Por más que me esforzaba en mirar entre las ramas de los árboles, no era capaz de verle.
—¿Por qué se esconde? —pregunté—. ¿Me tiene miedo?
—No se esconde y no siente ningún temor por ti. ¡Está ahí! —dijo señalando hacia una rama al tiempo que inclinaba la cabeza a modo de saludo.
Pero yo no podía verle, era tan invisible a mis ojos como yo a los tuyos...
—¿Y qué hay de los toros? ¿Cómo cuidar de algo sin saber qué es lo que se supone que tengo que hacer? —pregunté de nuevo.
—Eso, querida Aura, tendrás que descubrirlo por ti misma. De momento, soy yo quien se ocupa de ellos, ¿o no has notado mis ausencias al amanecer? ¿Quién crees que los está cargando de energía estos días? —inquirió.
Era cierto. Todos los días, al alba, Estrella desaparecía durante un rato sin que yo supiese adonde se dirigía. Pero ¿por qué no podía explicarme cómo hacer esa tarea? ¿Qué había de malo en ello? La verdad, por aquel entonces, no era capaz de desentrañar la lógica de las hadas... Me sentía como una extraña dentro de un mundo repleto de hermetismo. Supongo que eso le ha ocurrido a toda encantada, y únicamente la vivencia es la que coloca a las nuevas hadas en su justo lugar. Aunque, claro..., yo no era como todas. Había algo en mí distinto, un rasgo diferenciador que tan sólo serviría para traerme, a la larga, serias complicaciones. Tal vez, si no hubiese tenido la capacidad de soñar tan desarrollada no habría tenido tantos quebraderos de cabeza.
U
na tarde tormentosa Estrella me contó que quedaba muy poco para que le cambiasen su destino, al igual que el tiempo había cambiado. Los días eran más cortos y oscuros. La luna se adueñaba con mayor facilidad del entorno, abriéndose paso caprichosamente entre las nubes... Pronto llegaría otra nueva encantada a la que tenía que instruir como lo estaba haciendo conmigo, y yo pasaría a ser historia olvidada. El hada informadora afirmaba que lo que me quedaba por aprender era ya cosa mía... Lo cierto es que aún era incapaz de volar, y después de la experiencia con Copalta, la verdad, sentía miedo. Estrella había intentado varias veces que repitiese el salto, pero me había negado.
Es verdad que había aprendido a alimentarme por mí misma, que no tenía conflictos con los seres vivos que me rodeaban, que conocía algunos de los secretos de las plantas... No sabía cómo ocuparme de los toros, me aterraba tener que quedarme sola allí y no acababa de acostumbrarme a la vida del bosque. A veces, me parecía un lugar maravilloso; otras, como aquella tarde lluviosa, en la que el viento azotaba con fuerza las ramas de los árboles y las hojas caían violentamente anunciando que su ciclo vital había concluido, y se podía sentir la fuerza del trueno en el mayor de los «enfados», pensaba que tal vez estaría mucho mejor desarrollando mi anterior vida, la de humana, en vez de permanecer metida en una cueva esperando la llegada de la marcha de Estrella y los oscuros presagios que eso habría de conllevar.
Sin embargo, cuando este tipo de pensamientos sombríos azotan la cabeza de una encantada, siempre sucede algo que te saca del ensimismamiento y te hace recobrar el sentimiento de que eres un ser elemental y de que tienes una serie de capacidades que debes aprovechar en beneficio de los seres que habitan el bosque.
Aquella tarde recibimos una visita inesperada. Mientras Estrella y yo nos calentábamos las manos al lado de la hoguera «mágica», ésa a la que no hay que echar leña, y me explicaba detalles sobre su juventud, alguien conocido irrumpió en medio de nuestra conversación.
Estrella me decía que provenía de una familia de elementales muy pobres. Que siendo una niña se había visto obligada a trabajar para los humanos, realizando tareas domésticas. No daba crédito a lo que escuchaban mis oídos. Me confesó que aquélla era la época que recordaba con mayor tristeza y de la que no solía hablar con frecuencia.
—¿Cómo es que podían verte? —pregunté no sin cierta perplejidad.
—Te hablo de algo que sucedió hace siglos —comenzó a narrar—. Las cosas eran diferentes. Por aquel entonces hasta nos dejábamos ver. Mis padres estaban enfermos, yo no podía curarlos, era sólo una niña y el peso de la casa recayó sobre mí. Hasta que yo misma enfermé... No te ofendas, pero el contacto prolongado con los humanos me provoca unas alergias espantosas. Después, me descubrió Mari. Ella fue quien nos curó y me proporcionó este trabajo.
—¿Quién es Mari? Ya hablaste de ella en otra ocasión, ¿recuerdas?
Claro que recordaba, su memoria era mala pero no tanto. Sin embargo, fingía no darse por enterada.
—¿Yo? ¡Qué va! ¡Nunca hablé de ella! —mintió descaradamente—. Bueno, dejemos el tema —dijo como si realmente temiese algo.
—Estrella, puede que haya sido humana, pero no soy tonta y recuerdo perfectamente que la mencionaste cuando hablamos del rapto de niños. No sé a quién pretendes engañar ni por qué, pero puedo guardar secretos —sentencié en la esperanza de que soltase prenda.
No hubo tiempo para ello, para su suerte. Alguien introdujo su pequeña carita a través del ventanuco de la cueva. ¡Era
Malaquita
! Hacía días que no la veíamos. Tenía la cara desencajada y estaba completamente mojada a causa de la tormenta. Era la primera vez que la veía en ese estado. Los pelos mojados le conferían un aspecto muy diferente. Parecía más delgada. Ella siempre se mostraba muy arreglada, pasaba horas lavándose y atusándose el pelo. Era evidente que algo malo había sucedido.
—¡Tenéis que venir! —gritó en su lenguaje—. ¡Mi hijo! —dijo con un hilo de voz.
—¡Cálmate,
Malaquita
! ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué le sucede a tu hijo? Entra y explícanos —dijo Estrella intentando tranquilizarla.
—¡No! ¡No hay tiempo! ¡Se muere! —gritó cada vez más agitada, a la vez que comenzaba a sollozar.
Nos levantamos prácticamente de un salto y salimos de la cueva a toda velocidad.
Malaquita
se subió a un árbol y comenzó a saltar de rama en rama. Estrella se elevó en el aire y la siguió flotando. ¿Y yo qué? Corriendo no podía seguirlas, iban demasiado rápido para mí.
—¡Estrella! —grité—. ¡No puedo daros alcance! ¿Qué hago? —pregunté.
—¡Ah! ¡Es cierto! Espera, ya bajo a buscarte —dijo mientras descendía hasta el suelo para tomarme por un brazo y volver a elevarse.
Pocas veces en mi vida he sentido tanto vértigo como el que tuve durante ese corto trayecto. Tras seguir a
Malaquita
durante un trecho, descubrimos la causa de su desazón sin que hiciese falta que dijese nada más... La pata de su hijo permanecía atrapada entre unos voraces dientes de hierro, que le hacían sangrar y proferir unos terribles alaridos. Por su aspecto, debía llevar mucho tiempo allí, bajo el aguacero. Rápidamente se abrazó a su madre y observé horrorizada que su respiración se iba apagando poco a poco. Debía de haber estado haciendo grandes esfuerzos por soltarse del despiadado monstruo colocado por los humanos, porque podía apreciarse un serio desgarro en la minúscula patita.
Esperaba que Estrella pudiese hacer algo al respecto, pero me temía que por muchas plantas y hierbas que mezclásemos no hallaríamos la fórmula para tapar semejante herida. Presentaba muy mal aspecto. Mientras me encontraba inmersa en estos pensamientos, de pronto reparé en que Estrella tenía clavada su mirada en mí.
—¿Por qué me miras a mí? ¡Haz algo, tú que puedes! —grité profundamente conmovida por la tragedia que se cernía sobre nosotras.
—¡Tú le curarás! —sentenció.
—¿Yo? Pero... ¿Qué dices? Sabes que no hay hierba capaz de curar esto... Y si la hubiera, la desconozco —me lamenté.
—¡Haced algo! ¡No os quedéis ahí paradas! —Esta vez quien habló fue
Malaquita
, y lo hizo con el vivo llanto de una madre que asiste impotente a la agonía de su hijo.
—¡No hay tiempo para discusiones absurdas! —dije enfadada ante la aparente indolencia de Estrella.
Cogí con fuerza los hierros atenazadores y abrí el cepo, que además estaba oxidado. El pequeño gritaba y se lamentaba de una forma que me partía el corazón. No pude por menos que tomarlo entre mis brazos y colocar la palma de mi mano izquierda sobre su pata herida. Era tanto el dolor de
Malaquita
que llegué a sentirlo como propio. Creí que el bebé ardilla que tenía abrazado era mi propio hijo y en medio de ese dolor tan intenso una fuerza desconocida para mí surgió en mi interior. Era como una energía que golpeaba primero mi estómago pugnando por salir, para recorrer mi cuerpo e instalarse en mi corazón con un pálpito desesperado. Esa fuerza tenía un nombre: furia. Atravesó mi corazón y descendió por mi brazo izquierdo para acoplarse en mi mano, aquella que acariciaba con delicadeza al bebé ardilla. La mano se calentó y allí mismo, en medio de toda la espectacular tormenta, ¡cobró luz! Daba la sensación de que tuviera una linterna roja alojada en ella.
Algo me dictó que debía concentrar toda aquella furia sobre la pata de la diminuta ardilla herida, que había empezado a recobrar la vida que le había sido arrebatada por la crueldad del género al que yo había pertenecido. Sus ojos se abrieron y me miró con una expresión que jamás podré olvidar... El hijo de
Malaquita
estaba curado.
Ahora entendía por qué Estrella se había negado a intervenir. Fue su última lección, la más importante, la de amar a los seres que nos rodean pasando por encima de criterios egoístas. Yo tenía una capacidad que cualquier humano hubiese envidiado, y sin embargo, de haberla poseído cualquiera de vosotros, es muy probable que hubiese comerciado con ella. Comprendía que mis quejas, todas aquellas que día a día había estado vertiendo hacia Estrella, no poseían el suficiente peso. Yo pertenecía al bosque, estaba ligada a él y debía asumir esa nueva situación cuanto antes.
Y
llego el día en que Estrella fue llamada a un nuevo destino. Una mañana, cuando me desperté, la vieja hada me manifestó que le había sido encomendada una nueva misión y que su estancia junto a mí había concluido.
Sentí pena. Me había vuelto más sensible... No podía evitarlo. Estrella dijo que eso era normal porque a ninguna encantada le placía quedarse sola, pero que se me pasaría con el tiempo, porque además la presencia de
Tujú
se haría por fin visible. Tenía ganas de conversar con él, de conocerle, aunque también temía que no fuese todo lo comprensivo que yo esperaba. La verdad es que la paciencia que Estrella había derrochado conmigo constituía un punto y aparte en cualquier esquema mental que un humano se pudiera hacer, viniendo de alguien que no te exige pago alguno por administrarte sus conocimientos.
En fin, que se iba..., y un futuro incierto se abría ante mí nuevamente. La verdad es que la despedida fue breve pero emotiva. En ese momento, conocí mi auténtico nombre (el secreto) porque me lo susurró al oído, pero, claro, aunque me gustaría decirte cuál es..., ¡no debo! Espero que lo comprendas, mi instinto de supervivencia me dicta mantenerlo oculto.
Después, dijo algo que, si bien en ese momento no comprendí, estaba cargado de un profundo significado. Le pregunté si volvería a verla algún día y ella contestó que la próxima vez que nos encontrásemos, yo habría aprendido por fin a volar. Por lógica, no podía saber a qué se refería, aunque no quiero adelantar acontecimientos.
Después se marchó y con ella se llevó la claridad del día. Sentí un gran vacío. Algo en mi interior me decía que lo mejor del género
feérico
había partido con ella.
¡Y fue instantáneo! Nada más desaparecer Estrella, comencé a notar una presencia patente, ineludible, apresadora y opresora... Unos ojos se clavaron en mi cogote con una intensidad tal que me hicieron sentir miedo. Aun así, me volví y pude verle. Era
Tujú
, mi inseparable guardián desde aquel momento; pero su figura, al contrario que sucedía con Estrella, no me reconfortaba, sino que me inquietaba hasta el punto de producirme ansiedad...
No era para menos, su porte era majestuoso. Se trataba de un búho real en toda regla. El plumaje era pardo, algo leonado, aunque las partes inferiores poseían un tono amarillento. La cabeza estaba constituida por un dibujo en forma de X y su color era más claro que el resto del cuerpo. Se distinguían perfectamente dos penachos de plumas hirsutos que daban la impresión de ser «orejas». Sus ojos eran rojos y enormes como montañas. Las patas que le sujetaban a la rama, desde la que me contemplaba sin perder detalle, terminaban en unas potentes garras. Mediría algo más de setenta centímetros de longitud y pesaría tres kilos.
Me había quedado semi-hechizada observándole y de repente, como si pudiese leer mis pensamientos, señaló con sequedad:
—Pues te advierto que las hembras de nuestra especie son aún mayores que nosotros. —Su voz sonó grave en mis oídos.
—Perdona que te observe con tanto detenimiento, pero creo que es la primera vez que veo un búho al natural —añadí intentando limar asperezas.
—Lo sé, pero es que no nos gusta mostrarnos mucho a los humanos; tienden a capturarnos o dañar nuestras alas... Por eso es difícil que alguno acuda de buen grado ante la presencia de los que antes fueron tu especie. No olvides nunca que no soy un animal de compañía. —Hablaba con una firmeza y una seguridad que me provocaban respeto.
Se había hecho de noche y yo necesitaba descansar... Al día siguiente debía empezar a cuidar de los toros, así que me retiré un poco hacia la cueva y me despedí del búho.
Me metí en la cama y cerré los ojos como solía hacer. Usualmente, me dormía de forma automática y pasaba como un suspiro ese rato de descanso (todo el insomnio que había arrastrado cuando era como vosotros a causa del estrés, con mi incursión en el mundo
feérico
había desaparecido). Sin embargo, no era capaz de disfrutar de ese periodo de desconexión, no me daba tiempo, discurría en un suspiro, era algo extraño, difícil de entender para vosotros.
Pero aquella noche algo cambió. Empecé a ser capaz de soñar con tanta intensidad como cuando era humana. Quizás con mayor viveza aún. Los espacios oníricos hacían referencia a recuerdos de mi vida pasada. En el primero que tuve aquella noche, me veía realizando acciones cotidianas los días anteriores al accidente, y pese a saber que eran recuerdos —y no propiamente sueños— me parecían absolutamente irreales. No reconocía mis procederes, daba la impresión de ser otra la persona que los ejercía. Los juzgaba carentes de sentido y absurdos, como si hubiera estado malgastando un tiempo precioso. ¡Cuán frívola resultaba mi vida vista desde fuera! Contemplaba exactamente cómo trataba a la gente que tenía cerca de mí y sentía una infinita vergüenza. ¿Tanto había cambiado hasta el extremo de no entender los argumentos que siempre me habían guiado? Empezaba a comprender la creencia del grueso de la comunidad feérica que defendía que las personas eran parte de una leyenda y los seres elementales constituían el mundo real.