—No diga lo que no es —protestó la mujer—. Yo no acuso a nadie y no me gusta que me acusen.
Arévalo limpió el cristal de sus lentes y comentó con voz asmática:
—El miedo no es sonso. Uno de estos jovencitos le habrá dicho que si vuelve a hablar le rompe el alma a patadas.
—Amedrentan, matan —observó Rey— y nosotros nos cruzamos de brazos. Vidal oyó un zumbido de motor, un chirrido de frenos.
—Hay otra posibilidad —opinó Arévalo—. Que la vieja astuta huela en el aire un cambio para peor.
—¿No será más bien que ante las preguntas directas la señora, cómo diré, se apabulló? —inquirió el de las manos enormes—, En los exámenes ocurre.
—Che, che, che —susurró el de la cara en punta—. No miren. Traten de conversar, como si nada.
Vidal miró: habían irrumpido en el comedor cuatro muchachos. No sólo miró, sostuvo (tal vez porque no comprendió inmediatamente lo que sucedía) la mirada de uno que parecía el jefe. Al cabo de algunos instantes de muda confrontación, el individuo se acercó al muchacho bajo y al de los granos; cuando los otros lo siguieron en tropel, los pasos resonaron estrepitosamente: hasta entonces la gente en esa casa había caminado en puntas de pie y hablado en murmullos. El reloj de péndulo echó a andar. Como si padeciera de afonía, comentó el de las manos enormes:
—No pueden negar lo que son.
—¿Qué son? —preguntó Dante, con inquietud.
—Unos guarangos que no respetan la casa mortuoria —explicó el de las manos.
—Guarangos y descomedidos —afirmó en un hilo de voz el de la cara en punta.
Aguadamente los recién llegados, el bajo y el de los granos discutían. De vez en cuando dirigían alguna mirada al grupo de los mayores o sin mirar los apuntaban con el dedo. El péndulo del reloj aumentaba la expectativa.
—De aquí a la puerta calculo cuatro o cinco pasos —dijo el de la cara en punta.
—Una vez afuera estamos a salvo —afirmó el de las manos enormes.
Rey amenazó.
—Quietos o les tumbo.
Con la indiferencia de un lejano espectador, Vidal seguía los hechos. «Dentro de un rato me entrará el miedo» pensó, para en seguida preguntarse qué llegaría antes, el miedo o la agresión.
La agresión no llegó. Tan intempestivamente como habían venido, los cuatro muchachos partieron. Porque no querían confesar la ansiedad que pasaron, los amigos no se movieron de donde estaban. Afuera se puso en marcha y se alejó un automóvil. Arévalo fue el primero en abordar al otro grupo.
—¿Querían achurarnos? —preguntó.
—No sería para tanto —dijo el muchacho bajo—. Pero por ahí andaba la cosa.
—Nadie da la cara. Él y yo dimos la cara —explicó el muchacho de los granos.
—Por el señor Néstor, que fue un padre para nosotros —reconoció el más bajo.
—Hicimos ver que el grupo ya pagó su cuota en la persona del señor Néstor —aclaró el otro.
—Que fue un padre para ustedes —apuntó Arévalo.
—La verdad —observó agresivamente Vidal— es que en este país nadie quiere efusión de sangre. Solamente la mala suerte explica las desgracias, porque todos aprovechamos el primer pretexto para retirarnos.
—De eso yo no me quejaría —dijo Arévalo.
—No crea, señor Vidal —dijo el más bajo—. Porfiaron que el señor —señaló a Dante— y que el señor —señaló a Rey— entraban perfectamente en la categoría de viejos.
—Su abuela —dijo Dante.
—Querían llevárselos —afirmó el más bajo.
—A dar un paseíto. Hicimos notar que el señor no luce una sola cana y que el señor se mantiene vigoroso —dijo el de los granos.
—¿No les dije que estábamos en una ratonera? —preguntó Dante—. ¿Querían llevarme? ¿Para qué? ¿Para pegarme cuatro tiros? La gente está loca. Descubrir tanto odio, en mis propios compatriotas, les juro, me entristece.
—Esta es la juventud, que debía pensar por sí misma —adujo Arévalo—. Piensa y actúa como una manada.
—Te equivocas —declaró Rey—. Como una piara. Una piara de cerdos.
—Pero —interrogó el de las manos enormes —¿los cerdos no somos nosotros?
—Ya no hay lugar para individuos —aseguró flemáticamente Arévalo—. Sólo hay muchos animales, que nacen, se reproducen y mueren. La conciencia es la característica de algunos, como de otros las alas o los cuernos.
El miedo y quizá el enojo los estimulaba. Dante dijo:
—Es horrible. Siempre hay más gente, aunque ya no queda sitio. Todos pelean, unos contra otros. ¿No estaremos en vísperas de una gran hecatombe?
—¿No sentís que el alma y la ilusión de inmortalidad hoy parecen preocupaciones de aldea? Se pasó de la aldea al enjambre —reflexionó Arévalo.
—Para donde extiendan la vista —continuó Dante— encontrarán maldad y orden subvertido. Sin ir más lejos, ¿qué me dicen de la manera de vestirse de las mujeres? ¿No es el acabóse? ¿No estaremos en vísperas del fin del mundo?
Vidal había seguido el diálogo con interés. De pronto se impacientó y se fue a mirar a Néstor. «Era un debe\1\2.\3on los ojos cerrados no tiene cara de pollo. Está muy bien, el pobrecito». A poco de dicho
pobrecito
, sintió lágrimas en la cara.
Lunes, 30 de junio
Tiesamente sentado, Vidal se restregó los ojos y miró a su alrededor. Una fría luz blancuzca entraba en el salón, proyectando sombras que destacaban la quietud de las cosas. Amanecía. Al impasible péndulo se mezclaban el murmullo de la conversación de los dos muchachos y los ronquidos de Rey, que dormía con la boca despectivamente abierta. Arévalo fumaba ensimismado y Dante, adormecido, parecía feliz. Por todas partes había un ligero desorden, con cigarrillos aplastados y ceniza volcada. Ocasionales recuerdos de Néstor, que ya señalaban la presencia del olvido, añadían remordimiento al cansancio. De esas memorias pasó a otras, de los últimos días de su padre. Lo recordaba, tan cercano y ya tan fuera de alcance, en el miedo y el dolor de la muerte. Cada cual está en sí mismo y nada puede por el prójimo. Vidal sintió una desolada certidumbre acerca de la inutilidad de todo. ¿Qué era ese afán de hablar, pura vanidad, que les había dado esa noche? Entre ellos de antemano sabían lo que uno u otro iba a decir. Pensó que hablar así, en el velorio de un amigo, constituía una culpa repugnante y que ahora él seguía hablando. Parecía ayer cuando llevaban una existencia despreocupada; de improviso, la condición misma de la vida se había vuelto intolerable. Lo acometió el anhelo de huir. Por segunda o tercera vez en las últimas horas quiso estar afuera. De todo acto cabían repeticiones aquella noche.
La meditación, imperceptiblemente, debió de convertirse en sueño, porque de pronto Vidal miró a la vieja que lloraba en un taxi frente a la plaza Las Heras, creyó que por haber él mirado esa cara desconsolada, Néstor había muerto, y con sobresalto notó la presencia de un individuo demasiado blanco, tal vez recubierto de harina, que lo contemplaba con afabilidad y le ofrecía un envoltorio. Era un peón de la cuadra de Rey, que traía mediaslunas frescas y galletas de grasa para el desayuno y que sin duda no se atrevía a despertar a su patrón. Este despertó de buen ánimo, se mostró alborozado, invitó a los amigos a que pasaran a la cocina, a preparar el café con leche.
—¿Qué tendrá este día? —comentó Dante—. Estamos contentos, ¿no es verdad? Vidal preguntó:
—¿Se puede saber por qué?
—Es muy sencillo, aunque a lo mejor vos no lo entendés —explicó Dante—. Soñé que Excursionistas ganaba un partido bárbaro.
Rey insistió:
—Pasen a la cocina, señores. Hay que preparar el desayuno.
—Total —observó Dante, con sonrisa de travesura— después de tanto tiempo, hemos adquirido los derechos del dueño de casa.
Vidal pensó que los sentidos deteriorados forman una caparazón que recubre a los viejos.
Jovialmente lo alentó Rey: —A comer se ha dicho.
Como si tuviera la intención de seguirlos después, Vidal quedó rezagado. Cuando se fueron, se dirigió a la puerta de calle y salió. Era de día. Tras caminar una cuadra notó que el poncho, sobre los hombros, le molestaba. Había, pues, llegado finalmente el veranillo de San Juan. Más allá de los restos humeantes de una fogata, de puerta en puerta un diarero dejaba diarios. Para comprarle uno, Vidal metió la mano en el bolsillo, pero el hombre le avisó:
—No, abuelo. Para vos no tengo.
Vidal se preguntó si todos los diarios estaban reservados para clientes o si a él se los negaban, por viejo.
En la casa de Jimi seguían cerradas las persianas. Llamó. Aunque se dijo que era absurdo, la verdad es que estaba molesto. Debía apartar la idea de que todos en la calle —primero un lechero, después el vigilante y ahora la mujer que fregaba el zaguán de enfrente —lo miraban con una mal disimulada mezcla de asombro y hostilidad. Por fin se entreabrió la puerta y Leticia, la criada, asomó su minúscula cabeza. Vidal preguntó:
—¿Está Jimi?
—No sé. ¿Qué hora es? El señor a estas horas descansa.
La muchacha lo miraba con ojitos redondos, muy encimados a la nariz. Para mostrar que era amigo de la casa, Vidal comentó:
—Yo creía que usted venía por horas.
—Desde ayer tengo cama adentro —contestó Leticia, con evidente satisfacción.
—¿Se enteró de los tumultos de anoche? Sería una gran tranquilidad para todos sus amigos que Jimi estuviera en casa. Por favor, no lo despierte. Si puede, fíjese.
La muchacha se disponía a dejarlo afuera, pero como si hubiera recapacitado le franqueó la entrada. Por la escalerita de la izquierda, bajaron al sótano donde el día antes había sorprendido las corridas que tanto le llamaron la atención.
—¿Me espera? —dijo la muchacha—. Ya vengo.
Vidal pensó: «Ojalá que esté. No aguanto más desgracias». En los hechos de la vida, que habitualmente el desordenado azar repartía con equidad, por primera vez creía descubrir un designio; desde luego, éste era adverso. Al rato Leticia reapareció. Demasiado impaciente para esperar la respuesta, Vidal la miró en los ojos. La muchacha sonrió. Por último dijo:
—Está la sobrina sola. No la desperté.
—Entonces, ¿Jimi no está?
—Si quiere la llamo a la sobrina y le pregunta.
—No, de ningún modo.
La muchacha sonrió como si entendiera y miró fijamente a Vidal.
—¿Gusta unos mates?
—No, no, gracias —precipitadamente respondió.
Aunque subió lentamente los escalones le pareció que estaba corriendo. Cuando abrió la puerta para salir oyó, abajo, una respiración entrecortada, seguida de algo que primero interpretó como sollozo y después como risa.
Ajustó la corbata, acomodó el ponchito sobre los hombros y caminó con despreocupado aplomo. Pensó: «Que pronto la pervirtieron. No, habría que decirlo de otra manera: ayer la corrían, hoy me corre». Deploró que tales miserias lo ocuparan cuando acababa de recibir indicios fehacientes —empleó estas mismas palabras— de que algo le había ocurrido a Jimi. Enseguida se representó a la muchacha adelantando su doble manojo de dedos gordos y paspados. Alguien, acaso Jimi, más probablemente Arévalo, había dicho que alguna fealdad extrema podía resultar estimulante para el amor, que necesitaba de muy poco para convertirse en locura. Trató de imaginar a la muchacha como quizá pudo verla. Sintió gran debilidad, un desmayo que amagaba. «Qué vergüenza» murmuró. Se acordó de que no comía desde quién sabe cuándo y se dirigió a la panadería. Se dijo que debió aceptar los mates de Leticia, aunque tal vez no hubiera sólo mates en el ofrecimiento. Ni bien llegara a su casa calentaría el agua: cuatro o cinco mates y unos bocados de pan remediarían esa languidez inoportuna. Le parecía que lejos del velorio estaba en falta. No había dientes en la panadería, cuando entró: únicamente las hijas de Rey. Omitió el saludo (por cortedad nomás). y pidió: —Seis felipes, cuatro medias lunas y una tortita guaranga.
—¿El viejo quedó en el velorio? —preguntó una de las hijas.
—Para que los maten a todos juntos —contestó otra.
Quizá porque estaba cansado se acongojó. Creyó que le faltarían fuerzas e ilusión para aguantar la vida. La amistad era indiferente, el amor bajo y desleal y sólo se daba con plenitud el odio. Se había cuidado y seguiría cuidándose de los ataques de los jóvenes (al respecto no cabían dudas), pero al llegar a la calle Paunero entrevió, como una solución que valía la pena no descartar, su propia mano, provista de un revólver imaginario, que apuntaba a la sien. Esta visión, que a lo mejor no era más que un juego de su momentánea angustia, lo llevó a protestar contra todo, y particularmente contra sí mismo, porque primero defendía a cualquier precio lo que después quería romper.
Madelón que estaba lavando la vereda frente al taller de tapicería, con un ademán le pidió que la esperara; entró el cepillo y el balde, cerró la puerta, cruzó. Vidal consideró que si llevaba mucho tiempo lo que Madelón tenía que decirle, se desmayaría. Ya no podía postergar el pan y el mate.
—Necesito hablarte —anunció la mujer—. Es muy importante. No quiero que nos vean juntos. ¿Puedo acompañarte a la pieza?
Entraron. Vidal se disponía a dejar sobre la mesa de luz el paquete, cuando pensó que si la convidaba, decorosamente podía comer en seguida un pedazo de pan. Entreabrió el papel y ofreció.
—¿Querés?
—¿En estos momentos? ¿Cómo se te ocurre? —protestó Madelón y se puso a llorar.
—¿Qué pasa? —preguntó Vidal, con un gemido.
Lo tomó de las manos (las de ella estaban mojadas), lo apretó contra su cuerpo. Vidal identificó olores a jabón amarillo, a lavandina, a ropa, a pelo. Oyó:
—¡Mi querido!
Advirtió el aliento y pensó: «Todavía no ha desayunado». Mientras lo abrazaban vio de cerca piel amarillenta y sudada, lunares, uñas cortas, recubiertas de una gruesa capa de barniz colorado. Con algún orgullo se dijo que Nélida lo incapacitaba para Madelón. Con el pretexto de hablarle, la apartó de sí. Preguntó:
—¿Qué pasa?
—Tengo que decirte algo muy importante —repitió mientras vigorosamente lo estrechaba.
En postura incómoda, casi dolorosa, porque un duro antebrazo le apretaba el cuello y le imponía una ligera inclinación oblicua, se preguntó porqué esa mañana lo buscaban las mujeres. Se le ofrecían cuando estaba más triste, peor dispuesto, ¿no debía interpretar el hecho como una prueba del carácter antagónico de las cosas? Otra explicación posible (y menos pesimista) sería que todo se da en rachas. En seguida se preguntó si realmente Madelón se le ofrecía o si quería decirle algo. Como si lo hubiera oído, la mujer explicó: