Authors: Alice Sebold
—Ábrelo, Abbie —dijo mi padre.
Vi a mi madre sostener la bolsa abierta e inclinarse hacia la cama.
—Es para ti, Jack —dijo ella—. Se lo regalaste tú.
A mi padre le tembló la mano al introducirla en la bolsa y tardó un segundo en palpar con la yema de los dedos los bordes afilados de la piedra. Sacó el colgante de una forma que me hizo pensar en cuando Lindsey y yo jugábamos a Operación de pequeñas. Si tocaba los lados de la bolsa, sonaría una alarma y tendría que pagar una prenda.
—¿Cómo puede estar tan seguro de que él mató a esas otras niñas? —preguntó mi madre.
Miraba fijamente el pequeño rescoldo dorado en la palma de mi padre.
—No hay nada seguro —dijo Len.
Y el eco volvió a resonar en los oídos de mi madre. Len tenía una colección de frases hechas. Ésa era la frase que mi padre había tomado prestada para tranquilizar a su familia. Era una frase cruel que se aprovechaba de la esperanza.
—Creo que ahora debería irse —dijo ella.
—¿Abigail? —dijo mi padre.
—No quiero oír nada más.
—Me alegro de tener el colgante, Len —dijo mi padre.
Len se quitó un sombrero imaginario en dirección a mi padre antes de darse media vuelta para marcharse. Le había hecho el amor a mi madre antes de que ella se marchara. El sexo como acto de olvido voluntario. La clase de sexo que practicaba cada vez más a menudo en las habitaciones de encima de la barbería.
Me dirigí al sur para reunirme con Ruth y Ray, pero, en cambio, vi al señor Harvey. Conducía un coche anaranjado reconstruido a partir de tantas versiones distintas de la misma marca y el mismo modelo que parecía un monstruo de Frankenstein sobre ruedas. Una correa elástica sujetaba el capó, que se sacudía con el aire que venía en dirección contraria.
El motor se había negado a superar el límite de velocidad, por mucho que él había pisado el acelerador. Había dormido junto a una tumba vacía y soñado con el «¡Cinco, cinco, cinco!», y se había despertado poco antes del amanecer para conducir hasta Pensilvania.
El contorno del señor Harvey se volvía extrañamente borroso. Durante años había mantenido a raya los recuerdos de las mujeres y niñas que había matado, pero ahora, uno a uno, regresaban.
A la primera niña le había hecho daño por accidente. Perdió la cabeza y no pudo detenerse, o así es como se lo explicó a sí mismo. Ella dejó de ir al instituto al que iban los dos, pero a él no le extrañó. A esas alturas se había mudado tantas veces de casa que supuso que era eso lo que había hecho ella. Había lamentado esa silenciosa y como amortiguada violación a una amiga del instituto, pero no la había visto como algo que quedaría grabado en la memoria de alguno de los dos. Era como si algo ajeno a él hubiera terminado en la colisión de sus dos cuerpos una tarde. Luego, durante un segundo, ella se había quedado mirándolo. Insondable. Finalmente, se había puesto las bragas rasgadas, metiéndoselas por debajo de la cinturilla de la falda para sujetárselas. No hablaron, y ella se marchó. Él se cortó el dorso de la mano con la navaja. Cuando su padre le preguntara por la sangre, tendría una explicación verosímil que ofrecer. «Ha sido un accidente, mira», diría, y se señalaría la mano.
Pero su padre no le preguntó nada, y nadie fue a buscarlo. Ni su padre ni su hermano ni la policía.
Luego vi lo que el señor Harvey sentía a su lado. A esa niña, que había muerto sólo unos años después, cuando su hermano se quedó dormido fumando un cigarrillo. Estaba sentada en el asiento del pasajero. Me pregunté cuánto tardaría en empezar a acordarse de mí.
Lo único que había cambiado desde el día que el señor Harvey me había entregado en casa de los Flanagan eran los pilones anaranjados colocados alrededor del terreno. Eso y las pruebas de que la sima se había agrandado. La esquina sudeste de la casa estaba inclinada y el porche delantero se hundía silenciosamente en la tierra.
Como precaución, Ray aparcó al otro lado de Flat Road, bajo un tramo cubierto de maleza. Aun así, el lado del pasajero rozó el borde de la acera.
—¿Qué ha sido de los Flanagan? —preguntó Ray mientras bajaban del coche.
—Mi padre me dijo que la compañía que había comprado la propiedad los había compensado y se habían marchado.
—Este lugar es espeluznante, Ruth —dijo Ray.
Cruzaron la carretera vacía. El cielo estaba azul claro, con sólo unas pocas nubes desperdigadas. Desde donde estaban veían la parte trasera del taller de motos de Hal al otro lado de las vías del tren.
—Me pregunto si sigue siendo de Hal Heckler —dijo Ruth—. Estuve colada por él cuando éramos adolescentes.
Luego se volvió hacia el aparcamiento. Se quedaron callados. Ruth se movió en círculos cada vez más pequeños, con el hoyo y su indefinido borde como objetivo. Ray la seguía justo detrás. De lejos, el hoyo parecía inofensivo, como un charco de barro demasiado grande que empezaba a secarse. Había puñados de malas hierbas alrededor, y si te acercabas lo suficiente era como si la tierra terminara dando paso a carne de color marrón claro. Era blando y convexo, y engullía todo lo que se pusiera encima.
—¿Cómo sabes que no nos engullirá a nosotros? —preguntó Ray.
—No pesamos lo suficiente —dijo Ruth.
—Si notas que te hundes, párate.
Al verlos me acordé de cómo había cogido a Buckley de la mano el día que fuimos a enterrar la nevera. Mientras mi padre hablaba con el señor Flanagan, Buckley y yo nos habíamos acercado al lugar donde el suelo se volvía más blando e inclinado, y yo habría jurado que cedía un poco bajo mis pies, la misma sensación que tenía cuando caminaba por el cementerio de nuestra iglesia y me hundía de pronto en los túneles poco profundos que los topos habían cavado entre las lápidas.
A la larga, el recuerdo de esos topos —las imágenes de esas criaturas ciegas, curiosas y dentudas que buscaba en los libros— me ayudó a aceptar el hecho de que me había hundido en la tierra en una pesada caja fuerte. Yo estaba hecha a prueba de topos, de todos modos.
Ruth se acercó de puntillas a lo que creyó que era el borde mientras yo pensaba en las carcajadas de mi padre en ese día lejano. De regreso a casa, yo le había contado a mi hermano una historia que me había inventado: cómo debajo de la sima había todo un pueblo subterráneo cuya existencia nadie conocía, y la gente que vivía en él recibía esos electrodomésticos como regalos de un cielo terrenal. «Cuando nuestras neveras llegan a ellos —dije—, nos alaban, porque son una raza de pequeños reparadores que disfrutan recomponiendo cosas.» La risa de mi padre llenó el coche.
—Ruthie, ya te has acercado bastante —dijo Ray. Ruth tenía las plantas de los pies en la tierra dura y los dedos en la blanda, y mientras la observaba tuve la sensación de que era capaz de levantar los brazos y tirarse allí mismo para reunirse conmigo. Pero Ray se acercó a ella por detrás.
—Por lo visto, la garganta de la tierra eructa —dijo.
Los tres vimos la esquina de algo metálico que se elevaba.
—La gran Maytag del sesenta y nueve —dijo Ray. Pero no era una lavadora ni una caja fuerte. Era un viejo fogón rojo de gas que se movía despacio.
—¿Te has preguntado alguna vez dónde fue a parar el cuerpo de Susie Salmón? —preguntó Ruth.
Yo quería salir de debajo de la maleza que ocultaba a medias su coche azul, cruzar la carretera y meterme en el hoyo para a continuación volver a salir y darle a Ruth unos golpecitos en el hombro y decir: «¡Soy yo! ¡Has acertado! ¡Bingo! ¡Has dado en el blanco!».
—No —dijo Ray—. Eso te lo dejo a ti.
—Todo está cambiando en este lugar. Cada vez que vengo ha desaparecido algo que lo hacía distinto del resto del país —dijo ella.
—¿Quieres entrar en la casa? —preguntó Ray, pero pensaba en mí. En lo colado que había estado por mí a los trece años. Me había visto volver andando a casa delante de él, y habían sido detalles: mi horrible falda plisada, mi chaquetón cubierto de pelos de
Holiday,
la manera en que el sol se reflejaba en mi pelo que yo creía castaño desvaído mientras volvíamos a casa, uno detrás del otro. Y unos días después, cuando él se había levantado en la clase de ciencias sociales y leído por equivocación su trabajo sobre
Jane Eyre
en lugar del de la guerra de 1812, yo lo había mirado de una manera que a él le pareció agradable.
Ray se encaminó a la casa que iban a demoler muy pronto y que había sido despojada de todos los pomos y grifos de valor por el señor Connors a altas horas de la madrugada, mientras Ruth se quedaba junto al hoyo. Ray ya estaba dentro de la casa cuando ocurrió. Con la misma claridad que si fuera de día, ella me vio de pie a su lado, mirando el lugar donde me había arrojado el señor Harvey.
—Susie —dijo Ruth, sintiendo mi presencia aún más sólidamente al pronunciar mi nombre.
Pero yo no dije nada.
—Te he escrito poemas —dijo ella, tratando de retenerme. Lo que llevaba toda la vida deseando ocurría por fin—. ¿No quieres nada, Susie?
Luego desaparecí.
Ruth se quedó allí, esperando tambaleante a la luz grisácea del sol de Pensilvania. Y la pregunta resonó en mis oídos: «¿No quieres nada?».
Al otro lado de las vías del tren, el taller de Hal estaba desierto. Se había tomado el día libre, y había llevado a Samuel y a Buckley a una feria de motos en Radnor. Yo veía a Buckley recorrer con la mano la curvada cubierta de la tracción delantera de una pequeña moto roja. Faltaba poco para su cumpleaños, y Hal y Samuel lo observaban. Hal había querido regalarle el viejo saxo alto de Samuel, pero la abuela Lynn había intervenido. «Necesita aporrear cosas, querido —dijo—. Ahórrate los objetos delicados.» De modo que Hal y Samuel se habían juntado para comprarle a mi hermano una batería de segunda mano.
La abuela Lynn estaba en el centro comercial tratando de encontrar ropa sencilla pero elegante que pudiera convencer a mi madre para que se pusiera. Con dedos hábiles por los años de experiencia, descolgó un vestido azul marino de un colgador de prendas negras. Yo veía a la mujer que estaba cerca mirar el vestido verde de envidia.
En el hospital, mi madre le leía en voz alta a mi padre el
Evening Bulletin
del día anterior, y él le leía los labios sin escuchar en realidad. En lugar de eso, quería besarla.
Y Lindsey.
Vi cómo el señor Harvey se metía en mi antiguo vecindario en pleno día, sin importarle que lo vieran, confiando en su habitual invisibilidad: allí, en ese vecindario donde tantos habían asegurado que nunca lo olvidarían, donde siempre lo habían visto como a un forastero, donde enseguida habían empezado a sospechar que la esposa muerta a la que se refería con distintos nombres había sido una de sus víctimas.
Lindsey estaba sola en casa.
El señor Harvey pasó junto a la casa de Nate, que estaba dentro de la zona de casas-ancla de la urbanización. La madre de Nate arrancaba las flores marchitas de un parterre con forma de riñón, y levantó la vista cuando el coche pasó por delante. Al ver el coche destartalado y desconocido, imaginó que era un amigo de la universidad de uno de los chicos mayores que había vuelto a pasar el verano. No vio al señor Harvey al volante. Éste giró a la izquierda y se adentró en la carretera que rodeaba su vieja calle.
Holiday
gruñó a mis pies, con la misma clase de gruñido grave y desagradable que se le escapaba cuando lo llevábamos en coche al veterinario.
Ruana Singh estaba de espaldas a él. La vi por la ventana del comedor, ordenando alfabéticamente un montón de libros nuevos y colocándolos en estanterías cuidadosamente organizadas. Los niños estaban en los jardines, columpiándose, caminando sobre zancos con resortes o persiguiéndose unos a otros con pistolas de agua. Un vecindario lleno de víctimas en potencia.
Él rodeó la curva del final de nuestra calle y pasó por el pequeño parque municipal, al otro lado del cual vivían los Gilbert. Estaban los dos en casa, el señor Gilbert ahora achacoso. Luego vio su antigua casa, que ya no era verde, aunque para mi familia y para mí siempre sería «la casa verde». Los nuevos dueños la habían pintado de color malva y habían instalado una piscina, y justo al lado, cerca de la ventana del sótano, había un cenador de madera de secuoya abarrotado de juguetes y hiedra colgante. Habían pavimentado los parterres delanteros al ampliar el camino del garaje, y cubierto el porche con cristal a prueba de heladas, detrás del cual vio una especie de oficina. Le llegaron las risas de unas niñas en el patio trasero, y vio salir de la casa a una mujer con sombrero y una podadera. Se quedó mirando al hombre sentado en el coche anaranjado y sintió una especie de patada en su interior: la patada inquieta de un útero vacío. Se volvió bruscamente y entró de nuevo en la casa, y se quedó mirándolo desde la ventana. Esperando.
Condujo unas cuantas casas más allá.
Y allí estaba ella, mi querida hermana. Él la vio por la ventana del piso de arriba de nuestra casa. Se había cortado el pelo y había adelgazado durante aquellos años, pero era ella, sentada ante la mesa de dibujo que utilizaba como escritorio, leyendo un libro de psicología.
Fue entonces cuando empecé a verlos bajar por la calle.
Mientras él observaba las ventanas de mi antigua casa preguntándose dónde estaban los demás miembros de mi familia, y si mi padre seguía cojeando, vi los últimos rastros de los animales y las mujeres que abandonaban la casa del señor Harvey. Avanzaban con dificultad, todos juntos. El señor Harvey observó a mi hermana, y pensó en las sábanas con que había cubierto los postes de la tienda nupcial. Aquel día había mirado a mi padre a los ojos al pronunciar mi nombre. Y el perro, el que ladró a la puerta de su casa, ese perro seguro que ya había muerto.
Lindsey se apartó de la ventana, y yo vi al señor Harvey observarla. Ella se levantó y se volvió para acercarse a una estantería que iba del suelo al techo. Cogió otro libro y volvió a su escritorio. Mientras él le miraba la cara, en su retrovisor apareció de pronto un coche patrulla negro y blanco que recorría lentamente la calle detrás de él.
Sabía que no podía correr más que ellos, de modo que se quedó sentado en el coche y preparó los últimos vestigios de la cara que llevaba décadas mostrando a las autoridades, la cara de un hombre desabrido al que podías compadecer o despreciar, pero nunca culpar. Cuando el agente se detuvo a su lado, las mujeres se deslizaron por las ventanillas y los gatos se le enroscaron alrededor de los tobillos.