—Una cervecita bien helada y dos especiales de lomo. Mientras limpiaba el escurridero con el trapo, el hombre le dijo:
—Como guste, señor, pero no le aconsejo. El ambiente está cargado.
Para no pasar por terco, dio las gracias y caminó hacia la puerta. «Lo razonable, lo que se espera», reflexionó, «es que uno se deje vejar. Si es viejo, se entiende».
Como se vio ante una lluvia copiosa, miró interrogativamente a su consejero del mostrador. Éste, que sin duda esperaba la mirada, con un breve y hosco movimiento de cabeza indicó la calle. Caminó Vidal hasta Dorrego; si no se apartaba de las casas, apenas mojaba un hombro. En tres o cuatro ocasiones agitó la mano para llamar taxímetros; ninguno se detuvo. Ya descendía la escalera del subterráneo, cuando previó que allí alguien podía ceder a la tentación de empujarlo bajo un tren. Confuso por el cansancio y la debilidad, agregó: «Y lo que es peor, me deja lejos». De nuevo a la intemperie, comprobó que agua y sudor, por afuera y por adentro, le empapaban la ropa. «Felizmente no soy viejo todavía», recapacitó. «Más de uno, por menos que esto, contrae pulmonía doble o bronquitis crónica». Ensayó una carraspera. Aunque el 93 lo dejaba cerca de su casa, no se atrevió a subir al ómnibus, pues reputó probable que entre tanta gente viajara algún agresor. Mientras consideraba que la única alternativa restante fuera acaso la inconcebible de emprender a pie ese trayecto de prodigiosa longitud, cesó la lluvia. Vidal interpretó el hecho como una indicación del destino y acometió la desaforada marcha. Había perdido la cuenta de las horas que llevaba sin comer ni dormir.
En una avenida, si lo atacaban, probablemente encontraría defensores; pero también estaba más expuesto que en una calle solitaria donde todo era visible desde lejos… Al desembocar en Bonpland notó que soplaba el viento del mar y que había refrescado. Pensó: «Un destino de viejo idiota: después de sortear los peligros, morir de enfriamiento». Cuando llegó a Soler divisó a un grupo de muchachos; aunque tal vez fuera inofensivo, para evitarlo dio un largo rodeo y cruzó las vías por Paraguay, por el paso a nivel de las bodegas. Bastó algún adoquín desparejo para que tropezara y cayera. Quedó inmóvil en el suelo, trémulo, exhausto. Cuando se incorporó creyó que olvidaba algo muy importante que segundos antes había recordado. Pensó: «Casi me duermo, qué vergüenza». Prosiguió el camino y en la plaza Güemes consiguió por fin un taxímetro: un coche viejo, manejado por un hombre viejo. Éste escuchó atentamente la dirección, bajó la bandera y dijo:
—Hace bien, señor. Pasada cierta edad, no hay que subir a taxímetros de jóvenes.
—¿Por qué? —preguntó Vidal.
—¿No se ha enterado, señor? Por deporte roban viejos y después los tiran por ahí.
Vidal estaba casi recostado en el asiento. Se enderezó y acercándose al hombre, comentó:
—Que no vengan a decirnos que detrás de esta guerra hay una gran necesidad científica. Lo que hay es mucha compadrada.
—Dice bien, señor. El criollo es compadre. La muchachada hace de cuenta que sale a cazar peludos y nos caza a nosotros.
—Y uno vive en la inseguridad. Lo peor es temer siempre una sorpresa.
—A eso voy —convino el conductor—. Supóngase que realmente sobre el viejo inútil. ¿Por qué no lo llevan a un lugar como la gente y lo exterminan por métodos modernos?
—¿No será peor el remedio que la enfermedad? —preguntó Vidal—. Yo le digo por el abuso.
—Ahí me la ganó —admitió el hombre—. El gobierno es muy abusador. Si no fíjese en los teléfonos.
Vidal pagó y bajó. Tal vez nunca había estado más cansado. En ese momento se acordó de los amigos. Con tal de que ninguno hubiera recibido una pedrada como la que ensangrentó al señor de las manos grandes. Ocupado primero en escapar, después en volver a la querencia, los había olvidado por completo. Conmovido recordó: «Por un completo, como diría el pobre Néstor». ¿Le quedaban fuerzas para ir ahora hasta la casa de Dante o hasta la panadería? «Arévalo es un bicho bastante raro y nadie, que yo sepa, ha entrado en su casa, ni siquiera Jimi, que es un curioso». Explicó esto último al auditorio que lo escuchaba en el sueño.
Aunque le faltaban fuerzas para mantenerse en pie, todavía postergó el momento de la decisión de tirarse a la cama o retomar la calle para averiguar por los amigos; primero retemplaría el cuerpo con unos mates. Esperaba que se calentara el agua, comía pan, cuando apareció Nélida. La muchacha lo miró en los ojos y le dijo:
—Perdone que entre sin golpear. Una mala costumbre.
—No. ¿Por qué?
—Siempre lo interrumpo en lo mejor. Pero quería prevenirlo.
—¿De qué me quiere prevenir, Nélida?
—De algunas hipócritas que muestran buena cara y por la espalda, si conviene, lo denuncian. Una amiguita suya, que habla con Bogliolo, ha de estar perfectamente enterada de que el sobrino…
—Sí, ya sé, Nélida. Esa persona vino a prevenirme.
—¿Y de paso?… Todas vienen porque están locas por él.
—No diga eso, Nélida. Madelón no está loca por mí ni es mi amiguita.
—¡Madelón! Si no hay nada entre ustedes, ¿por qué Bogliolo permite que el sobrino lo delate? ¿Sabe por qué? Porque usted si quiere lo desbanca.
—No, Nélida, yo no desbanco a nadie.
—Y yo me pregunto qué le verá a esa vieja.
—Nada, Nélida. ¿Se enoja si le digo una cosa? Me caigo de sueño. Ahora mismo iba a meterme en cama. Estaba por desvestirme.
—¿Quién se lo impide?
—Pero, Nélida… —protestó y, resignado, apagó el calentador.
—Pero ¿qué?
La vio sentada en el borde de la cama, ocupada en quitarse tranquilamente zapatos y medias, y admiró esa tranquilidad y la gracia de las manos que bajaban las medias a lo largo de las piernas y las tiraba sobre una silla. Con gratitud se dijo: «¿Será posible que yo tenga esta suerte?». La muchacha se incorporó; como si nadie estuviera con ella, se miró un instante en el espejo y en un solo movimiento —así por lo menos le pareció a él— descubrió su desnudez, tan blanca en la penumbra del cuarto. Trémulo por la revelación, oyó que le decían de muy cerca: «Sonso, sonso». Lo estrecharon, lo acariciaron, lo besaron, hasta que la empujó un poco, para mirarla.
—¿Sabés una cosa? —dijo—. Me muero por vos, me muero y soy tan sonso que nunca me hubiera animado.
Una segunda revelación le deparó la boca abierta; cayó abrazado a Nélida y como ya no podía hablar, la apretó contra sí: era como perderse en ese olor de alhucemas. Después de un rato, cuando se apartó, Nélida lo abofeteó violentamente.
—¿Por qué? —preguntó quejumbrosa—. ¿Por qué?
—¿Por qué me pegas? —preguntó Vidal—. Yo quería…
—Es asunto mío —replicó ella.
Pasó pronto el enojo. Vidal comentó:
—¿No habrá sido todo un sueño? Tengo que desconfiar, porque me duermo a cada rato.
—¿También esto es un sueño? —preguntó riendo Nélida y le puso una mano en la cara—. Si querés dormimos.
—¿Antonia y su madre no te esperan?
—Como estoy de mudanza, han de pensar que me quedé en lo de mis tías.
—¿De mudanza?
—¿No sabes? Anteanoche murió la pobre tía Paula, la que preparaba, ¿te acordás?, los pastelitos. Por costumbre dije siempre «las tías», pero ya no quedaba más que una. Me aconsejan que me vaya cuanto antes a la casa, no sea que se meta alguien adentro.
—¿Es lejos de aquí? —preguntó alarmado.
—No: en Guatemala, al llegar a Julián Álvarez.
—Mis antiguos barrios.
—¿No digas? Contame.
—Nací en la calle Paraguay. Seguramente lo más lindo de la casa era el patio, con la glicina. Yo tenía un perro que se llamaba Vigilante. Pero no te voy a aburrir con estas cosas. Cómo te van a extrañar Antonia y su madre.
—Mirá, no sé, ya era una situación insostenible. A lo mejor la pobre Antonia prefiere no tener testigos, porque al fin y al cabo es su madre. La señora está que no se aguanta. Los años la han trasformado en un hombrón horrible: imagínate, le dicen el Soldadote. A mí me preocupa por las criaturas. Pero, pobrecito, no te dejo dormir.
Se le cerraban los ojos, no se resignaba a interrumpir la conversación… Alguna vez, a lo mejor, lejos en el tiempo, habría sentido un bienestar comparable, «pero», reflexionó «este es un lujo al que ahora no estoy acostumbrado y que no desperdiciaré».
Lo despertó un estrépito que interpretó como su disparo contra un búho. Recordaba el sueño: Estaba en el refugio, una casucha de granito, que (según le explicaron) era resistente y segura. Con la satisfacción de quien inspecciona su propiedad, miró hacia arriba; faltaba el techo. Por la abertura bajaban sobre su cabeza furiosos búhos, que pesadamente remontaban vuelo, para volver al ataque. Descargó la escopeta sobre el que graznaba con más ímpetu. Ya despierto se volvió a la izquierda: Nélida estaba a su lado. Pensó: «Qué vida habré tenido últimamente para caer en estos sueños junto a ella». Al verla dormida se acordó de una circunstancia trivial, que le resultó grata, por ser de su juventud: solía dormirse y despertarse antes que las mujeres. Quién sabe desde cuándo no recordaba el hecho.
Como quien repasa para no olvidar, imaginó todo, punto por punto, desde el momento en que Nélida entró en el cuarto. Se felicitó de no haber cedido a la tentación, tan inoportuna que pudo serle funesta, de preguntar: «¿Y tu novio?». En determinado momento, por estúpido escrúpulo hacia un desconocido, casi formuló la pregunta; si lo hiciera ahora, obraría impulsado por el anhelo de posesión. Recapacitó, divertido: «Para exigir no somos lerdos».
De improviso creyó entender intuitivamente que la explicación del universo era el acto del amor. Con la orgullosa modestia de quien sabe que los grandes premios nos tocan, más que por mérito, por la favorable fatalidad de que alguien ha de sacarlos, se dijo que a él esa noche lo contaran entre los participantes. Porque debía compartir el júbilo se acercó a la muchacha. La miró con seriedad y comentó despacio: «Extraordinariamente linda». Poniendo el mayor cuidado, como si lo principal fuera no despertarla, por segunda vez la abrazó.
Más tarde, cara al techo, conversaron plácidamente, hasta que dijo Nélida:
—De nuevo no te dejo dormir.
—No, no sos vos —respondió Vidal—. Es el hambre. No como desde hace dos días.
—¿Qué puedo cocinar?
—Aquí no hay casi nada.
—Me visto y busco algo en lo de Antonia.
—No, no te vayas. Tenemos pan, yerba, fruta seca y a lo mejor una barra de chocolate. Pero la barra de chocolate es de Isidorito y se va a enojar si la comemos. De pronto le viene languidez.
Riendo, Nélida rechazó el reparo. Comentó:
—No te digo la languidez que nos vino a nosotros.
Nélida encendió la lámpara, se levantó, desde la cama Vidal le indicaba dónde estaban las cosas y la miraba caminar desnuda por el cuarto.
—Voy a poner otra agua a calentar —anunció la muchacha mientras volcaba la pava—. ¿Sabes lo que soñé? Que habíamos ido al campo a cazar, vos, yo y tu perro Vigilante.
—Es increíble. Yo también soñé que estaba cazando no sé qué pajarracos.
Halagados reconocieron que parecía increíble.
—Me hablaron de vos —refirió Nélida—. Una señora que ayer conocí en casa de tía Paula. Una tocaya.
—¿No me vas a decir que es la Nélida que antes vivió en esta casa?
Era la misma. Nélida comentó:
—La tenés muy presente.
Tal vez para no mostrarse interesado en su antiguo amor, Vidal preguntó:
—¿Carmen vive con ella?
—No seas atorrante, che, que la chica está por casarse.
Tras alguna perplejidad, Vidal entendió que le hablaban de una hija de Nélida, pero no confesó que había preguntado por la madre. Nuevamente estuvo a punto de pronunciar las palabras: «¿Qué va a pasar ahora con tu novio?». Se contuvo, no fueran a caer mal…
—Con este festín no reponemos fuerzas —observó Nélida.
Comían y reían. Vidal se dijo: «¿No despertaremos con el barullo a Isidorito? ¿No la sorprenderá a Nélida en mi cuarto?». Se despreocupó. «Si no me equivoco, a ella no le importa. Tiene razón. Lo que importa es recordar esta noche. La mejor de la vida». En seguida se disgustó de ver como recuerdo lo que estaba viviendo: era darlo por pasado. También se disgustó de pensar: era apartarse de Nélida. Pero aún pensó: Últimamente he caído en la mala costumbre de preguntarme si lo que me sucede no estará sucediéndome por última vez. Parecería que adrede arruino todo con mi tristeza”.
Nélida le preguntó:
—¿Por qué no te venís a vivir conmigo?
Primero rechazó la idea, simplemente porque no la esperaba; después, un poco asombrado, la encontró aceptable y por último creyó necesario puntualizar que en la nueva casa él correría con los gastos (desahogaba el amor propio, sin averiguar cuánto sumaban los gastos ni calcular el dinero de que disponía). La muchacha no le hacía mayormente caso, lo escuchaba con mal disimulada impaciencia, al extremo de que Vidal se dijo: «¿De algún modo estaré mostrándome anticuado?». Como no sabía claramente dónde estaba el yerro, de nuevo optó por callar. Entonces lo acometió el vértigo de formular la tantas veces reprimida pregunta:
—¿Y tu novio?
«Sin duda», pensó, «otro error de la misma clase, que deja ver la insalvable distancia que media entre las generaciones».
—¿Te importa mucho? —inquirió Nélida.
Valientemente contestó.
—Mucho.
—Mejor así. Tenía miedo que no te importara. No te preocupes: yo le diré que todo se acabó. Te elegí a vos.
Meditando la declaración, para él preciosa y triunfal, que había oído —todo lo que puede pedir un enamorado le daban ese día: hechos y palabras— llevaba a Nélida a la cama cuando retumbaron los golpes en la puerta.
Se puso el viejo sobretodo marrón y fue a ver quién llamaba.
—¡Al altillo, hermano, al altillo! —dijo excitadamente Faber, asomando la canosa cabeza por la puerta que Vidal había entreabierto.
—¿Qué pasa? —preguntó Vidal. Interpuso el cuerpo para que el otro no viera a Nélida.
—¿No oyó las descargas? Uno se creía en el cine. Usted no ha de ser de sueño liviano, don Isidro. Lo que es yo, aunque me estoy quedando sordo, cuando duermo ¡tengo un oído!
Empujaba por entrar, como si maliciara algo o hubiera entrevisto a Nélida. Vidal sujetó con una mano la hoja abierta y se recostó contra la otra. Declaró: