Destino (18 page)

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Authors: Alyson Noel

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

—Creo que nuestro destino es salir a navegar.

Capítulo veintidós

M
e instalo en el asiento y me pongo a arreglar los cojines de terciopelo que tenemos a la espalda mientras Damen se desliza a mi lado. La embarcación es larga y está pintada de un rojo intenso y vivo con recargadas volutas doradas que marcan sus costados. Se estrecha en una cresta curvada tanto en la proa como en la popa. Me recuerda la góndola que Jude y yo manifestamos una vez en la versión de Venecia de Summerland. Sin embargo, no hay remos, ni motor, ni forma alguna de gobernar o guiar la embarcación; estamos a merced del río. No nos queda otro remedio que sentarnos y confiar en que todo salga bien.

Instantes después de que embarquemos, la barca se aparta de la orilla y flota hasta aguas más profundas siguiendo la corriente, sin dar pista alguna acerca de lo que nos tiene reservado. Damen me pasa un brazo en torno a los hombros con un gesto protector mientras observamos con detenimiento la escena que discurre por nuestro lado, la rapidez con la que se ensancha el río. No tardamos mucho en vernos rodeados de aguas oscuras y profundas. Las orillas que antes hemos pisado quedan reducidas a un puntito dorado en un lejano horizonte.

Me apoyo en Damen. Me gustaría poder hacer algo, decir algo que borrase el gesto de preocupación de su frente, que aliviase el arrepentimiento que agobia su corazón. Abre unos ojos como platos, se incorpora en el asiento totalmente alerta y mira a su alrededor mientras dice:

—Es el río del Olvido.

Entorno los ojos, recordando vagamente que mencionó ese lugar una vez. Dijo algo de que el alma viaja por el río del Olvido antes de renacer en la siguiente vida. Que el propósito de ese viaje en particular es que no recordemos lo que vino antes, que nuestro destino es no recordar las vidas que acabamos de vivir, que cada encarnación ofrece un nuevo viaje de autodescubrimiento, una oportunidad de reparar nuestros errores anteriores, de equilibrar nuestro karma acumulado, de encontrar soluciones nuevas para problemas viejos.

Que la vida no pretende ser como un libro abierto.

Recuerdo que Loto ha dicho algo semejante hace poco: que la locura del ser humano y su tendencia a cometer los mismos errores una y otra vez puede atribuirse en buena parte al río, y lo tomo como prueba de que Damen está en lo cierto. Es exactamente lo que él piensa. Aunque nadie sabe con certeza dónde acabará.

—¿Vamos a revivirlo todo? —pregunta Damen. Su voz revela una profunda reticencia. No tiene deseo alguno de retornar a aquellos dolorosos primeros tiempos que vivió en Florencia, Italia.

Sin embargo, antes de que pueda quedarse demasiado atascado en el pensamiento, lo miro y digo:

—No. Es una prueba. Tenemos que hacer lo posible para no olvidar todo lo que hemos aprendido. Loto vino justo antes de que tú llegases y dijo que el conocimiento se nos revela cuando lo necesitamos, lo cual significa que debemos aferrarnos a todo lo que acabamos de ver. No podemos olvidar ni un solo momento. Estoy segura de que vamos a necesitarlo más tarde.

—Es mucho —replica, frunciendo el ceño—. El río es traicionero. Y aparte de que en los últimos siglos he actuado desastrosamente, de que les debo mucho a Ava y a las gemelas por haberles arrebatado la vida, ¿en qué sugerirías que me concentrase? Hay muchas posibilidades de que, cuando salgamos de esta barca y volvamos a nuestra vida normal, no recordemos ninguna de las experiencias que acabamos de vivir.

Me tomo unos momentos para meditar mi respuesta, en parte porque puede que no le guste lo que yo diga, y en parte porque sigue asombrándome que busque en mí las respuestas. Inspiro hondo, echo un vistazo a mi alrededor, me vuelvo hacia él y digo:

—Debes recordar que el alma es eterna. Que el amor nunca muere. Y que tu incapacidad para darte cuenta de eso, tu apego al mundo físico, es lo que nos ha traído a ambos aquí, lo que nos ha traído a ambos a este punto.

Ya está, ya lo he dicho. Es culpa suya. Aun así, mi voz no le acusa. No es el primero en cometer ese error. Como ha dicho Loto, es la locura del ser humano. Damen solo es uno de los pocos que han logrado eliminar la muerte física, al menos durante un tiempo.

—Más tarde, cuando dejemos esto atrás y acabemos… bueno, donde acabemos, tendremos que utilizar ese conocimiento para encontrar una forma de deshacer lo que hemos hecho, los errores que hemos cometido —añado; las palabras salen con tanta rapidez y facilidad como si emanasen de algún otro lugar, aunque sé en lo más hondo de mí que son ciertas—. Ese es mi viaje. —Asiento, y de pronto lo sé con certeza—. Esa es la verdad que debo revelar. ¿Cómo? —Le observo, intentando responder a la pregunta que marca su frente—. No estoy segura, pero no me cabe duda de que ese es mi destino.

Damen me mira con los rasgos endurecidos, en conflicto, aunque es fiel a su promesa de seguir mi ejemplo.

Busco un argumento mejor, una forma de persuadirle de que borre todas las dudas que aún tiene, pero no hay tiempo para darle vueltas. No hay tiempo para convencerle de lo que sé que es cierto.

La corriente se está haciendo más rápida.

El cielo se está oscureciendo y borra al instante el horizonte.

La línea entre cielo y tierra, agua y aire, arriba y abajo, se hace borrosa de repente. Nos atrapa en un encrespamiento vertiginoso de olas que van a su aire, cada una mayor que la anterior. El río crece y se encrespa, se ondula y ruge, hasta que lo único que podemos hacer es aferrarnos el uno al otro para no precipitarnos por encima de la borda, para no caer al agua.

El cielo se desgarra con un trueno tan fuerte que buscamos refugio en el único lugar que nos queda: el otro. Los dos temblamos bajo un chaparrón de lluvia, un monzón despiadado, mientras grandes rayos se abaten a nuestro alrededor.

—¡Concéntrate! —le grito al oído, cerrando con fuerza los ojos para protegérmelos del aguacero—. ¡Esto forma parte de la prueba! ¡Aférrate al pasado! ¡Niégate a olvidar, por más miedo que dé!

No sé muy bien de dónde han salido mis palabras, pero una vez más siento que son ciertas. Conozco de primera mano el enorme poder que tiene el miedo, puesto que me he dejado llevar por él en otras ocasiones.

Es lo contrario de la fe.

Lo contrario de confiar en el universo.

Lo contrario de creer en tu ser superior.

El miedo te hace sudar y temblar, te vuelve tan inseguro que pones en duda todo lo que sabes que es cierto.

El miedo te lleva a volverle la espalda a lo que más importa.

Tiene como consecuencia las decisiones precipitadas, los pasos en falso, y más tarde la carga implacable del arrepentimiento. Y si Damen y yo hemos de superar este trance y avanzar en nuestro camino tendremos que derrotar este río y dominar esta tempestad, haciendo lo que sea necesario para impedirles el paso.

Las aguas continúan agitándose, elevándose y hundiéndose, mientras la barca cruje y se inclina de forma aterradora. Damen y yo nos abrazamos, aferrándonos a nuestros recuerdos, aferrándonos el uno al otro. Un rayo fulmina la proa, la parte por la mitad y deja entrar un torrente de agua. El suelo se desprende por el peso y el río asciende hasta devorarnos enteros.

Los dos extendemos los brazos, tratamos de asirnos, luchamos por salvar la vida, luchamos por aferrarnos el uno al otro, pero es inútil.

Nuestra piel está demasiado húmeda, demasiado escurridiza, demasiado resbaladiza.

Y aunque intento no perder de vista a Damen, aunque intento determinar desde dónde me llama, está demasiado oscuro, demasiado confuso. No tengo percepción del tiempo ni del lugar, no tengo percepción de si estoy arriba o estoy abajo, y cuando quiero darme cuenta me estoy hundiendo.

Se ha acabado.

Demasiado tarde.

El río me ha reclamado.

Capítulo veintitrés

M
e atraganto.

Me atraganto con el fango, los detritos y el asqueroso lodo del fondo del río. Algo duro y metálico choca contra mis muelas superiores y flota sobre mi lengua, algo de lo que estoy decidida a librarme.

Hago fuerza sobre los codos y luego sobre las rodillas. A gatas, escupo en el suelo, me paso un dedo por el interior de la boca y saco piedras, porquería y un extraño medallón que queda colgando ante mí desde el cordón de cuero marrón que llevo al cuello.

Me apoyo en los talones, cojo la pieza entre el índice y el pulgar y miro con detenimiento el pequeño círculo de plata. Representa una serpiente que devora su propia cola. Me parece curioso y no poco interesante, pero ignoro de dónde ha salido.

Ignoro por qué lo llevo.

Ignoro qué podría significar.

Caigo de espaldas agotada y cierro los ojos para protegerlos del sol. Al principio disfruto de la sensación, del modo en que me seca la ropa y me calienta la piel, pero el placer disminuye enseguida. Esa luz tan intensa me deja sudorosa y sin aliento, abrumada de golpe por una sed terrible que me lleva a retroceder con dificultad hacia el río con la esperanza de beber. Sin embargo, me encuentro con que el río ha desaparecido, sustituido por un paisaje de arena, una multitud de cactus y dos soles abrasadores que emiten sendas series de rayos cegadores, implacables y achicharrantes sobre mi cabeza.

La piel se me quema, se llena de ampollas; los labios se me agrietan y sangran. Sin posibilidad alguna de hallar refugio y demasiado debilitada por la sed para ir a buscarlo, no me queda otro remedio que hacerme un ovillo. Bajo la cabeza hasta apretar la barbilla contra las rodillas. Dejo caer mi cabello delante de mí confiando en protegerme de ese modo y acabo sacrificando la nuca a fin de resguardarme el rostro.

«Reflexiona.» Cierro los ojos con fuerza y trato de concentrarme y de recapacitar.

«Reflexiona —me exijo—. Recuerda.»

Pero el calor es tan intenso que me es imposible pensar en nada que no sea mi piel ardiente y la sed atroz que no he podido saciar.

Me estiro las mangas más allá de las muñecas, sobre las manos, hasta llegar a las puntas de los dedos. Trato de no gritar cuando el algodón me roza las ampollas, abriéndolas y dejando que el líquido de las heridas se diluya en la carne. Venzo el dolor y me meto las manos en los bolsillos, intentando hacerme más pequeña, convertirme en un blanco menor, procurando esconderme del calor, pero es inútil. No puedo escapar de la ira de dos soles enzarzados en un duelo, uno delante y otro detrás.

Mis dedos ahondan retorciéndose y siguen ahondando. Al final tropiezan con algo resbaladizo y duro de bordes ásperos, una piedra de alguna clase.

Una piedra que no recuerdo.

Recorro los lados, la superficie fresca y lisa, a sabiendas de que necesito pensar, concentrarme, recordar… algo… pero sin tener ni idea de lo que ese algo puede ser.

Le doy a esa piedra unas cuantas vueltas. Exploro todos sus lados una y otra vez, hasta que un relampagueo de luz atraviesa mis párpados cerrados y cubiertos de costras. Un destello de color, una miríada de tonalidades diversas se cuela en mi visión, mi visión interior, acompañada de una serie de palabras destinadas a espolearme, a animarme. Esas palabras dan vueltas y más vueltas en mi interior. Exigen mi atención, aunque no tengo la menor idea de lo que pueden significar.

Las palabras continúan serpenteando y repitiéndose, sonando sin cesar. Todas y cada una de las sílabas aparecen acentuadas con la mayor urgencia, hasta que suena algo como:

Oscuro como sus ojos.

Rojo como la sangre que salió de mí.

Azul como el río, como la piedra de mi bolsillo.

Una piedra que tengo que ver.

La subo por encima de mi cadera, la deslizo sobre mi vientre y la llevo hasta donde pueda verla. Me maravilla que se las haya arreglado para mantenerse fresca a pesar del atroz infierno que me rodea. Me atrevo a entreabrir un ojo a pesar de que se me chamuscan las pestañas, se me quema la piel y se me abrasa la retina. Miro con detenimiento ese brillante cristal de color aguamarina y le doy vueltas entre mis dedos, sobrecogida por su aspecto, hasta que observo algo aún más maravilloso: la energía irradia de mi piel como un halo del púrpura más vivo y radiante, con motas doradas.

El color me recuerda el que ya percibí. El que vibró a través de mi cuerpo cuando estaba en Summerland, justo después de haber cambiado sin darme cuenta la experiencia de Fleur por la mía. Esa sensación llena de color me convence de que hay algo más en la historia de Damen y en la mía, de que ambos habíamos vivido una vida que aún teníamos que reconocer.

Y de pronto sé qué significa, sé qué es.

Esa sombra brillante y trémula que veo es el color de mi alma.

Mi alma inmortal.

Es el aspecto que ofrecería mi aura si la tuviese.

La verdad me asalta con tanta fuerza y rapidez que no deja lugar a dudas en mi mente.

No puedo morir aquí.

No puedo morir en ninguna parte.

Aunque es cierto que mi cuerpo tal vez no soporte este calor, pase lo que pase, mi alma seguirá viviendo.

Como la serpiente que cuelga del cordón que llevo al cuello, cada vida alimenta la siguiente.

Y en cuanto reconozco eso y lo acepto como un hecho, empieza a caer una suave lluvia primaveral y me pongo en pie de un salto, sonriendo, riendo e inclinando la cabeza hacia atrás. Abro la boca tanto como puedo y dejo que un charquito de agua se forme sobre mi lengua. Noto que la arena desaparece debajo de mí cuando los dedos de mis pies palpan la preciosa extensión de flores y hierba que brota para sustituirla. Noto que mi piel se cura, se regenera, cuando un sol chisporrotea, se oscurece y se consume, mientras el otro se atenúa hasta convertirse en un resplandor cálido e indulgente capaz de sostener la vida.

Abro los brazos y me pongo a dar vueltas en el prado. Salto, brinco y bailo bajo una lluvia que, después de sanarme, se ha reducido a una ligera y trémula llovizna.

«¡Lo he hecho! —No puedo contener una sonrisa de triunfo—. ¡He ganado! He burlado al río, he recordado lo que más importa, ¡con un poco de ayuda de mis amigos, por supuesto!»

Amigos.

Me detengo y mi respiración se vuelve jadeante y acelerada mientras miro a mi alrededor. Mi alegría se desvanece en cuanto me doy cuenta de dos verdades que he olvidado hasta ahora.

No soy como mis amigos. Mi cuerpo es inmortal y mi alma no.

Damen no está aquí, y eso significa que lo ha olvidado. No ha podido aferrarse a los recuerdos. Ha dejado que el río se lleve lo mejor de él.

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