Desde mi cielo (20 page)

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Authors: Alice Sebold

En los momentos que Buckley la buscaba, ella a menudo hacía un cambio. Se concentraba en él unos minutos y a continuación se permitía alejarse mentalmente de su casa y su hogar, y pensar en Len.

Hacia el mes de noviembre, mi padre había dominado lo que él llamaba una «hábil cojera» y, cuando Buckley lo incitaba, se contorsionaba dando un salto que, siempre y cuando hiciera reír a su hijo, no le hacía pensar en lo extraño y desesperado que podía parecerle a un desconocido o a mi madre. Todos menos Buckley sabíamos qué se aproximaba: el primer aniversario.

Buckley y mi padre pasaron las frías y vigorizantes tardes de otoño con
Holiday
en el patio cercado. Mi padre se sentaba en la vieja silla de hierro del jardín, con la pierna estirada delante de él y ligeramente apoyada en un llamativo limpiabarros que la abuela Lynn había encontrado en una tienda de objetos curiosos de Maryland.

Buckley arrojaba la chillona vaca de juguete a
Holiday
y éste corría a cogerla. Mi padre disfrutaba viendo el cuerpo ágil de su hijo de cinco años y sus carcajadas de placer cuando
Holiday
lo derribaba y le hundía el morro o le lamía la cara con su larga lengua rosada. Pero no podía librarse de un pensamiento: a él también —a ese niño perfecto— se lo podían arrebatar.

Había sido una combinación de cosas, entre ellas, y no la menos importante, su lesión, lo que le había hecho quedarse en casa y prolongar su baja por enfermedad. Su jefe se comportaba de manera distinta delante de él, al igual que sus colegas de trabajo. Pasaban sin hacer ruido por delante de su oficina y se detenían a unos pasos de su escritorio como si temiesen que, si se relajaban demasiado en su presencia, les ocurriera lo mismo que a él, como si tener una hija muerta fuera algo contagioso. Nadie sabía cómo era capaz de seguir haciendo lo que hacía, y al mismo tiempo querían que cogiera todos los signos de dolor, los metiera en una carpeta y la guardara en un cajón que nadie tuviera que volver a abrir. Él telefoneaba con regularidad, y su jefe enseguida se mostraba conforme con que se tomara otra semana, otro mes si era necesario, y él lo consideraba un premio por haber sido siempre puntual o haber estado siempre dispuesto a trabajar hasta tarde. Pero se mantuvo alejado del señor Harvey y hasta trató de eludir todo pensamiento relacionado con él. No utilizaba su nombre excepto en su cuaderno, que guardaba escondido en su estudio, que mi madre, con sorprendente facilidad, había convenido en no volver a limpiar. Se había disculpado ante mí en su cuaderno: «Necesito descansar, cariño. Necesito discurrir la forma de ir tras ese hombre. Espero que lo entiendas».

Pero se había fijado volver a trabajar el día 2 de diciembre, justo después del día de Acción de Gracias. Quería estar de nuevo en la oficina para el aniversario de mi desaparición. Estar ya funcionando y poniéndose al día de trabajo en el lugar más público y distraído que se le ocurría. Y lejos de mi madre, si era sincero consigo mismo.

Cómo volver a ella, cómo alcanzarla de nuevo. Ella se apartaba bruscamente, toda su energía estaba en contra de la casa, mientras que toda la energía de él estaba dentro. Él se concentró en recuperar sus fuerzas y diseñar una estrategia para ir tras el señor Harvey. Era más fácil echar la culpa a alguien que sumar las cifras cada vez más elevadas de lo que había perdido.

Esperaban a la abuela Lynn para el día de Acción de Gracias, y Lindsey había seguido el método de belleza que la abuela le había recomendado por carta. Se había sentido tonta la primera vez que se había puesto rodajas de pepino en los ojos (para disminuir la hinchazón), avena en copos en la cara (para limpiar los poros y absorber el exceso de aceites) o yemas de huevo en el pelo (para darle brillo). El uso de alimentos había hecho reír a mi madre y a continuación preguntarse si ella no debería hacer lo mismo. Pero sólo fue un segundo, porque estaba pensando en Len, no porque estuviera enamorada de él, sino porque estar con él era la manera más rápida que conocía de olvidar.

Dos semanas antes de que llegara la abuela Lynn, Buckley y mi padre estaban con
Holiday
en el patio. Buckley y
Holiday
jugaban a un corre que te pillo cada vez más hiperactivo, yendo de una gran montaña de hojas de roble a otra.

—Cuidado, Buck —dijo mi padre—. Vas a lograr que
Holiday
te muerda. —Y con razón.

Mi padre dijo que quería probar algo.

—Vamos a ver si tu viejo padre puede volver a llevarte a caballo. Pronto serás demasiado grande.

Así, con torpeza, en la intimidad del patio donde, si mi padre se caía, sólo lo verían un niño y un perro, los dos aunaron fuerzas para hacer realidad lo que ambos querían: la vuelta a la normalidad de su relación padre-hijo. Cuando Buckley se puso de pie en la silla de hierro —«Ahora salta sobre mi espalda —dijo mi padre agachándose—, y agárrate a mis hombros», sin saber si iba a tener fuerzas para levantarlo desde allí—, yo toqué madera en el cielo y contuve el aliento. En el campo de trigo, sí, pero también en ese momento, al reparar el tejido más básico de sus vidas cotidianas anteriores y desafiar su lesión para recuperar un instante así, mi padre se convirtió en mi héroe.

—Agáchate, agáchate otra vez —dijo al entrar por la puerta, brincando torpe pero alegremente, y subir la escalera, cada paso un esfuerzo por mantener el equilibrio y una mueca de dolor. Y con
Holiday
pasando a todo correr por su lado y Buckley alegre en su montura, supo que al desafiar sus fuerzas había hecho lo que debía.

Cuando los dos con el perro encontraron a Lindsey en el cuarto de baño del piso de arriba, ella protestó audiblemente.

—¡Papaaaá!

Mi padre se irguió y Buckley alcanzó con la mano el aplique de la luz del techo.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó mi padre.

—¿Qué te parece que estoy haciendo?

Estaba sentada sobre la tapa del inodoro, envuelta en una gran toalla blanca (las toallas que mi madre blanqueaba con lejía, las toallas que mi madre tendía, las toallas que doblaba y ponía en una cesta y colocaba en el armario de la ropa blanca...). Tenía la pierna izquierda apoyada en el borde de la bañera, cubierta de espuma de afeitar. En la mano sostenía la cuchilla de mi padre.

—No te enfurruñes —dijo mi padre.

—Lo siento —dijo mi hermana bajando la vista—. Sólo quería un poco de intimidad, eso es todo.

Mi padre levantó a Buckley por encima de su cabeza.

—En la encimera, en la encimera, hijo —dijo, y Buckley se emocionó al verse de pie en la prohibida encimera del cuarto de baño, manchando la baldosa con sus pies cubiertos de barro—. Ahora baja de un salto. —Y él así lo hizo.
Holiday
le hizo frente—. Eres demasiado pequeña para afeitarte las piernas, cariño —dijo mi padre.

—La abuela Lynn empezó a los once.

—Buckley, ¿puedes irte a tu habitación y llevarte al perro? Enseguida voy.

—Sí, papá.

Buckley todavía era un niño pequeño a quien mi padre, con paciencia y unas cuantas maniobras, podía llevar a hombros para que fueran un padre y un hijo típicos. Pero ahora vio en Lindsey algo que le produjo doble dolor. Yo era una niña pequeña en la bañera, una niña a la que él levantaba en brazos hasta el lavabo, una niña que no había llegado por muy poco a sentarse como lo hacía ahora mi hermana.

En cuanto Buckley salió, dirigió su atención a mi hermana. Cuidaría a sus dos hijas cuidando a una.

—¿Tienes cuidado? —preguntó.

—Acabo de empezar —dijo Lindsey—. Me gustaría estar sola, papá.

—¿Es la misma cuchilla que estaba puesta cuando la has cogido de mi estuche de afeitar?

—Sí.

—Debe de estar sucia de mi barba. Iré a buscarte una nueva.

—Gracias, papá —dijo mi hermana, y de nuevo era la dulce Lindsey que él había llevado a hombros.

El salió y recorrió el pasillo hacia el otro lado de la casa, hasta el cuarto de baño que él y mi madre todavía compartían, aunque ya no dormían juntos en la misma habitación. Al introducir una mano en el armario en busca de un paquete de cuchillas nuevas, sintió una punzada en el pecho. No hizo caso y se concentró en lo que hacía. Fue un pensamiento fugaz: «Es Abigail la que debería estar haciendo esto».

Le llevó las cuchillas a Lindsey, le enseñó a cambiarlas y le dio algunos consejos sobre cómo afeitarse mejor.

—Cuidado con el tobillo y la rodilla —dijo—. Tu madre siempre los llamaba las zonas peligrosas.

—Puedes quedarte si quieres —dijo ella, preparada ahora para dejarlo entrar—. Pero podría acabar toda ensangrentada. —Ella quiso darse de bofetadas—. Perdona, papá. Ya me muevo... Siéntate tú aquí.

Se levantó y fue a sentarse en el borde de la bañera. Abrió el grifo mientras mi padre se sentaba en la tapa del inodoro.

—Gracias, cariño —dijo—. Hace tiempo que no hablamos de tu hermana.

—¿A quién le hace falta? —dijo mi hermana—. Está en todas partes.

—Tu hermano parece estar bien.

—Está pegado a ti.

—Sí —dijo él, y se dio cuenta de que eso le gustaba, ese esfuerzo que estaba haciendo su hijo por ganarse a su padre.

—Ay —dijo Lindsey, y un hilillo de sangre empezó a correr entre la espuma blanca—. Es un verdadero fastidio.

—Apriétalo un momento con el dedo. Ayuda a detener la hemorragia. Podrías hacerlo sólo hasta la rodilla —sugirió él—. Así es como lo hace tu madre, a menos que vayamos a la playa.

Lindsey hizo una pausa.

—Vosotros nunca vais a la playa.

—Antes íbamos.

Mi padre había conocido a mi madre cuando los dos trabajaban en Wanamaker, durante las vacaciones de verano de la universidad. Él acababa de comentar con tono desagradable que la sala de los empleados apestaba a tabaco cuando ella sonrió y sacó un paquete de Pall Mall que entonces siempre llevaba encima.

«Touché», dijo él, y no se apartó de ella a pesar de que el apestoso olor de sus cigarrillos lo envolvió de la cabeza a los pies.

—He estado tratando de decidir a quién me parezco —dijo Lindsey—, si a la abuela Lynn o a mamá.

—Siempre he pensado que tú y tu hermana os parecéis a mi madre —dijo él.

—¿Papá?

—¿Sí?

—¿Sigues convencido de que el señor Harvey tuvo algo que ver?

Fue como dos palos que por fin echan chispas al frotarlos: prendieron fuego.

—No tengo ninguna duda, cariño. Ninguna.

—Entonces, ¿por qué Len no lo arresta?

Ella deslizó la cuchilla descuidadamente hacia arriba y terminó con su primera pierna. Titubeó, esperando.

—Ojalá fuera fácil de explicar —respondió él, y las palabras le salían como en espirales. Nunca había hablado largamente de su sospecha con nadie—. Cuando lo encontré ese día en su patio trasero y construimos esa tienda, la que dijo que había construido para su esposa, cuyo nombre entendí que era Sophie mientras que Len tenía anotado Leah, algo en sus movimientos me hizo estar seguro.

—Todo el mundo cree que es un poco raro.

—Es cierto, y lo entiendo —dijo él—. Pero nadie lo ha tratado mucho tampoco. No saben si su rareza es benigna o no.

—¿Benigna?

—Inofensiva.

—A
Holiday
no le gusta —dijo Lindsey.

—Exacto. Nunca he visto al perro ladrar tan fuerte. Ese día hasta se le erizó el pelo.

—Pero los polis creen que tú estás chiflado.

—No hay pruebas, es todo lo que dicen. Sin pruebas y sin... perdona, cariño, sin cuerpo, no tienen nada para seguir investigando ni bases para arrestar a nadie.

—¿Qué quieres decir con bases?

—Supongo que algo que lo relacionara con Susie. Que alguien lo hubiera visto en el campo de trigo o merodeando por el colegio, o algo así.

—¿O si tuviera algo suyo?

Tanto mi padre como Lindsey hablaban con apasionamiento, la segunda pierna cubierta de espuma pero sin afeitar, porque al prender fuego los dos palos de su interés habían iluminado la idea de que yo estaba en alguna parte de esa casa. En el sótano, en la planta baja, en el piso superior o en la buhardilla. Para no tener que admitir un pensamiento tan atroz —pero, ay, si fuera verdad sería una prueba tan clara, tan perfecta y concluyente...—, recordaron cómo iba vestida yo ese día, lo que llevaba, la goma de borrar de Frito Bandito que yo atesoraba, la chapa de David Cassidy prendida dentro de mi bolsa, la de David Bowie fuera. Enumeraron todos los accesorios de lo que sería la mejor y más espantosa evidencia que podrían encontrar: mi cuerpo troceado, mis ojos en blanco y pudriéndose.

Mis ojos: el maquillaje que le había regalado la abuela Lynn ayudaba, pero no resolvía el problema de que todos vieran mis ojos en los de Lindsey. Cuando aparecían en la polvera que utilizaba la niña del pupitre de al lado o en un inesperado reflejo en el escaparate de una tienda, desviaba la mirada. Sobre todo era doloroso para mi padre. Y al hablar con él se dio cuenta de que, mientras tocaban ese tema —el señor Harvey, mi ropa, mi cartera con mis libros, mi cuerpo, yo—, mi padre estaba tan atento a mi recuerdo que la veía de nuevo como a Lindsey y no como una trágica combinación de sus dos hijas.

—Entonces, ¿te gustaría poder entrar en su casa? —preguntó ella.

Se miraron, reconociendo de manera casi imperceptible que era una idea peligrosa. Cuando él vaciló antes de responder por fin que eso sería ilegal y que no, que no había pensado en ello, ella supo que mentía. También supo que necesitaba que alguien lo hiciera por él.

—Deberías terminar de afeitarte, cariño —dijo él.

Ella le dio la razón y se volvió, consciente de lo que le había dicho.

La abuela Lynn llegó el lunes anterior a Acción de Gracias. Con los mismos ojos láser que buscaron de inmediato alguna imperfección antiestética en mi hermana, vio algo detrás de la sonrisa de su hija, en sus movimientos aplacados y serenos, en cómo su cuerpo respondía cuando venía el detective Fenerman o la policía.

Cuando esa noche, después de cenar, mi madre rechazó el ofrecimiento de mi padre de ayudarla a lavar los platos, los ojos láser se convencieron. Con firmeza, y con gran asombro de todos los comensales y alivio de mi hermana, la abuela Lynn anunció algo.

—Abigail, voy a ayudarte a lavar los platos. Un asunto entre madre e hija.

—¿Qué?

Mi madre había previsto deshacerse fácilmente de Lindsey y pasar el resto de la noche frente al fregadero, lavando despacio los platos y mirando por la ventana hasta que la oscuridad le devolviera su reflejo, los ruidos del televisor dejaran finalmente de oírse y volviera a estar sola.

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