—Los que provocan, no se quejen.
Consideró la posibilidad de pedir explicaciones, pero recordó la espalda ancha, los músculos ajustados por el saquito gris, y admitió que algunas mañanas despertaba con dolor de cintura, como si el esqueleto se encontrara trabado y hasta enclenque. La aceptación de las propias limitaciones eventualmente es una sabiduría triste.
Cruzó la plaza en diagonal, no sin detenerse frente al monumento, para leer la inscripción. La sabía de memoria, pero cuando pasaba por ahí la leía. En una corazonada se dijo que este país, en la época de sus guerras, no debió de ser inamistoso.
Desde el teléfono público del café, trató en vano de comunicarse con los amigos. En casa de Arévalo no contestaban. La vecina de Néstor, que por lo general accedía a llamarlo (si le preguntaban sin apuro por la salud y por la familia), murmurando improperios cortó la comunicación. Siempre interesado en la meteorología, Vidal observó que si bien la temperatura estaba en ascenso, la gente seguía destemplada. En un nuevo intento de comunicarse con Jimi, empleó la última moneda. Se felicitó de que no contestara su llamado la sirvienta, una muchacha primaria, que apenas hablaba y casi no oía. La sobrina, Eulalia, le explicó:
—A la tarde lo visitará en su casa. Traté de disuadirlo, señor, pero me dijo que iría.
Vidal todavía le daba las gracias por la amabilidad, cuando Eulalia cortó. Se dirigió a la panadería. Al enfrentar el pasaje El Lazo, los recuerdos de la pesadilla de la noche anterior lo entristecieron. Con alguna contrariedad notó que el pasaje había recuperado su aspecto habitual, que no quedaban rastros ni pruebas del suceso. Ni siquiera había allí un vigilante. Si no fuera por el tacho de basura, se figuraría que la muerte del diarero había sido una alucinación. Bien sabía Vidal que la vida siempre sigue, que nos deja atrás, pero se preguntó ¿por qué esta urgencia? En el mismo lugar en que horas antes un hombre de trabajo había caído asesinado, un grupo de chiquitines jugaba al fútbol. ¿Solamente él advertía la profanación? También lo ofendía la circunstancia de que esos mismos menores, mirándolo con una cara que parodiaba ingenuidad y comunicaba menosprecio, a un tiempo entonaran el cantito:
Vidal reflexionó que últimamente había hecho méritos para graduarse en ese coraje, desde luego pasivo o negativo, que nos permite desoír los escarnios.
Al pasar frente a una casa en demolición, miró un cuarto desprovisto de techo, pero todavía encuadrado en fragmentos de paredes y conjeturó: «Debió de ser una sala». En la panadería le esperaba una sorpresa. Leandro Rey no ocupaba su puesto detrás de la caja registradora. Preguntó a una de las hijas del panadero:
—¿Le pasa algo a don Leandro?
Esta cortesía no cayó bien. En voz bastante alta, para lucirse quizá, en un tono sequito, moviendo sus labios oscuros, gruesos y húmedos, como si preparara un moño para regalo, la muchacha interpeló a Vidal:
—¿No ve que hay gente en la cola? Si no va a comprar, haga el favor de retirarse.
Enmudecido por el injusto maltrato, no encontró respuesta adecuada. Para salvar la dignidad, no le quedaba otro recurso que dar media vuelta y salir. Con increíble sangre fría, sin mover un músculo, esperó hasta recuperar el uso de la palabra; entonces, en medio de la expectativa general, articuló la enumeración:
—Seis felipes, cuatro medias lunas y una tortita guaranga.
Risas contenidas festejaron esa tortita guaranga como si fuera una respuesta cargada de intención. No hubo tal cosa. Las propias hijas de don Leandro después admitirían que Vidal se limitó a repetir su pedido habitual. ¿Por qué no se alejó dignamente? Porque le gustaba el pan de la panadería de Leandro. Porque las otras no quedaban cerca. Porque no sabía qué explicación dar a su amigo, si mañana le preguntaba por qué no compraba en su casa. Porque últimamente se había aficionado a la fidelidad: era fiel a los amigos, a los lugares, a cada uno de los proveedores y a su local de venta, a los horarios, a las costumbres.
La gente afirma que muchas explicaciones convencen menos que una sola, pero la verdad es que para casi todo hay más de una razón. Diríase que siempre se encuentran ventajas para prescindir de la verdad.
Entró en su casa, para dejar el envoltorio. En el zaguán, pensativamente apoyado en el cepillo de piso, el encargado conversaba con Antonia, una de las muchachas del taller. Vidal, que no tuvo tiempo de retroceder antes de que lo viesen, al pasar oyó las palabras
Algunos, rudimento, vergüenza
y la frase completa:
—No pagan el alquiler, pero se dan el lujo en panaderías y restoranes.
Ya cerrada su puerta, se encontraba a salvo. El hombre lo importunaba sin encarnizarse. El más atrabiliario de los encargados de hoy en día era un ser benévolo en comparación con aquellos casi mitológicos de su juventud, de lo que él llamaba los buenos tiempos; entonces por una nimiedad lo echaban a usted a la calle. Además el gallego le había dicho la verdad: él y su hijo vivían de lo que éste ganaba (en el colegio y por unos corretajes en farmacias) y no se acordaban de pagar el alquiler hasta que el gobierno se acordaba de pagar la pensión. Vidal pensó que mantener la honestidad en la pobreza era más difícil de lo que la gente creía, y agregó: «Hoy más que ayer y con mucho menos lucimiento».
En su pieza pasó pronto del alivio a la ansiedad. Después de tantos días de ayuno estaba lánguido, necesitaba comida.
¿Hasta cuándo se prolongaría ese diálogo en el zaguán? Trató de pensar que a la pobreza no le faltaban ventajas. Por ejemplo, a él le imponía indignidades y travesuras propias de un muchacho y no le permitía el ingreso a la respetabilidad, tan parecida a la vejez («de un Rey, de un Dante o de un Néstor» se dijo).
Resonaron entonces golpes, el clamor de un tumulto, destemplados gritos del encargado y de otras personas. Porque recordó el episodio de la noche anterior, se estremeció. Pensó que el encargado estaba de mal humor y que por todos los medios él debía evitar un encuentro. Cuando volvió el silencio, volvió el hambre; pudo ésta más que la prudencia y lo empujó fuera de la pieza. Increíblemente el encargado no estaba en el zaguán. No había nadie. Llegó a la calle, dobló a la derecha, se dirigió al restaurante de la esquina. Almorzó admirablemente, comidas blandas, que no desplazan la dentadura. Expresó audiblemente la satisfacción:
—Por algo se reúne aquí el chofer de taxi, gente que viaja y conoce.
Al salir se cruzó con el señor Bogliolo,
alias
Botafogo. Vidal lo saludó. El matón miró para otro lado. Todavía cavilaba sobre el desaire, cuando atrajo su atención una visión tétrica y magnífica: frente al taller del tapicero, la hilera de carromatos negros de una cochería. Se acercó a una de las ventanas del taller. Adentro había grupos de gente. Preguntó:
—¿Qué pasa?
El individuo de negro, que estaba junto a la puerta, contestó:
—Ha fallecido el señor Huberman.
—Qué barbaridad —exclamó.
Aunque se le cerraban los ojos, postergó resueltamente la siesta y entró en el velorio. Algunos recuerdos —la fidelidad a los recuerdos le placía, como si estos revistieran la dignidad de las tradiciones— lo vinculaban a la familia de Huberman. La idea de compartir con ella unos momentos de tristeza lo confortaba.
Pobre tapicero, con la calva pecosa y las orejas en abanico. Una simple ironía en sus labios maravillaba a Vidal, que a lo mejor se decía, estupefacto: «Además de cortar el paño y cobrar el dinero, bromea. ¡Increíble!». También rubia y pecosa era Madelón, la hija de Huberman, de carácter festivo y de cara breve y agraciada. La cortejó hace años, no sin fortuna, pero luego Vidal se apartó, porque resultó una de esas muchachas que siempre están proponiendo salidas en grupo. Cuando quiso acordar ya alternaba con amigos y parientes, y esa gente extraña lo trataba como de la familia. No había riesgo, por lo menos él repetía la frase, pero el simulacro de noviazgo bastaba para mortificarlo. ¡La terquedad de las mujeres! Cuando en imaginación hablaba con ellas —y digan después que la transmisión del pensamiento es un hecho— les recomendaba que no forzaran la mano. Es claro que si no la forzaban también se iba. Porque se alejó demasiado pronto, quedó con una especie de nostalgia. Como ya se dijo, Madelón era rubia, pecosa, de ojos risueños, eminentemente joven y, aunque parezca mentira, linda. En estos últimos años la veía muy de tarde en tarde, trasformada en mujerota desabrida, de esqueleto grande y cuerpo ordinario, con una cara de longitud fuera de lo común y nauseabundos lunares mezclados con las verrugas. Como si la memoria fuera inconsistente, la imagen actual de Madelón caía en el olvido y cuando aparecía en la realidad, lo sorprendía. Siempre volvía a creer que Madelón era la chica de antes; con distraerse un poco, se figuraba que esa chica debía de esconderse en alguna parte y que si él se esmeraba, sin duda acabaría por encontrarla.
Lo primero que divisó al entrar en la casa fue a Madelón en su apariencia de ahora, grande y ordinaria. Como no era rencorosa, ni bien lo vio se le echó a llorar sobre un hombro. Vidal dijo:
—Te acompaño. ¿Qué pasó?
En el tono de quien repite una vez más la explicación, Madelón refirió:
—Regresaba el pobre en su automovilito por Las Heras, y al llegar a Pueyrredón…
—¿Cómo?
Vidal pensó que la mujer, a causa del velorio, hablaba en voz particularmente baja o que él estaba perdiendo el oído.
—Al llegar a Pueyrredón se encontró con la luz roja. Se disponía a obedecer la señal de luz verde, que ya había aparecido, cuando ocurrió el hecho.
Vidal preguntó de nuevo:
—¿Cómo?
Volvió la mujer a explicar y él a perder buena parte de las palabras. Pensó que hoy en día la gente no articulaba, hablaba con la boca cerrada, mirando para otro lado. Con algún empaque murmuró al vecino de la izquierda:
—Esta chica no «vocabuliza» debidamente.
—¿Qué chica?
Madelón se reanimó por un instante, para anunciar:
—Acaba de irse Huguito.
—¿Huguito? —repitió despistado.
—Huguito —insistió—. Huguito Bogliolo.
—¿Botafogo? Nos cruzamos y no me saludó.
—Qué raro. No te habrá visto.
—Me vio. Los otros días fue la amabilidad en persona.
—¿Cómo no te va a saludar?
—Fue amable para embromarme. A él lo embramaron primero y para vengarse me embromó a mí.
—¿Cómo lo embromaron?
—Como a mí. Con la dentadura. ¿No te fijaste?
Sonrió ampliamente. Presumía ante cualquier mujer, pero hacía excepciones.
Cuando el sueño le recrudecía en los ojos, entró el individuo de negro que antes montaba guardia en la entrada y hubo un movimiento en el salón. Con alarma Vidal comprendió que si Madelón le pedía que la acompañara al cementerio, perdería la siesta. Se alejó por un instante, como quien busca a otro para decirle algo. Llegado al umbral, venció la tentación de volver la mirada y se deslizó afuera. En seguida cruzó a su casa.
Era un día tan destemplado que la manta y el poncho sobre la cama resultaban insuficientes. Recurrió al sobretodo. Reflexionó que pasaba por una época de neurastenias inopinadas, ya que la visión de su cama semicubierta por el sobretodo marrón, con manchas y peladuras, lo deprimía.
Actualmente la siesta lo descansaba de manera notable. Vidal recordaba otros tiempos en que se había levantado malhumorado, fuera de caja. Ahora diríase que rejuvenecía por un rato, como después de afeitarse. En cambio esperaba la noche con temor, porque a las pocas horas despertaba —una mala costumbre— y fatalmente se desvelaba con pensamientos tristes.
Durmió una media hora. Al poner a calentar el agua para el mate, meditó que una vida, por breve que sea, alcanza para dos o tres hombres; con relación al mate él fue un hombre que lo requería siempre amargo, después uno que no lo tomaba porque le caía mal y ahora se había convertido en un fiel devoto de los mates dulces. Se disponía a cebar el primer mate, cuando entró Jimi. Sin duda, el frío le afilaba en forma de hocico de zorro la nariz y el bigote… Era fama que este individuo, en quien la inteligencia convivía con un instinto casi animal, solía llegar de visita cuando sus amigos empezaban a comer. Resueltamente aseguró Jimi con la mano derecha la tortita guaranga y con la izquierda cubrió las medias lunas. Tras una leve irritación, Vidal se felicitó porque esa factura, comprada tal vez con el pueril afán de postergar la hora de la claudicación, determinaba toda suerte de trastornos en su aparato digestivo.
Tras chupar el primer mate, lo que siempre era cortesía y en ese momento precaución, Vidal preguntó a su amigo, mientras le cebaba:
—¿Dónde lo velan?
—¿A quién? —preguntó Jimi, como si no entendiera. Más que desentendido se mostraba trabajoso, como algunos jugadores de truco. Sin perder la paciencia, Vidal aclaró:
—Al diarero.
—Un tema francamente alegre.
—Mira cómo lo mataron. Hay un deber de solidaridad.
—Más vale pasar inadvertido.
—¿Y el deber de solidaridad?
—Eso viene después.
—¿Qué viene antes? —preguntó Vidal, un poco enojado.
—¿Qué viene antes? Tu manía de no faltar a velorios ni entierros. A cierta edad, la gente instala el club en la necrópolis.
—¿Querés que te diga una cosa? Me escapé de casa de Huberman para no ir al entierro.
—Eso no prueba nada. Tendrías ganas de echar una siesta. Vidal se calló. Como de nada valía disimular ante Jimi, le dio una palmadita en el hombro y le dijo:
—¿Te confieso? Esta mañana me despertó la impaciencia por saber dónde era el velorio.
—La impaciencia es capítulo aparte —observó Jimi, implacablemente.
—¿Capítulo aparte?
—La impaciencia y la irritación nos acompañan siempre. Fíjate, sino, en esta guerra.
—¿Qué guerra?
Como si él también se volviera sordo, continuó:
—A cierta edad.
—La frasecita me revienta —previno Vidal.
—A mí también. Sin embargo, no niego que a cierta edad aflojamos el control.
—¿Qué control?
No hacía caso. Prosiguió:
—Como todo lo demás, afloja con el desgaste y uno ya no aguanta. ¿Una prueba? En cualquier parte, los primeros en llegar son los viejos.
—Increíble —admitió con admiración Vidal—. No soy viejo y paso por ese cuadro.