Authors: Alice Sebold
Había utilizado la historia de su viudedad y hablado de una mujer llamada Sophie Cichetti, convirtiéndola en su esposa ya fallecida y su verdadero amor. Para esa mujer su historia había sido como un manjar exquisito y, mientras la oía hablar de sus gatos y de su hermano, y de que tenía tres hijos a los que adoraba, él se la imaginó sentada en la silla de su sótano, muerta.
Después de eso, cuando un profesor le sostenía la mirada inquisitivamente, retrocedía con timidez y se internaba en el parque. Observaba a las madres con sus hijos todavía en cochecitos, caminando con garbo por los senderos. Veía a los adolescentes que habían hecho novillos, besuqueándose en los campos sin segar o a lo largo de senderos interiores. Y en el punto más elevado del parque había un bosquecillo junto al que a veces aparcaba. Se quedaba sentado en su
Wagoneer
y observaba a lo hombres solitarios que aparcaban a su lado y se apeaban. A veces le lanzaban una mirada inquisitiva. Si estaban lo bastante cerca, esos hombres veían a través de su parabrisas lo mismo que veían sus víctimas: su lujuria desenfrenada y sin límites.
El 26 de noviembre de 1974, Lindsey vio al señor Harvey salir de su casa verde y empezó a rezagarse del grupo de chicos con el que corría. Más tarde les diría que le había venido la menstruación y todos callarían, incluso se sentirían satisfechos, ya que eso demostraba que el plan tan poco popular del señor Dewitt nunca funcionaría: ¡una chica en los regionales!
Observé a mi hermana y me quedé asombrada. Se estaba convirtiendo en todo a la vez. Mujer. Espía. El condenado al ostracismo: un hombre solo.
Echó a andar sujetándose el costado para simular que tenía un calambre e hizo señas a los chicos para que no se detuvieran. Continuó andando con una mano en la cintura hasta que los vio doblar la esquina. Una hilera de altos y frondosos pinos que llevaban años sin podarse bordeaba la propiedad del señor Harvey. Se sentó debajo de uno, fingiendo aún que estaba agotada por si algún vecino miraba por la ventana, y cuando le pareció que era el momento oportuno, se hizo un ovillo y rodó entre dos pinos. Esperó. Los chicos dieron una vuelta más. Los vio pasar de largo y los siguió con la mirada cuando atajaron a través del aparcamiento vacío para regresar al instituto. Estaba sola. Calculó que disponía de cuarenta y cinco minutos antes de que nuestro padre empezara a preguntarse dónde estaba. Habían hecho el trato de que, si entrenaba con el equipo de fútbol masculino, Samuel la acompañaría a casa a eso de las cinco.
Las nubes se cernieron durante todo el día en el cielo, y el frío de finales de otoño le puso la piel de gallina en las piernas y los brazos. Correr siempre le hacía entrar en calor, pero cuando llegaba al vestuario, donde compartía las duchas con el equipo de hockey sobre hierba, empezaba a tiritar hasta que el agua caliente le caía en el cuerpo. Sin embargo, en el césped de la casa verde, la piel de gallina también se debía al miedo.
Cuando los chicos cruzaron el sendero, ella se acercó gateando a la ventana lateral del sótano del señor Harvey. Ya tenía una excusa preparada si la sorprendían. Estaba persiguiendo un gatito que había visto cruzar los pinos a todo correr. Diría que era gris y muy rápido, y había salido disparado hacia la casa del señor Harvey y ella lo había seguido sin pararse a pensar.
Veía el interior del sótano, que estaba oscuro. Trató de abrir la ventana, pero estaba cerrada por dentro. Tendría que romper el cristal. Mientras las ideas se le agolpaban en la mente, pensó con preocupación en el ruido, pero ya había ido demasiado lejos para detenerse ahora. Pensó en su padre en casa, siempre atento al reloj que tenía junto a su butaca, y luego se quitó la camiseta y se la enrolló alrededor de los pies. Sentada, se abrazó el cuerpo y golpeó una, dos, tres veces con los dos pies hasta que la ventana se hizo añicos con un crujido amortiguado.
Se descolgó con cuidado, buscando en la pared un punto de apoyo para los pies, pero tuvo que saltar los últimos palmos sobre los cristales rotos y el hormigón.
La habitación parecía ordenada y barrida, a diferencia de nuestro sótano, donde los montones de cajas con rótulos —Huevos de Pascua y Hierba Verde, Estrella/Adornos de Navidad— nunca habían vuelto a los estantes que había instalado mi padre.
Entraba el frío de fuera, y la corriente de aire en la nuca la impulsó a apartarse del brillante semicírculo de cristales rotos y adentrarse más en la habitación. Vio la tumbona con una mesilla al lado. Vio el enorme despertador de números luminosos que había en el estante metálico. Yo quería guiar sus ojos hasta el hueco donde encontraría los huesos de los animales, pero también sabía que, a pesar de haber dibujado en papel milimetrado los ojos de una mosca y de haber destacado ese otoño en la clase de biología del señor Botte, creería que los huesos eran míos. Por eso me alegré de que no se acercara a ellos.
A pesar de mi incapacidad para aparecer ante ella o susurrarle algo, empujarla o guiarla, Lindsey sintió algo. Algo cambió en el aire del frío y húmedo sótano que la hizo encogerse. Estaba a sólo unos pasos de la ventana abierta, y sabía que, pasara lo que pasara, se adentraría más y, pasara lo que pasara, tenía que calmarse y concentrarse en buscar pistas; pero en ese preciso momento, y por un instante, pensó en Samuel corriendo delante de ella. Esperaría encontrarla en la última vuelta y, al no verla, volvería corriendo al instituto, creyendo que la encontraría fuera. Por último, supondría, aunque con el primer rastro de duda, que se estaba duchando, y que él también debería ducharse y esperarla antes de hacer nada. ¿Cuánto tiempo la esperaría? Mientras desplazaba la mirada por las escaleras hasta el primer piso, deseó que Samuel estuviera allí y subiera detrás de ella, que siguiera sus movimientos borrando su soledad, acoplándose a sus miembros. Pero no se lo había dicho a propósito, no se lo había dicho a nadie. Estaba haciendo algo inaceptable —un acto delictivo—, y lo sabía.
Más tarde diría que había necesitado tomar aire y que por eso había subido. Al subir la escalera, recogió con la punta de los zapatos pequeñas borras de polvo blanquecino, pero no prestó atención.
Hizo girar el pomo de la puerta del sótano, que se abría a la planta baja. Sólo habían pasado cinco minutos. Le quedaban cuarenta, o eso creía. Seguía habiendo un poco de luz, que se filtraba por las persianas cerradas. Mientras permanecía de nuevo de pie titubeando en esa casa idéntica a la nuestra, oyó el golpe sordo del
Evening Bulletin
al caer en el porche y al repartidor tocar el timbre de su bicicleta al pasar.
Mi hermana se dijo a sí misma que se hallaba en una serie de habitaciones donde, si las registraba a conciencia, tal vez encontraría lo que necesitaba, un trofeo que llevar a nuestro padre, liberándose de ese modo de mí. Siempre habría rivalidad, incluso entre los vivos y los muertos. Vio las losetas del pasillo, del mismo verde oscuro y gris que las nuestras, y se visualizó gateando detrás de mí cuando yo acababa de aprender a andar. Luego vio mi cuerpo de niña alejarse corriendo para entrar en la habitación contigua, y se recordó a sí misma alargando una mano y dando sus primeros pasos mientras yo la atormentaba desde la sala de estar.
Pero la casa del señor Harvey estaba mucho más vacía que la nuestra, y en ella no había alfombras que dieran calor a la decoración. Lindsey pasó de las losetas al suelo de pino encerado de la habitación que en nuestra casa correspondía a la sala de estar. El ruido de cada uno de sus movimientos hizo eco en el vestíbulo delantero, alcanzándola.
No podía evitar que la asaltaran los recuerdos, cada uno con información cruel. Buckley sobre mis hombros en el piso de arriba. Nuestra madre sujetándome mientras Lindsey observaba, celosa, mis intentos de alcanzar la punta del árbol de Navidad con la estrella plateada en las manos. Yo deslizándome por la barandilla y diciéndole que me siguiera. Las dos suplicando a mi padre que nos diese las tiras cómicas después de cenar. Todos corriendo detrás de
Holiday
mientras él ladraba sin parar. Y las innumerables sonrisas exhaustas que adornaban nuestras caras para las fotos de los cumpleaños, las vacaciones y a la salida del colegio. Dos hermanas vestidas exactamente igual, con trajes de terciopelo o a cuadros o amarillo de pascua. Sosteniendo en las manos cestas de conejitos y huevos de pascua que habíamos sumergido en tinte. Zapatos de charol con tiras y hebilla rígidas. Sonriendo forzadamente mientras nuestra madre trataba de enfocar con la cámara. Las fotos siempre borrosas, y nuestros ojos, puntos rojos brillantes. Nada de todo eso contendría para la posteridad los momentos de antes y de después, cuando las dos jugábamos en casa o nos peleábamos por los juguetes. Cuando éramos hermanas.
Entonces lo vio. Mi espalda entrando a toda velocidad en la habitación contigua. Nuestro comedor, la habitación donde él guardaba sus casas de muñecas terminadas. Yo era una niña que corría delante de ella.
Echó a correr detrás de mí.
Me persiguió por las habitaciones del piso de abajo y, aunque se estaba entrenando en serio para jugar al fútbol, cuando volvió al vestíbulo delantero estaba sin aliento. Se mareó.
Yo pensé en lo que mi madre siempre había dicho sobre un chico de la parada del autobús que tenía el doble de años que nosotras pero que seguía en segundo curso. «No sabéis la fuerza que tiene, de modo que tened cuidado cuando estéis cerca de él.» Le gustaba dar fuertes abrazos a todo el que era agradable con él, y veías cómo ese amor atontolinado recorría sus rasgos y despertaba su anhelo de tocar. Antes de que lo sacaran del colegio corriente y lo enviaran a otro del que nadie hablaba, había cogido a una niña pequeña llamada Daphne y la había apretado tanto que se cayó al suelo cuando él la soltó. Yo empujaba con tanta fuerza desde el Intermedio para llegar a Lindsey que de pronto se me ocurrió que tal vez le estaba haciendo daño cuando lo que quería era ayudar.
Mi hermana se sentó en la amplia escalera del fondo del vestíbulo y cerró los ojos, concentrándose en recuperar el aliento y en el principal motivo que la había llevado a la casa del señor Harvey. Se sentía revestida de algo pesado, como una mosca atrapada en la red con forma de embudo de una araña, envuelta en su gruesa seda. Sabía que nuestro padre había acudido al campo de trigo poseído por lo mismo que se estaba apoderando ahora de ella. Su intención había sido proporcionarle pistas que pudiera utilizar como peldaños para subir de nuevo hasta ella, afianzarlo con hechos, afirmar todo lo que le había dicho a Len. En lugar de eso, se vio caer detrás de él en un pozo sin fondo.
Quedaban veinte minutos.
Dentro de la casa mi hermana era el único ser vivo, pero no estaba sola y yo no era la única que la acompañaba. La arquitectura de la vida de mi asesino, los cuerpos de las niñas que había dejado atrás, empezaron a desfilar ante mí, ahora que mi hermana estaba en esa casa. En el cielo pronuncié sus nombres:
Jackie Meyer. Delaware, 1967. Trece años.
Una silla volcada. Acurrucada en el suelo y vuelta hacia ella, la niña llevaba una camiseta a rayas y nada más. Cerca de su cabeza, un pequeño charco de sangre.
Flora Hernández. Delaware, 1963. Ocho años.
Él sólo había querido tocarla, pero ella gritó. Una niña bajita para su edad. Más tarde encontraron el calcetín y el zapato izquierdos. No se recuperó el cuerpo. Los huesos están en el sótano de tierra de un viejo edificio de apartamentos.
Leah Fox. Delaware, 1969. Doce años.
La mató en un sofá cubierto con una funda bajo la rampa de acceso de una autopista, con mucho sigilo. Se quedó dormido encima de ella, arrullado por el ruido de los coches que pasaban por encima. No fue hasta diez horas más tarde, cuando un vagabundo derribó la pequeña cabaña que el señor Harvey había construido con puertas abandonadas, cuando él empezó a recoger sus cosas para marcharse con el cuerpo de Leah Fox.
Sophie Cichetti. Pensilvania, 1960. Cuarenta y nueve años.
Como propietaria, había dividido en dos su piso y levantado un fino tabique. A él le gustaba la ventana semicircular creada por la división, y el alquiler era barato. Pero ella hablaba demasiado de su hijo e insistía en leerle poemas de un libro de sonetos. Le hizo el amor en su parte del piso, y cuando ella empezó a hablar, le rompió el cráneo y se llevó el cadáver a la orilla de un riachuelo cercano.
Leidia Johnson. 1960. Seis años.
Condado de Buck, Pensilvania. Excavó una cueva abovedada dentro de una colina cercana a la cantera y esperó. Fue la más pequeña.
Wendy Richter. Connecticut, 1971. Trece años.
Esperaba a su padre a la puerta de un bar. La violó entre los matorrales y luego la estranguló. Esa vez, mientras él tomaba conciencia de sus actos y salía del estupor en el que a menudo se sumía, oyó ruidos. Volvió la cara de la niña muerta hacia él y, mientras las voces se acercaban más, le mordió la oreja.
—Perdona, hombre —oyó decir a dos borrachos que se habían metido en los matorrales para orinar.
Yo veía esa ciudad de tumbas flotantes, frías y azotadas por los vientos, adonde acudían las víctimas de asesinato en la mente de los vivos. Veía a las otras víctimas del señor Harvey en el momento en que habían ocupado su casa, esos vestigios de recuerdos dejados atrás antes de huir de esta tierra. Pero ese día me solté para acudir al lado de mi hermana.
Lindsey se levantó en cuanto volví a concentrarme en ella. Subimos juntas la escalera. Ella se sentía como los zombis de las películas que tanto les gustaban a Samuel y a Hal. Colocando un pie delante del otro y mirando al frente sin comprender, llegó a lo que equivalía al dormitorio de mis padres en nuestra casa, y no encontró nada. Dio vueltas por el pasillo del piso de arriba. Nada. Luego entró en lo que habría sido mi dormitorio en nuestra casa y encontró la del asesino.
Era la habitación menos vacía de la casa, y ella hizo lo posible por no mover nada al recorrer con una mano los jerséis amontonados en el estante, preparada para encontrar cualquier cosa en sus tibias entrañas: un cuchillo, un arma, un bolígrafo Bic mordisqueado por
Holiday.
Nada. Luego, mientras oía algo que no logró identificar, se volvió hacia la cama y vio la mesilla de noche y, en el círculo de luz de una lámpara de lectura que Harvey había dejado encendida, su cuaderno de bocetos. Al acercarse a él volvió a oír algo, pero no llegó a relacionar los ruidos. Un coche deteniéndose. Frenando con un chirrido. La puerta cerrándose de golpe.