la mano a EE, dio la mano a Skrapinov y a Chance y, después de hacer una inclinación en dirección del francés, se retiró.
EE cambió de lugar con el francés, de modo que éste y Chance quedasen el uno al lado del otro.
—Señor Gardiner —comenzó con tono pausado el diputado, como si nada hubiese ocurrido—, tuve ocasión de escuchar el discurso del Presidente en el que se refirió a las consultas que mantuvo con usted, he leído mucho acerca de su persona y también tuve el agrado de verlo por televisión.
Encendió un largo cigarrillo después de colocarlo cuidadosamente en una boquilla.
—De los comentarios del Embajador Skrapinov deduzco que, además de sus muchas otras aptitudes, es usted también un hombre de letras.
Miró a Chance con insistencia.
—Mi estimado señor Gardiner, sólo aceptando las fábulas como la realidad podemos a veces avanzar un poco en el arduo camino del poder y de la paz…
Chance levantó su copa.
—No le sorprenderá —continuó— que muchos de nuestros propios industriales, financistas y miembros del Gobierno estén profundamente interesados en las actividades de la Primera Corporación Financiera Norteamericana. Desde los comienzos de la enfermedad de nuestro común amigo, Benjamin, al pretender estudiar el curso que ha de seguir la Corporación se han enfrentado con algunas trabas. —Hizo una pausa pero Chance guardó silencio—. Nos ha causado gran satisfacción enterarnos de que es probable que usted ocupe el lugar de Rand si Benjamin no llegara a mejorar…
—Benjamin mejorará —le contestó Chance— Lo dijo el Presidente.
—Confiemos en que así sea —dijo el francés—. Sin embargo, ninguno de nosotros, ni siquiera el Presidente, puede estar seguro. La muerte se cierne sobre nosotros, siempre dispuesta al ataque…
Gaufridi fue interrumpido por la partida del Embajador Soviético. Todos se pusieron de pie. Skrapinov se acercó a Chance.
—Un encuentro sumamente interesante, señor Gardiner. Muy esclarecedor —dijo con voz queda—. Si alguna vez visita nuestro país, mi Gobierno se sentirá muy honrado de ofrecerle su hospitalidad. —Dio un fuerte apretón de manos a Chance mientras las cámaras de los noticieros y los fotógrafos de la prensa registraban la escena.
Gaufridi tomó asiento a la mesa junto con Chance y EE.
—Chauncey —dijo EE—, realmente debes haberle causado una gran impresión a nuestro estirado amigo ruso. ¡Qué pena que Benjamin no haya estado con nosotros… le interesa tanto hablar de política! —Se acercó a Chance—. No es ningún secreto que hablabas ruso con Skrapinov… No sabía que hablaras ruso. ¡Es increíble!
Gaufridi farfulló:
—Es sumamente útil saber ruso en estos tiempos. ¿Habla usted otros idiomas, señor Gardiner?
—El señor Gardiner es muy modesto —dijo abruptamente EE—. No hace gala de sus conocimientos; se los guarda para sí.
Un hombre alto se les acercó para saludar a EE: Lord Beauclerk, presidente del directorio de la Compañía de Radioemisión Británica. Se dirigió a Chance y le dijo:
—Me gustó muchísimo el tono llano de su intervención en la televisión. ¡Muy astuto de su parte, muy astuto! No hay que hilar demasiado fino ¿no es cierto? Quiero decir, para los idiotas. Es lo que quieren, después de todo: «
un dios al que castigar, no un hombre con sus mismas debilidades»
. ¿Eh?
Cuando estaban por retirarse, se vieron rodeados por un grupo de hombres muñidos de grabadoras y cámaras de cine y de televisión portátiles. EE presentó a cada uno de ellos a Chance. Uno de los periodistas más jóvenes se adelantó y dijo:
—¿Tendría usted la gentileza de responder a algunas preguntas?
EE se puso delante de Chance.
—Entendámonos bien desde un comienzo, señores —dijo—. No lo demorarán demasiado al señor Gardiner; tiene que irse en seguida. ¿Convenido?
Uno de los periodistas preguntó:
—¿Qué opina usted del artículo de fondo que publicó el
Times
de Nueva York sobre el discurso del Presidente?
Chance miró a EE, pero ésta le devolvió su mirada interrogatoria. No tenía más remedio que decir algo.
—No lo leí —declaró.
—¿No leyó el artículo editorial del
Times
sobre el discurso del Presidente?
—No lo leí —repitió Chance.
Varios periodistas intercambiaron miradas socarronas. EE contempló a Chance con asombro primero y luego con admiración creciente.
—Pero, señor —insistió fríamente otro de los periodistas—, por lo menos le habrá echado usted una mirada.
—No leí el
Times
—volvió a decir Chance.
—El
Post
hizo referencia a su «optimismo de índole muy peculiar» —dijo otro de los hombres. ¿Leyó usted ese artículo?
—No. Tampoco lo leí.
—Bueno —persistió el periodista—, ¿qué le parece la frase «un optimismo de índole muy peculiar»?
—No sé lo que quiere decir —contestó Chance.
EE se adelantó con altivez.
—El señor Gardiner tiene muchas responsabilidades —dijo—, especialmente desde que el señor Rand está enfermo. Se entera de las noticias de los periódicos por los informes que le prepara su personal.
Un periodista de más edad se adelantó.
—Lamento ser tan insistente, señor Gardiner, pero tendría sumo interés en saber qué periódicos «lee» usted, por así decir, mediante los resúmenes de su personal.
—No leo ningún periódico —contestó Chance—. Miro televisión.
Los periodistas, incómodos ante la situación, guardaron silencio.
—¿Quiere decir —dijo uno de ellos finalmente— que, en su opinión, la información de la televisión es más objetiva que la del periodismo?