Diario de la guerra del cerdo (15 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico

—Ni pienso ir al altillo.

Faber retomó su explicación:

—Como se encontraron con la puerta cerrada —ahora el encargado mete candado y llave— quisieron abrirla a balazos. Menos mal que apareció un patrullero de esos que hacen bandera para que se diga que el orden está asegurado. Pero prometieron volver, don Isidro. Si no me cree, pregunte a los otros. Todo el mundo oyó.

—Le participo que me quedo en mi cuarto. Para empezar, no me considero viejo.

—Está en su derecho, señor —convino Faber—, pero más vale pecar de prudente.

—Y después no me asustan. ¿Cómo me va a asustar la muchachada del barrio, unos pobres infelices que estoy cansado de ver desde que tengo uso de razón? Esa muchachada también me conoce y sabe perfectamente que no soy viejo. Le doy mi palabra: ellos mismos me lo han dicho.

—Los que prometieron volver no son del barrio. Son del Club del Personal Municipal. Se incautaron de los camiones de la División Perrera y recorren las arterias de la ciudad, a la caza de viejos que buscan en sus reductos domiciliarios y se los llevan de paseo, enjaulados, en mi opinión para escarnio y mofa.

—¿Qué les hacen después? —preguntó Nélida. Estaba detrás de Vidal. Éste pensó: «Probablemente Faber le ve los brazos».

—Hay quienes pretenden, señorita, que los exterminan en la cámara para perros hidrófobos. Al gallego encargado, un paisano le aseguró que abren las jaulas al llegar a San Pedrito y que los abandonan después de correrlos a lonjazos en dirección del propio cementerio de Flores.

Nélida ordenó a Vidal:

—Cerrá esa puerta.

Vidal cerró y dijo:

—Está loco. No voy a subir al altillo, con los viejos.

—Mira —aconsejó Nélida—, yo, si fuera vos, me escondía esta noche, y me iba mañana, en la primera oportunidad.

—¿Me iba, dónde?

—A la calle Guatemala. Te venís conmigo, ¿no quedamos en eso? Tratá de no llamar la atención y después, que te descubran, si son brujos.

Había rechazado de plano la proposición de refugiarse en el altillo, pero ahora, presentada como parte del proyecto de Nélida, la idea se volvía atendible. Por de pronto, si no quería llamar la atención (como ella le había aconsejado), no podría llevar muchas cosas. Vale decir que esa mudanza no era un acto definitivo y completo. Con el pretexto de salvar la vida, se permitía la aventura de vivir una semana con una mujer. Quizá después la vuelta no fuera fácil y quizá para aquel entonces ya habría formado una nueva costumbre, la de vivir con Nélida, para oponer a la vieja de vivir con su hijo, que era una manera de vivir solo; pero tan lejos no pensaba.

Se abrazó a Nélida y con algún alborozo le contestó:

—Si me convidás en firme, llego mañana a tu casa.

—No vas a llegar si no te doy la dirección. Además, tomá las llaves, para que no tengás que tocar el timbre y estar esperando. Yo me haré abrir.

En un bolsillo del vestido tenía la llave. Buscaron papel y lápiz; por fin lo encontraron y la chica escribió. Sin leerlo, Vidal guardó el papel.

XXXI

Cuando se encontró en la empinada y frágil escalerita comprendió que antes no se había equivocado: subir al altillo era una humillación. Ya arriba, el techo demasiado bajo, el olor, la suciedad, las plumas, confirmaron su desaliento. Como en el fondo de un túnel —el altillo se extendía por toda el ala izquierda del caserón— divisó a lo lejos la lumbre de una vela y dos figuras desdibujadas por la oscuridad. Las identificó: Faber y el encargado. Se arrastró hacia ellos.

—Aquí viene el hijo pródigo —comentó Faber—. Sólo falta Bogliolo. El encargado respondió:

—Ése no viene, que se refugia con la hija del tapicero. Ahora, que falleció el padre, en la propia casa recibe a los hombres.

—Hay muchos que se esconden en casa de sus amigas —aseguró Faber.

—Sí, muy orgullosos —convino el encargado—. Pero como lo primero que averigua la gente es con quien anda el prójimo, los atrapan cuando quieren.

Probablemente, el encargado y Faber hablaban sin mala intención. Para probar o tal vez para probarse que nada de eso lo afectaba, Vidal intervino en el diálogo.

—Parecería —dijo— que esta guerra de los cerdos o de los viejos, después de amainar un poco, recrudeció con virulencia.

—Últimos estertores antes del colapso —explicó Faber, con esa voz de cornetilla que le salía de un tiempo a esta parte—. La juventud es presa de la desesperación.

—Carecen de efectividad —alegó Vidal—. En esta guerra no pasa nada; puras amenazas. Yo puedo hablar así porque me encontré en más de un entrevero.

El encargado protestó gravemente:

—Usted puede hablar así, pero a su amigo Néstor, ¿no lo mataron? Y su amigo Jimi, ¿no desapareció? Ojalá que reaparezca vivo.

—La juventud es presa de desesperación —repitió Faber—. En un futuro próximo, si el régimen democrático se mantiene, el hombre viejo es el amo. Por simple matemática, entiéndanme. Mayoría de votos. ¿Qué nos enseña la estadística, vamos a ver? Que la muerte hoy no llega a los cincuenta sino a los ochenta años, y que mañana vendrá a los cien. Perfectamente. Por un esfuerzo de la imaginación ustedes dos conciban el número de viejos que de este modo se acumulan y el peso muerto de su opinión en el manejo de la cosa pública… Se acabó la dictadura del proletariado, para dar paso a la dictadura de los viejos.

Paulatinamente la cara de Faber se ensombrecía.

—¿En qué piensa? —preguntó el encargado—. Parece afligido.

—Le hablo con sinceridad —dijo Faber—: en que debí pasar por el fondo antes de subir. ¿Ustedes me entienden?

El encargado aseguró:

—Si lo entenderé: desde hace rato que estoy con esa misma preocupación.

—Yo no pienso en otra cosa —admitió Vidal.

Rieron, se palmearon, fraternizaron. El encargado avisó:

—No me sacudan o soy hombre al agua.

—Cuidado con la vela —previno Faber y la sostuvo.

—Si esta cajonería agarra fuego, le ahorramos el trabajo a los jóvenes.

—No se embromen.

—¿Y si arriesgáramos una rápida excursión al fondo? —propuso Faber.

—No podemos, por los muchachos de la casa —declaró el encargado—. Han dicho que nos hemos ido y suponga que los otros nos ven cuando bajamos. Los comprometemos.

—Entonces yo vuelvo a la primera infancia —dijo Faber, llorando de risa.

—¿No habrá, aquí arriba, un lugar aparente? —inquirió el encargado.

—A lo mejor detrás de las últimas jaulas —opinó Vidal.

El encargado preguntó:

—¿No quedan encima de la pieza de Bogliolo?

—Ah, tanto como eso no sé —contestó Vidal.

—Acabáramos —exclamó el encargado—. Usted fue el que la otra vuelta le mojó el cielo raso. Ahora se lo va a mojar un trío.

Entorpecidos por risa convulsiva —la contenían, pero resultaba estrepitosa— llegaron, arrastrándose, hasta el sitio que indicó Vidal. Ahí permanecieron un rato.

—Si no alquila un bote, se ahoga —vaticinó Faber.

Emprendieron el regreso. Refiriéndose a Faber, susurró el encargado:

—Está cambiando la voz. Una voz gangosa.

—De pato —afirmó Vidal.

Callaron repentinamente, porque un tumulto, abajo, los alarmó. Oyeron cuchicheos, golpes como de gente empujada y por último una sola palabrota soltada por un vozarrón.

—Dios mío, ¿qué es eso? —preguntó con trémula voz gangosa Faber.

Los otros no contestaron.

Pesados pasos, acompañados de un éxtasis de crujidos, avanzaban con lentitud hacia arriba. Cuando apareció la mole, Vidal por primera vez tuvo miedo. No la reconoció en el acto, hasta que la chiquilina la iluminó con la linterna: enorme, cilíndrica, hinchada, broncínea como un indio, canosa y desgreñada, doña Dalmacia los miraba con expresión de encono y ojos vagos.

—¿Quiénes son esos? —preguntó la señora.

—El señor encargado, Faber y Vidal —contestó la nieta.

La señora manifestó su imponente desprecio:

—Tres maricas. Los nenes los asustan y se esconden. Sepan; maricas, que yo quería quedarme abajo. Déjenlos que vengan; de un pechazo los volteo. Pero mi hija me manda arriba porque es una porquería y dice que estoy ciega.

Hubo un silencio. Vidal preguntó:

—¿Ahora qué pasa?

—Nos ha olvidado. Está jugando con la nieta —explicó Faber.

—Yo no sé cómo le dejan la criatura —comentó el encargado—. Hoy por hoy esa mujer es un hombre asqueroso. Caprichos de la vejez.

XXXII

Martes, 1.º de julio

Aparentemente, la irrupción de doña Dalmacia los había deprimido. Callaron. Debía de ser tarde y por aquella época de guerra, los días, cargados de zozobra, resultaban agotadores. En la silenciosa penumbra, Vidal se durmió. Soñó que su mano volteaba la vela, que el altillo se incendiaba y que él, una de las víctimas, aprobaba esa purificación por el fuego. Deseaba ahora, por circunstancias que en el sueño no podía recordar, el triunfo de los jóvenes y explicaba todo con una frase que le parecía muy satisfactoria: «Para vivir como joven, muero como viejo». El esfuerzo para pronunciarla y tal vez el murmullo que produjo con los labios lo despertaron.

Debió de recordar, siquiera instintivamente, que en otra oportunidad amaneció en ese altillo, contraído por el lumbago, porque en seguida ensayó movimientos para indagar la flexibilidad de la cintura: la encontró libre de dolores.

«Como siempre, el primero en despertar», se dijo, con algún orgullo. A la luz del alba, que penetraba por la claraboya, vio a Faber y al encargado. Pensó: «Duermen como dos cadáveres que respiran», y lo admiró el descubrimiento de que respirar constituyera, en ciertos casos, una actividad repugnante. Casi tropezó con el cuerpo de la chiquita, que dormía con los ojos entreabiertos, con el blanco visible, lo que le comunicaba una extraviada expresión de mujer que desfallece. A pocos pasos de ahí estaba desparramada la vieja. En la escalera sintió Vidal una gran debilidad y se dijo que debía comer algo. Hacía muchos años, tal vez cuando era chico, en ayunas le daban esos mareos. Al llegar abajo se detuvo, apoyado en el pasamanos. No se oía nada. Aún la gente dormía, pero no había tiempo que perder, porque no tardarían en levantarse.

Encontró su cuarto sumido en una tiniebla fría y de nuevo tuvo la visión, demasiado frecuente en la última semana, de la quietud de las cosas. Con abatimiento se preguntó si no ocultaría eso un mal signo. Miraba aquellos objetos, dispuestos para él, como si regresara de un largo viaje y estuviera afuera, separado por un vidrio.

Se lavó, se vistió con su mejor ropa, envolvió en un diario una muda y algunos pañuelos. A último momento se acordó de las llaves y del papelito de Nélida. Halló todo en los bolsillos del otro saco. Debajo de la dirección (e indicaciones:
puerta 3, subir la escalera, puerta E, seguir el corredor, subir la escalerita al entrepiso, puerta 5
), Nélida había apuntado: ¡
Te estoy esperando
! Vidal pensó que estas delicadezas de las mujeres contaban considerablemente en la vida de un hombre. Luego advirtió que debía dejarle a Isidorito alguna explicación de su ausencia. No sabía qué decirle. No podía quedar allí escrita la verdad, ni veía cómo sustituirla, ni quería demorarse. Por fin escribió:
Un amigo me invitó a pasar tres o cuatro días afuera. Allá todo está tranquilo. Cuidate
. Antes de salir, agregó:
No te pongo detalles, por si esto cae en manos de un extraño
. Camino del fondo, donde acudió para estar, por un rato, libre de preocupaciones en casa de Nélida, se cruzó con la menor de la nietas de doña Dalmacia, que tal vez no reparó en él, atenta como iba en no pisar las junturas de las baldosas. Aparte de esta niña, nadie lo vio. En la calle, todavía solitaria, inquisitivamente llevó los ojos al taller de tapicería. De sorprender a Bogliolo en una de las ventanas, no lo hubiera mirado con celos o rencor, sino con una suerte de complicidad fraternal. Tal vez porque no andaba en amores desde muchos años, con algo de joven envanecido, reaccionaba ante la situación, que volvía a resultarle nueva. Pensó que si tuviera ánimo pasaría por lo de Jimi, para preguntar si el amigo había regresado, pero pudo más el impulso de llegar cuanto antes a casa de Nélida, como si junto a ella estuviera a salvo, no de la amenaza de los jóvenes, que ahora casi no lo asustaba, sino del contagio, probable por una aparente afinidad con el medio, de la insidiosa, de la pavorosa vejez.

XXXIII

Tal vez porque era una mañana fría y húmeda, Vidal no encontró en el trayecto un solo piquete de represión. «Feroces», pensó, «pero no hasta el punto de cometer imprudencias con la salud». En la plaza Güemes recordó que ahí, de vuelta de la Chacarita, había conseguido el taxi: le parecía increíble que el hecho no hubiera ocurrido en un pasado lejano, sino la víspera. Amparado por los troncos oscuros de grandes árboles que entrelazaban arriba un follaje delicado y verde, caminó por Guatemala, atento a la numeración de las casas y a que los muchachones reunidos en una esquina más adelante —la de Aráoz, quizá— no lo vieran. Resultó que el número buscado —el 4174— correspondía a una casa de dos cuerpos, con jardín en el medio, una magnolia, un reloj de sol. Empujó el entreabierto portón de la verja, entró, consultó el papelito, con la llave más grande abrió una puerta, no encontró a nadie en el vestíbulo, subió la escalera, abrió otra puerta, siguió un largo corredor, entre una baranda a la izquierda, que daba a un patio, y una pared con sucesivas puertas a la derecha. En la segunda o en la tercera estaba asomada una mujer joven, que lo miro con desparpajo. Pensó Vidal: «Pobre Nélida. Tanto hablar de su casa, para mudarse a otro conventillo». Consultó de nuevo las instrucciones, trepó una escalerita de caracol, gris verdosa, de hierro, y se encontró frente a una puerta, con un redondel blanco, enlozado, con el número 5, Golpeó, para no entrar por sorpresa, y cuando se disponía a insertar la llave abrió Nélida.

—¡Qué suerte! —exclamó—. Yo tenía miedo de que te echaras atrás y no vinieras. Entra. Ahora me parece que nada malo puede sucedemos.

Con admiración pensó: «Otras no dejan ver que lo quieren a uno. Se cuidan. No están seguras de sí ni son tan fuertes». La casa lo deslumbró: «Una casa de verdad. No exageraba». Estaban en un salón, que le pareció enorme, de alto cielo raso con guirnaldas, virtualmente convertido en dos cuartos: en un extremo, el comedor, con la mesa, las sillas, el aparador, la heladera; en el otro, una sala con una mesa, un sofá de mimbre, sillones, una mecedora, la televisión. Entrevió parte de la cama y del ropero del contiguo dormitorio. Pensó que la circunstancia de atravesar todos esos corredores, puertas y escaleras, aumentaba la sorpresa de encontrarse de pronto en una casa tan bien amueblada y confortable.

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