Desde mi cielo (37 page)

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Authors: Alice Sebold

—¿Se ha perdido? —preguntó el joven policía pegándose al coche anaranjado.

—Viví un tiempo aquí —dijo el señor Harvey. Me estremecí al oírlo. Había decidido decir la verdad.

—Hemos recibido una llamada sobre un vehículo sospechoso.

—Veo que están construyendo algo en el campo de trigo —dijo Harvey. Y yo supe que parte de mí podía unirse a los demás y caer abruptamente en pedazos, junto con todos los fragmentos de los cadáveres que llovían dentro de su coche.

—Están ampliando el colegio.

—El barrio me ha parecido más próspero —dijo él, nostálgico.

—Creo que debería seguir su camino —dijo el agente. Le incomodaba el señor Harvey en su coche destartalado, pero lo vi anotar la matrícula.

—No era mi intención asustar a nadie.

El señor Harvey era un profesional, pero en ese momento no me importó. A cada tramo de carretera que él recorría, yo me concentraba en Lindsey dentro de casa leyendo sus libros, en los datos que saltaban de las páginas a su cerebro, en lo lista que era y en que estaba ilesa. En la Temple University había decidido que quería ser terapeuta. Y yo pensé en la mezcla de aire que había en nuestro jardín delantero: la luz del día, una madre intranquila y un policía, una serie de golpes de suerte que hasta ahora habían mantenido a mi hermana fuera de peligro. Una incógnita cotidiana.

Ruth no le explicó a Ray lo que había ocurrido. Se prometió escribirlo antes en su diario. Cuando volvieron a cruzar la carretera hacia el coche, Ray vio algo de color violeta entre la maleza que cubría un montón de tierra dejado allí por unos obreros de la construcción.

—Es vincapervinca —dijo—. Voy a coger un ramo para mi madre.

—Estupendo, tómate el tiempo que quieras —dijo Ruth.

Ray se metió por la maleza que había por el lado del conductor y trepó hasta la vincapervinca mientras Ruth se quedaba junto al coche. Ray ya no pensaba en mí. Pensaba en las sonrisas de su madre. La manera más infalible de hacerla sonreír era encontrar flores silvestres como ésas, llevarlas a casa y ver cómo las prensaba, abriendo los pétalos sobre las páginas de diccionarios y libros de consulta. Llegó a lo alto del montículo de tierra y desapareció por el otro lado con la esperanza de encontrar más.

Fue en ese momento cuando sentí un hormigueo en la espalda, al ver desaparecer su cuerpo de repente por el otro lado. Oí a
Holiday,
con el miedo instalado en su garganta, y comprendí que no gemía por Lindsey. El señor Harvey llegó a lo alto de Eels Rod Pike, y vio la sima y los pilones anaranjados a juego con su coche. Había arrojado un cadáver por allí. Recordó el colgante de ámbar de su madre, que seguía tibio cuando ella se lo había dado.

Ruth vio a las mujeres metidas en el coche con vestidos de color sangre y echó a andar hacia ellas. En esa misma carretera donde yo había sido enterrada, el señor Harvey pasó al lado de Ruth. Ella sólo vio a las mujeres. Luego se desmayó.

Fue en ese momento cuando caí a la Tierra.

22

Ruth se desplomó en la carretera, de eso me di cuenta. Lo que no vi fue al señor Harvey alejarse sin ser visto ni querido ni invitado.

No pude evitar inclinarme, después de haber perdido el equilibrio, y caí a través de la puerta abierta del cenador al otro lado de la extensión de césped y más allá del límite más lejano del cielo donde había vivido todos esos años.

Oí a Ray gritar por encima de mí, su voz alzándose en un arco de sonido:

—Ruth, ¿estás bien? —Llegó hasta Ruth y gritó—: Ruth, Ruth, ¿qué ha pasado?

Y yo estaba en los ojos de Ruth y miraba hacia arriba. Sentía su espalda arqueada contra el pavimento, y los rasguños que los afilados bordes de la grava le habían hecho a través de la ropa. Notaba cada sensación, el calor del sol, el olor del asfalto, pero no podía ver a Ruth.

Oí los pulmones de Ruth borbotear, una sensación de mareo en el estómago, pero el aire seguía llenándole los pulmones. La tensión se extendía por su cuerpo. Su cuerpo. Con Ray encima, recorriendo con sus ojos grises y palpitantes ambos lados de la carretera en busca de una ayuda que no llegaba. No había visto el coche, sólo había salido de la maleza encantado con su ramo de flores silvestres para su madre, y había encontrado a Ruth allí, tumbada en la carretera.

Ruth empujó contra su piel, tratando de salir. Luchaba por marcharse, y yo estaba dentro de ella ahora y forcejeaba con ella. Deseé con todas mis fuerzas que regresara, deseé ese imposible divino, pero ella quería salir. Nada ni nadie podía retenerla abajo, impedir que volara. Yo observaba desde el cielo, como tantas veces había hecho, pero esta vez a mi lado había algo borroso. Era nostalgia e ira elevándose en forma de anhelo.

—Ruth —dijo Ray—. ¿Me oyes, Ruth?

Justo antes de que ella cerrara los ojos y todas las luces se apagaran y el mundo se volviera frenético, miré a los ojos grises de Ray Singh, la piel oscura, los labios que había besado una vez. Luego, como una mano que se suelta de una fuerte sujeción, Ruth pasó por su lado.

Los ojos de Ray me ordenaban avanzar mientras mis deseos de observar me abandonaban dando paso a un anhelo conmovedor: volver a estar viva en esta Tierra. No observarlos desde arriba, sino estar a su lado.

En alguna parte del Intermedio azulísimo había visto a Ruth pasar corriendo por mi lado mientras yo caía a la Tierra. Pero no era la sombra de una forma humana, ni un fantasma. Era una chica lista que infringía todas las reglas.

Y yo estaba en su cuerpo.

Oí una voz que me llamaba desde el cielo. Era Franny. Corría hacia el cenador llamándome.
Holiday
ladraba tan fuerte que la voz le brotó entrecortada sin llegar a quebrársele. De pronto Franny y
Holiday
desaparecieron, y todo quedó en silencio. Sentí que algo me sujetaba y noté una mano en la mía. Mis oídos eran océanos en los que empezaba a ahogarse todo lo que había conocido: voces, caras, sucesos. Abrí los ojos por primera vez desde que había muerto y vi unos ojos grises que me sostenían la mirada. Me quedé inmóvil cuando comprendí que el maravilloso peso que me sujetaba era el de un cuerpo humano.

Traté de hablar.

—No lo hagas —dijo Ray—. ¿Qué ha pasado?

«He muerto», quería responder. ¿Cómo iba a decirle: «He muerto y ahora estoy de nuevo entre los vivos»?

Ray se había arrodillado. Desparramadas a su alrededor y por encima de mí estaban las flores que él había cogido para Ruana. Yo veía sus brillantes formas elípticas contra la ropa oscura de Ruth. Luego Ray pegó el oído a mi pecho para escuchar mi respiración y me puso un dedo en la muñeca para tomarme el pulso.

—¿Te has desmayado? —preguntó después de comprobarlo.

Asentí. Sabía que no se me concedería esa gracia eternamente en la Tierra, que el deseo de Ruth sólo era temporal.

—Creo que estoy bien —probé a decir, pero mi voz era demasiado débil, demasiado lejana, y Ray no me oyó. Entonces clavé los ojos en él, abriéndolos todo lo posible. Algo me apremiaba a levantarme. Me pareció que flotaba de nuevo hacia el cielo, que regresaba, pero sólo trataba de levantarme.

—No te muevas si te sientes débil, Ruth —dijo Ray—. Puedo llevarte en brazos al coche.

Le dediqué una sonrisa de mil vatios.

—Estoy bien —dije.

Sin gran confianza, observándome con atención, me soltó el brazo, pero siguió cogiéndome la otra mano. Se quedó a mi lado mientras yo me ponía de pie, y las flores silvestres cayeron al suelo. En el cielo, las mujeres arrojaron pétalos de rosa al ver a Ruth Connors.

Vi la atractiva cara de Ray sonreír perplejo.

—De modo que estás bien —dijo.

Con cuidado, se acercó lo bastante como para besarme, pero me explicó que estaba examinándome las pupilas para ver si tenían el mismo tamaño.

Yo sentía el peso del cuerpo de Ruth, el seductor movimiento de sus pechos y muslos, así como una asombrosa responsabilidad. Volvía a ser un alma en la Tierra. Ausente sin permiso del cielo por un rato, me habían hecho un regalo. Me obligué a erguirme todo lo posible.

—¿Ruth?

Traté de acostumbrarme al nombre.

—Sí —dije.

—Has cambiado —dijo él—. Algo ha cambiado.

Estábamos de pie en medio de la carretera, pero ése era mi momento. Quería explicárselo, pero ¿qué iba a decir? ¿«Soy Susie y sólo tengo un rato»? Estaba demasiado asustada.

—Bésame —dije en lugar de eso.

—¿Qué?

—¿No quieres? —Le sostuve la cara con las manos y noté su barba incipiente, que no estaba allí hacía ocho años.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó él, desconcertado.

—A veces los gatos caen del décimo piso de un rascacielos y aterrizan de pie. Sólo lo crees porque lo has visto en letra impresa.

Ray se quedó mirándome hipnotizado. Inclinó la cabeza y nuestros labios se rozaron. Sentí sus labios fríos en lo más profundo de mi ser. Otro beso, valioso presente, regalo robado. Sus ojos estaban tan cerca que vi las motas verdes en el fondo gris.

Le cogí la mano y volvimos al coche en silencio. Era consciente de que él andaba muy despacio detrás de mí, tirándome del brazo y vigilando el cuerpo de Ruth para asegurarse de que caminaba bien.

Abrió la portezuela del lado del pasajero, y me dejé caer en el asiento y apoyé los pies en el suelo enmoquetado. Cuando rodeó el coche y se subió, me miró fijamente una vez más.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Volvió a besarme en los labios con delicadeza. Lo que yo llevaba tanto tiempo deseando. El tiempo pareció detenerse y yo me empapé de él. El roce de sus labios, su barba incipiente que me hacía cosquillas, y el ruido del beso, la pequeña succión de nuestros labios al abrirse después de apretarse, y a continuación la separación más brutal. Ese sonido resonó por el largo túnel de soledad en el que me había contentado con ver a otros acariciarse y abrazarse en la Tierra. A mí nunca me habían tocado así. Sólo me habían hecho daño unas manos, más allá de toda ternura. Pero prolongándose hasta mi cielo después de la muerte había habido un rayo de luna que se arremolinaba y se encendía y apagaba: el beso de Ray Singh. De alguna manera, Ruth lo sabía.

Me palpitaron las sienes ante ese pensamiento, escondida dentro de Ruth en todos los sentidos menos en ese: que cuando Ray me besó o nuestras manos se entrelazaron, era mi deseo, no el de Ruth, era yo la que empujaba para salir de su piel. Vi a Holly. Reía, con la cabeza echada hacia atrás. Luego oí a
Holiday
aullar lastimeramente, porque yo volvía a estar donde los dos habíamos vivido una vez.

—¿Adonde quieres ir? —preguntó Ray.

Y fue una pregunta tan amplia que la respuesta era vastísima. Yo sabía que no quería ir tras el señor Harvey. Miré a Ray y supe por qué estaba yo allí. Para llevarme un trozo de cielo que nunca había conocido.

—Al taller de Hal Heckler —respondí con firmeza.

—¿Qué?

—Tú has preguntado —dije.

—¿Ruth?

—¿Sí?

—¿Puedo volver a besarte?

—Sí —respondí, y me puse colorada.

Él se inclinó mientras el motor se calentaba y nuestros labios se encontraron una vez más, y allí estaba ella, Ruth, hablando ante un grupo de ancianos con boinas y suéteres negros de cuello alto que sostenían en alto mecheros encendidos y pronunciaban su nombre en un canto rítmico.

Ray se recostó y me miró.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Cuando me besas veo el cielo —dije.

—¿Qué aspecto tiene?

—Es diferente para cada uno.

—Quiero detalles —dijo él sonriendo—. Hechos.

—Hazme el amor y te lo diré —respondí.

—¿Quién eres? —preguntó él, pero me daba cuenta de que aún no sabía qué preguntaba.

—El motor ya se ha calentado —dije.

Él aferró el cambio de marchas cromado que había a un lado del volante y nos pusimos en marcha como si fuera lo más normal, un chico y una chica juntos. El sol se reflejó en la mica resquebrajada del viejo pavimento lleno de parches cuando él hizo un cambio de sentido.

Bajamos hasta el final de Flat Road y yo señalé el camino de tierra a un lado de Eels Rod Pike, por donde podríamos cruzar las vías del tren.

—Tendrán que cambiar esto pronto —dijo Ray al cruzar la grava hasta el camino de tierra.

Las vías se extendían hasta Harrisburg en una dirección y hasta Filadelfia en la otra, estaban derribando todos los edificios a lo largo, y las viejas familias se iban y llegaban industriales.

—¿Piensas quedarte aquí cuando acabes la facultad? —pregunté.

—Nadie lo hace —dijo Ray—. Ya lo sabes.

Yo casi parpadeé ante esa decisión, la idea de que si me hubiera quedado en la Tierra tal vez me habría marchado de ese lugar para ir a otro, de que habría podido irme a donde hubiera querido. Y entonces me pregunté si era igual en el cielo que en la Tierra. Si lo que me había perdido eran las ansias de conocer mundo que te invadían cuando te abandonabas.

Fuimos en coche hasta la estrecha franja de terreno despejado que había a cada lado del taller de motos de Hal. Ray detuvo el coche y puso el freno.

—¿Por qué aquí? —preguntó Ray.

—Estamos explorando, ¿recuerdas? —dije.

Le llevé a la parte trasera del taller y busqué por la jamba de la puerta hasta palpar la llave escondida.

—¿Cómo sabías dónde estaba?

—He visto cientos de veces a la gente esconder llaves —dije—. No hace falta ser un genio para adivinarlo.

Dentro era tal como yo lo recordaba, y olía intensamente a grasa de moto.

—Creo que necesito ducharme —dije—. ¿Por qué no te pones cómodo?

Pasé junto a la cama y accioné el interruptor de la luz, que colgaba de un cable, y todas las diminutas luces blancas que había encima de la cama de Hal se encendieron; eran las únicas fuentes de iluminación aparte de la polvorienta luz que entraba por la pequeña ventana trasera.

—¿Adonde vas? —preguntó Ray—. ¿Por qué conoces este lugar? —Su voz se había vuelto un sonido frenético.

—Dame un poco de tiempo, Ray —dije—. Luego te lo explico.

Entré en el pequeño cuarto de baño, pero dejé la puerta entreabierta. Mientras me quitaba la ropa de Ruth y esperaba a que el agua se calentara, confié en que ella me viera, viera su cuerpo tal como yo lo veía, su perfecta belleza viviente.

En el cuarto de baño olía a humedad y a moho, y la bañera estaba manchada después de años de no correr nada más que agua por su desagüe. Me metí en la vieja bañera de patas de cabra y me quedé de pie bajo el chorro de agua. Aunque salía caliente, tenía frío. Llamé a Ray. Le pedí que entrara.

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