Desde mi cielo (25 page)

Read Desde mi cielo Online

Authors: Alice Sebold

—Sube —gritó Ruana, señalando las escaleras.

Observé cómo Ruana abarcaba con la mirada el holgado peto de Ruth, el jersey de cuello alto, la parka. «Podría empezar con ella», se dijo.

Ruth estaba en la tienda de comestibles con su madre cuando vio las velas entre los platos de papel y los cubiertos de plástico. Ese día, en clase, había sido muy consciente del día que era, y aunque lo que había hecho hasta entonces —tumbarse en la cama a leer
La campana de cristal,
ayudar a su madre a ordenar lo que su padre insistía en llamar su cobertizo de herramientas y ella veía como su cobertizo de poesía, y acompañarla a la tienda de comestibles— no era nada que pudiera señalar el aniversario de mi muerte, estaba decidida a hacer algo.

Al ver las velas supo inmediatamente que iría a casa de Ray y le pediría que la acompañara. Debido a sus encuentros en la plataforma de lanzamiento de peso, los compañeros de clase los habían tomado por pareja, a pesar de todas las pruebas que demostraban lo contrario. Ruth ya podía dibujar tantos desnudos femeninos como quisiera, cubrirse la cabeza con pañuelos, escribir sobre Janis Joplin y protestar a voz en cuello contra la opresión de tener que afeitarse las piernas y las axilas. A los ojos de sus compañeros seguía siendo una niña rara que había sido sorprendida BESÁNDOSE con un chico raro.

Lo que nadie comprendía —y no podían decir siquiera—era que había sido un experimento entre ellos. Ray sólo me había besado a mí y Ruth nunca había besado a nadie, de modo que los dos habían decidido besarse y ver qué pasaba.

—No siento nada —había dicho Ruth después, tumbada al lado de él entre las hojas de un arce detrás del aparcamiento de los profesores.

—Yo tampoco —reconoció Ray.

—¿Sentiste algo cuando besaste a Susie?

—Sí.

—¿Qué?

—Que quería más. Esa noche soñé que volvía a besarla y me pregunté si ella pensaba lo mismo.

—¿Y en sexo?

—Aún no había ido tan lejos —dijo Ray—. Ahora te beso a ti y no es lo mismo.

—Podríamos seguir intentándolo —dijo Ruth—. Estoy dispuesta, si no se lo dices a nadie.

—Creía que te gustaban las chicas —dijo Ray.

—Hagamos un pacto —dijo Ruth—. Imagínate que soy Susie y yo haré lo mismo.

—Eso es totalmente neurótico —dijo Ray sonriendo.

—¿Estás diciendo que no quieres? —lo atormentó Ruth.

—Enséñame otra vez tus dibujos.

—Puede que yo sea una neurótica —dijo Ruth, sacando de su cartera su cuaderno de bocetos; estaba lleno de desnudos que había copiado de
Playboy,
reduciendo o agrandando ciertas partes y añadiendo pelo y arrugas en las zonas retocadas con aerógrafo—, pero al menos no soy un pervertido del carboncillo.

Ray bailaba en su cuarto cuando entró Ruth. Llevaba las gafas de las que trataba de prescindir en el instituto porque eran de cristales gruesos y su padre había escogido las menos caras, de montura resistente. Iba con unos vaqueros holgados y manchados, y una camiseta con la que Ruth imaginaba, y yo sabía, que había dormido.

Cuando la vio en la puerta con la bolsa dejó de bailar. Se llevó al instante las manos a las gafas para quitárselas y, sin saber qué hacer con ellas, las agitó en su dirección.

—Hola —dijo.

—¿Puedes bajar el volumen? —gritó Ruth.

—Claro.

Al cesar el ruido, los oídos de Ruth resonaron un segundo, y en ese segundo vio un brillo en los ojos de Ray.

Estaba en el otro lado de la habitación y entre ambos estaba la cama, con las sábanas arrugadas y hechas un ovillo, y encima un retrato que ella me había hecho de memoria.

—Lo has colgado —dijo Ruth.

—Creo que es muy bueno.

—Tú y yo y nadie más.

—Mi madre también lo cree.

—Es una mujer tan especial... —dijo Ruth, dejando la bolsa—. No me extraña que seas tan estrambótico.

—¿Qué llevas en esa bolsa?

—Velas —dijo Ruth—. Las he comprado en la tienda de comestibles. Hoy es seis de diciembre.

—Lo sé.

—Pensé que podríamos ir al campo de trigo y encenderlas. Para decirle adiós.

—¿Cuántas veces se puede decir?

—Sólo era una idea —dijo Ruth—. Iré sola.

—No —dijo Ray—, voy contigo.

Ruth se sentó con su cazadora y su peto, y esperó a que él se cambiara de camiseta. Lo observó vuelto de espaldas, lo delgado que estaba, pero también cómo se ondulaban los músculos de sus brazos, como se suponía que debían hacer, y el color de su piel, como el de su madre, mucho más tentador que el de la suya.

—Podemos besarnos un rato, si quieres.

Y él se volvió sonriendo. Había empezado a disfrutar con los experimentos. Ya no pensaba en mí, aunque no podía decírselo a Ruth.

Le gustaba que ella maldijera y odiara el instituto. Le gustaba lo inteligente que era y que fingiera que no le importaba que el padre de él fuera médico (aunque no fuera un médico de verdad, como señaló) mientras que el suyo hurgaba en casas viejas, o que los Singh tuvieran hilera tras hilera de libros en su casa mientras que ella se moría por ellos.

Se sentó a su lado en la cama.

—¿Quieres quitarte la parka?

Ella se la quitó.

Y así, el día del aniversario de mi muerte, Ray se lanzó sobre Ruth y los dos se besaron y en cierto momento ella lo miró a la cara.

—¡Mierda! —dijo—. Creo que siento algo.

Cuando Ray y Ruth llegaron al campo de trigo lo hicieron callados y cogidos de la mano. Ella no sabía si él se la cogía porque velaban juntos por mí o porque le gustaba hacerlo. Su mente era un torbellino, la perspicacia que le caracterizaba la había abandonado.

Luego vio que ella no era la única que había pensado en mí. Hal y Samuel Heckler estaban en el campo de trigo, de espaldas a ella y con las manos en los bolsillos. Ruth vio los narcisos amarillos en el suelo.

—¿Los has traído tú? —le preguntó a Samuel.

—No —dijo Hal, respondiendo por su hermano—. Ya estaban aquí cuando hemos llegado.

La señora Stead observaba desde el cuarto de su hijo, en el piso de arriba. Decidió ponerse el abrigo y salir al campo sin pararse a pensar si le correspondía estar allí o no.

Grace Tarking doblaba la esquina cuando vio a la señora Stead salir de su casa con una flor de pascua. Charlaron en la calle durante unos momentos. Grace dijo que iba a pasar antes por casa, pero que se reuniría con ellos.

Grace hizo dos llamadas, una a su novio, que vivía a poca distancia, en una urbanización ligeramente más próspera, y otra a los Gilbert. Éstos aún no se habían recuperado del extraño papel que habían desempeñado en la investigación de mi muerte: que su fiel perro ladrador hubiera descubierto la primera prueba. Grace se ofreció a acompañarlos, dado que eran ancianos y atravesar los jardines de los vecinos y el accidentado suelo del campo de trigo sería un reto para ellos, y sí, el señor Gilbert quiso ir. Necesitaban hacerlo, le dijo a Grace Tarking, sobre todo su mujer, aunque yo veía lo destrozado que estaba también el. Siempre disimulaba su dolor mostrándose atento con su mujer. Aunque se les había pasado por la cabeza regalar su perro, era un consuelo para ambos.

El señor Gilbert se preguntó si lo sabía Ray, que les hacía recados y era un buen chico que había sido erróneamente juzgado, de modo que llamó a casa de los Singh. Ruana dijo que le parecía que su hijo ya estaba allí, pero que ella también iría.

Lindsey miraba por la ventana cuando vio a Grace Tarking cogida del brazo de la señora Gilbert y al novio de Grace sosteniendo al señor Gilbert mientras cruzaban el jardín de los O'Dwyer.

—Pasa algo en el campo de trigo, mamá —dijo.

Mi madre estaba leyendo a Moliere, que con tanto apasionamiento había estudiado en la universidad y desde entonces no había vuelto a mirar. A su lado estaban los libros que la habían señalado como estudiante ultramoderna: Sartre, Colette, Proust, Flaubert. Los había bajado de la estantería de su cuarto y se había prometido releerlos ese año.

—No me interesa —le dijo a Lindsey—, pero estoy segura de que a tu padre sí que le interesará cuando llegue a casa. ¿Por qué no subes a jugar con tu hermano?

Mi hermana llevaba semanas andando detrás de nuestra madre, tratando de ganársela, sin hacer caso de las señales que ésta le enviaba. Al otro lado de la superficie de hielo había algo, Lindsey estaba segura de ello. Se quedó sentada al lado de mi madre, observando a nuestros vecinos desde la ventana.

Cuando se hizo de noche, las velas que los últimos en llegar habían tenido la previsión de llevar consigo iluminaban el campo de trigo. Parecía que estaba allí toda la gente que yo había conocido alguna vez o con la que me había sentado en clase desde el parvulario hasta octavo. El señor Botte había visto que pasaba algo al volver del colegio de preparar su experimento anual del día siguiente, que iba sobre la digestión animal. Se había acercado, y al darse cuenta de lo que ocurría, había vuelto al colegio para hacer varias llamadas. Había una secretaria a quien le había afectado mucho mi muerte y que vino con su hijo. Había profesores que no habían acudido al funeral oficial del colegio.

Los rumores acerca de la presunta culpabilidad del señor Harvey habían empezado a abrirse paso entre los vecinos la noche de Acción de Gracias. De lo único de que se hablaba en el vecindario la tarde siguiente era: ¿era posible? ¿Podía haber matado a Susie Salmón ese hombre extraño que había vivido tan discretamente entre ellos? Pero nadie se había atrevido a abordar a mi familia para averiguar los detalles. A los primos de los amigos o a los padres de los chicos que les cortaban el césped se les preguntó si sabían algo. Todo el que podía estar al corriente de qué hacía la policía se había visto muy solicitado la semana anterior, de tal modo que mi funeral fue tanto una manera de señalar mi recuerdo como una forma de que mis vecinos se consolaran los unos a los otros. Un asesino había vivido entre ellos, había caminado por la calle, había comprado galletas a sus hijas
girl scouts
y suscripciones de revistas a sus hijos.

En mi cielo, yo vibraba de energía y calor a medida que llegaba cada vez más gente al campo de trigo, encendían sus velas y empezaban a cantar muy bajito una especie de canto fúnebre con el que el señor O'Dwyer evocó el lejano recuerdo de su abuelo de Dublín. Mis vecinos se sintieron incómodos al principio, pero en cuanto el señor O'Dwyer se puso a cantar, la secretaria del colegio se unió a él con su voz menos melódica. Ruana Singh permaneció rígida en el borde del corro, lejos de su hijo. El doctor Singh había llamado justo cuando ella salía para decirle que iba a quedarse a dormir en la oficina. Pero otros padres que volvían del trabajo aparcaron el coche en los caminos de acceso de sus casas, bajaron y se reunieron con sus vecinos. ¿Cómo iban a trabajar para mantener a sus familias y al mismo tiempo vigilar a sus hijos para cerciorarse de que estaban fuera de peligro? Como grupo aprenderían que era imposible, por muchas normas que establecieran. Lo que me había pasado a mí podía pasarle a cualquiera.

Nadie había telefoneado a nuestra casa. Dejaron a mi familia tranquila. La impenetrable barrera que rodeaba las tejas de madera, el hueco de la chimenea, el montón de leña, el camino del garaje, la cerca, era como una capa de hielo transparente que cubría los árboles cuando llovía y luego helaba. Nuestra casa parecía igual que las demás casas de la manzana, pero no lo era. El asesinato tenía una puerta sanguinolenta al otro lado de la cual estaba todo lo que a todos les parecía inconcebible.

El cielo se había vuelto de color rosa moteado cuando Lindsey se dio cuenta de lo que ocurría. Mi madre no levantó la vista de su libro.

—Están celebrando una ceremonia por Susie —dijo Lindsey—. Escucha. —Abrió un poco la ventana, y entraron el aire frío de diciembre y el lejano rumor de un canto.

Mi madre empleó toda su energía.

—Ya hemos tenido un funeral —dijo—. Para mí se ha acabado.

—¿Qué se ha acabado?

Mi madre tenía los codos apoyados en los brazos del sillón de orejas amarillo. Se inclinó ligeramente hacia delante y su cara quedó en la sombra, haciendo más difícil que Lindsey viera su expresión.

—No creo que ella esté esperándonos ahí fuera. No creo que encender velas y hacer todo eso honre su recuerdo. Hay otras maneras de honrarlo.

—¿Cuáles? —preguntó Lindsey.

Estaba sentada con las piernas cruzadas en la alfombra delante de mi madre, que estaba sentada en el sillón de orejas, con un dedo marcando el lugar donde se había quedado en su lectura de Moliere.

—Quiero ser algo más que una madre.

Lindsey creyó comprenderlo. Ella quería ser algo más que una chica.

Mi madre dejó el libro de Moliere encima de la mesa de centro y se deslizó hacia delante hasta sentarse sobre la alfombra. Yo me sorprendí. Mi madre nunca se sentaba en el suelo, lo hacía en el escritorio de pagar facturas o en los sillones de orejas o a veces en el extremo del sofá, con
Holiday
acurrucado a su lado.

Cogió la mano de mi hermana entre las suyas.

—¿Vas a dejarnos? —preguntó Lindsey.

Mi madre titubeó. ¿Cómo iba a decirle lo que ya sabía? En lugar de eso, mintió.

—Te prometo que no voy a dejarte.

Lo que más deseaba era volver a ser la chica libre y sin compromisos que apilaba porcelana en Wanamaker's, escondía del gerente del Wedgwood una taza con el asa rota, soñaba con vivir en París como De Beauvoir y Sartre, y volvía a casa ese día riéndose para sus adentros del extraño Jack Salmón, que era bastante guapo aunque no soportase el tabaco. Los cafés de París estaban llenos de cigarrillos, le había dicho ella, y él había parecido impresionado. Cuando al final de ese verano ella lo invitó a subir e hicieron el amor por primera vez, ella se fumó un cigarrillo en la cama, y él, en broma, también se fumó uno. Cuando ella le pasó la taza de porcelana rota como cenicero, empleó todas sus palabras favoritas para embellecer la historia de cómo había roto y escondido dentro de su abrigo la ahora familiar taza de Wedgwood.

—Ven aquí, hija mía —dijo mi madre, y Lindsey obedeció. Apoyó la espalda en el pecho de mi madre y ésta la meció con torpeza en la alfombra—. Lo estás haciendo muy bien, Lindsey, estás manteniendo vivo a tu padre. —Y oyeron el coche detenerse en el camino del garaje.

Lindsey dejó que mi madre la abrazara mientras ésta pensaba en Ruana Singh fumando detrás de su casa. El dulce aroma de los Dunhill había llegado hasta la calle y transportado a mi madre muy lejos. Al último novio que había tenido antes que mi padre le encantaban los Gauloises. «Era un tipo pretencioso», pensó, pero en cierto modo tan serio que le había permitido a ella ser también muy seria.

Other books

The Watercress Girls by Sheila Newberry
The Last Knight by Candice Proctor
El relicario by Douglas Preston y Lincoln Child
The Matchmaker's Match by Jessica Nelson
The Future by Al Gore
My Dates With The Dom by Eden Elgabri