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Authors: Néstor Almendros

Tags: #Biografía, Referencia

Días de una cámara (28 page)

Para los pasillos de las oficinas y algunos otros decorados, mi jefe de eléctricos, Frank Schultz, me fabricó una luz portátil montada en un trípode, hecha de varios tubos fluorescentes. Así podía iluminar los rostros con luz fluorescente de la misma calidad y espectro de la que ya existía en el decorado, una experiencia que prolongaba y mejoraba la de
Maîtresse
. No utilicé filtros de corrección en la cámara. Pero el laboratorio corrigió ciertas tonalidades falsas en el positivado. Sólo cuando nos asomábamos eventualmente a la calle, se ponían gelatinas verdosas para corregir la luz exterior y equilibrar el conjunto.

El procedimiento de suspensión de la cámara en mano con un sistema de amortiguamiento por resortes (Steady-Cam, Panaglide) que ya había conocido en
Days ofHeaven
fue aquí utilizado con prudencia y sólo en una escena, aquella en que Kramer recoge a su hijo herido y lo lleva en sus brazos corriendo hasta el hospital de emergencias. En un principio hubo la idea de filmar un solo plano sin cortes respetando en continuidad la geografía y la realidad del lugar, desde el Central Park hasta el hospital Lenox Hill a cuatro manzanas de distancia. Así la filmó Dan Lerner,
cameraman
especialista, en un
tour de forcé
extraordinario. Pero, en previsión de que la escena resultase larga, nos decidimos a filmar también simultáneamente desde un vehículo en marcha y con un teleobjetivo (100 mm) la misma escena en plano más cercano. Como suele ocurrir, en el montaje final hubo que acortar aquel hermoso plano-secuencia intercalando el primer plano y reduciendo el espacio y tiempo reales.

Para la caída misma de Billy Kramer me aprovechó la experiencia adquirida en una escena de
L’Homme qui aimait les femmes
: la caída de las cartas de los amantes de la madre del protagonista. Una caída rápida es cinematográficamente de escaso relieve dramático si se presenta en un solo plano de conjunto (otra referencia más lejana estaba, claro, en las escaleras de Odessa). Se fraccionó el espacio verticalmente y se filmaron varias etapas de la caída, dilatando en el montaje un instante brevísimo y devolviéndole así su verdadera dimensión psicológica. Tengo que reconocer que en
Kramer vs. Kramer
no hubo, en lo que a mi trabajo concierne, casi ninguna idea original. Prácticamente repetí experiencias de películas mías anteriores. Sólo que aquí, aprovechándome de los errores cometidos en trabajos menos conocidos, ya con más oficio, llegué a una mayor precisión.

El apartamento de Ted Kramer, construido en estudio, fue iluminado con el mismo espíritu de veracidad que me ha guiado desde que empecé en el cine. Siempre he tratado de justificar la dirección de la luz, ya sea proveniente de las ventanas en las escenas de día o de las lámparas en las de noche. Como otras veces, volvía a privarme de la facilidad de las pasarelas e iluminé con
soft-lights
, sobre trípodes o en las paredes, situadas en la misma dirección que las lámparas visibles en el decorado. La diferencia con
L’Amour l’après-midi
—a la que se le parece en muchos aspectos— es que las luces situadas al exterior para simular la luz del sol (o de la luna en la escena nocturna) eran las potentes HMI de que he hablado más arriba, mientras que en Francia utilicé las convencionales Fresnel de 10 kilowatios.

Sólo en contadas escenas me permití efectos visuales con una estilización marcada. Los reservé para momentos especialmente dramáticos, por ejemplo, el momento en que Ted Kramer (Dustin Hoffman) después de una gran pelea, entra en la habitación de su hijo. Vemos entonces el diseño luminoso de la puerta que se abre y la sombra del padre acercándose sobre el niño en la cama. Para lograr el efecto situé una lámpara de cuarzo de 2000 watios en el exterior de la habitación de manera que aquel juego de luz y sombra que se producía cayera exactamente sobre la cama. El resto de la habitación se dejó en penumbras. Había una escena muy similar en
L’Enfant sauvage
que había resuelto de manera semejante.

Contrariamente a mis películas anteriores en las que, con frecuencia, pedí al laboratorio que forzase el revelado, en
Kramer vs. Kramer
expuse el negativo normalmente. Y se reveló de forma también normal. Tal decisión se derivaba de la misma voluntad de clasicismo que nos había impulsado en las restantes fases. El revelado normal proporcionaba tonalidades naturales, grano muy fino, y precisión de la imagen.

Por supuesto, en América los laboratorios son excelentes. Para empezar, son limpios. En Europa siempre me han enfurecido los puntos blancos en la imagen, que no se deben más que a polvo en e'1 negativo. Los extractores y filtros de aire resultan insuficientes. El transporte y la manipulación del negativo no se hacen con el cuidado debido, entre otras cosas porque los técnicos que trabajan en los laboratorios europeos están mal pagados. La labor efectuada por los laboratorios en mis películas americanas es asombrosa. En Europa, por ejemplo, tratamos de evitar los fundidos, que nunca son perfectos, al cambiar la coloración general y el grano; en América, es una cuestión que ni se discute. Los laboratorios permiten al operador un mayor lucimiento.

En otro orden de cosas, desde un punto de vista intelectual me parecen pocas las diferencias con un rodaje en Europa. Robert Benton es un hombre de gran sensibilidad, el método de trabajo no está muy lejos de mis experiencias en el cine francés. Sólo que en América se trabajan más horas, se ruedan más tomas desde mayor numero de ángulos, hay más eléctricos, más maquinistas, más café, más “donuts”.

The Blue Lagoon

Randal Kleiser - 1979

No debe olvidarse nunca que el publico, cuando va al cine, no quiere tener la sensación de haber entrado en un museo. Las imágenes no han de aplastar la obra. Las referencias plásticas deben servir únicamente a título de guía, para obtener una unidad de estilo. Se dan referencias inconscientes, por supuesto, en cuanto el hombre no es más que su circunstancia, pero otras son voluntarias, provocadas. La primera fuente de inspiración en
The Blue Lagoon
fue la de los pintores simbolistas contemporáneos de la novela original de H. De Veré Stacpoole. Pero no tardé en orientarme principalmente hacia uno de dichos pintores de una manera casi inevitable: Gauguin.

Hay tres o cuatro pintores del pasado que me son siempre útiles, aquellos que empleaban la luz para dar relieve a sus personajes. Son, recapitulando, Vermeer para los interiores de día, y La Tour para los interiores de noche alumbrados por una fuente luminosa de llama. Añadiré también a Rembrandt y Caravaggio para los efectos de
chiaroscuro
, así como Manet y los impresionistas para los exteriores de día. El problema que aquí se planteaba, residía en que menos uno todos esos pintores trabajaban en Europa y habían pintado interiores y paisajes completamente distintos de los que caracterizaban el sur del Pacífico, donde transcurre
The Blue Lagoon
. Su experiencia no me servía en el presente caso. Y Gauguin me era de utilidad sólo parcialmente, porque no es un pintor de luz. Su obra viene dada por amplias zonas de colores unidos, formas y líneas, equilibrios de fuerza dentro del cuadro, pero sin concederle mayor importancia a la luz y a los efectos atmosféricos. Me vi obligado, por consiguiente, a inventar un poco, a combinar las formas y colores de Gauguin con la luz de los maestros del pasado.

Otra fuente significativa de influencia me la proporcionó el cine mismo. El género “mares del Sur” reúne ciertas constantes estilísticas, como el
western
. El cine se conforma como una acumulación de conocimientos, una herencia de las viejas películas a la que no se puede renunciar. Durante el rodaje de
The Blue Lagoon
, de común acuerdo con su director Randal Kleiser, hicimos periódicamente proyecciones de los clásicos del género.
Tabú
, de Murnau y Flaherty, y
Hurricane
, de John Ford. Algunos planos nos proporcionaron una inspiración directa. No rechazamos ni siquiera las películas “de agua” de Esther Williams como posible punto de partida para las escenas submarinas.

The Blue Lagoon
, por otra parte, significaba para mí un desafío. Es probablemente la única película en la que he trabajado con todos los colores del arco iris. En mis últimos trabajos —exceptuando
Perceval le Gallois—
había tendido a emplear colores mitigados en una o dos gamas exclusivamente. Pero aquí, donde imperaban los paisajes lujuriantes, la brillantez del cielo y del mar propia de la latitud, los colores violentos eran indispensables. Resultó un ejercicio estimulante combinar tantos elementos sin cultivar el
posh
, bordear el mal gusto sin caer en él.

Después del Oscar de la Academia de Hollywood, me habían llovido ofrecimientos para hacer películas de todas clases. ¿Por qué me decidí a aceptar ésta? Con toda probabilidad porque me siguen gustando las películas que me gustaban de chico, las películas de evasión.
The Blue Lagoon
era una perfecta historia escapista, que combinaba varios mitos clásicos: Dafnis y Cloe, Robinsón, la Isla del Tesoro. Empecé por leer la novela de De Yere Stacpoole y me entusiasmó. Leí después el guión de Douglas Stewart y pensé que había conseguido conservar todo el encanto entre inocente y perverso del libro. Era evidente que el tema iba a ofrecerme múltiples ocasiones de lucimiento. Sería una película de amor y aventura, susceptible de resultar un éxito popular. Era una oportunidad que se me ha presentado raras veces y no podía dejarla escapar.

Radica justamente ahí uno de los grandes atractivos del cine americano. No ya en cuanto se dispone de los medios de producción necesarios, sino porque se aspira siempre a conseguir un público muy amplio, hecho de una gran variedad de edades y categorías sociales. En Europa, es posible realizar películas para públicos menos numerosos, más selectos, al ser menor el capital invertido y menores los riesgos. Pero en América, el cine tiene a su alcance un mercado enorme, no limitado a los Estados Unidos sino que se extiende al resto del mundo a través de sus cadenas de distribución. Llegar a un público tan vasto sin renunciar a la calidad artística, me ha parecido siempre una tentativa excitante. Y no es imposible: ahí están los ejemplos de Charles Chaplin y John Ford para demostrarlo.

Ahora que se me proponen varios proyectos a la vez —cosa que no me ocurría en los primeros tiempos de mi carrera—, a veces he de tomar decisiones difíciles. En ellas la lectura del guión es imprescindible, como ya he indicado. Pero lo que determina mi elección es la personalidad artística del director, su sensibilidad cinematográfica. Si no conozco su obra, como fue el caso de Malick y aquí de Kleiser, procuro entonces visionar sus trabajos anteriores. Respecto a Kleiser, sabía ya de su extraordinario sentido del espectáculo, que le valió el éxito multitudinario de
Grease
, Pero lo que inclinó la balanza fueron sus mediometrajes precedentes, realizados cuando era estudiante de cine en la University of Southern California, y luego sus películas para la TV. Existía en ellas una sensibilidad, un cierto estilo, un algo intimista, con el que podía identificarme. Establecer de antemano un diálogo con el realizador me parece igualmente indispensable. Supe así, antes de comenzar el rodaje, que
The Blue Lagoon
, contrariamente a
Grease
, no era una película de encargo, sino un viejo sueño de Kleiser en su primera juventud, que precisamente el éxito de
Grease
le permitía ahora convertir en realidad. Tenía Kleiser también un gran deseo de trabajar conmigo. Sentí que podíamos entendernos, y ante este cúmulo de elementos, no dudé en aceptar su propuesta.

El rodaje me recordó en muchos aspectos al de
La Valle'e
. Como en aquella ocasión, el equipo entero se trasladó a un lugar remoto en el Pacífico.
The Blue Lagoon
se rodó enteramente en una de las islas desiertas del archipiélago de Piji. Dado que el equipo técnico era bastante más numeroso que el de
La Vallée
, si bien relativamente reducido con relación a otras producciones americanas, hubo que habilitar una intendencia con cocinas, lavandería, canalización y conducciones de agua, etc. Los materiales de rodaje se pusieron a cubierto en departamentos especialmente construidos con bambú y palma. Los miembros del equipo vivieron durante cuatro meses en tiendas de campaña.

Los jefes de sección eran californianos por lo general, pero la mayor parte del equipo —ayudantes, vestuario, decoración, construcción— provenía de Australia. El hecho de que la industria cinematográfica australiana sea probablemente la más joven del mundo, determinaba que sus componentes fueran entusiastas, sin esos aires de condescendencia típicos en los profesionales que han hecho demasiadas películas. Por la relativa proximidad entre Australia y Fiji, se utilizaron los laboratorios Colorfilm, de Sydney, que nos permitía visionar el copión algo más pronto que de enviarlo a Hollywood. Se despejó una zona al aire libre bajo las palmeras que, con la ayuda de un proyector de doble banda, se convirtió en nuestra sala de cine por las noches. Para disponer de electricidad, nos equipamos con varios pequeños generadores Honda.

Pero la idea inicial, como en
La Vallée
, era la de utilizar poca o ninguna electricidad para iluminar la película. No ya por razones de economía y sentido común —¿cómo desplazar a las distintas localizaciones de la isla un camión generador de diez toneladas?— sino porque estábamos convencidos de que aprovechando los recursos lumínicos de la naturaleza, el resultado visual sería más interesante.

La primera versión de
The Blue Lagoon
(1948), con Jean Simmons, se había rodado en el Pacífico sólo parcialmente. La gran mayoría de las escenas se filmaron en Inglaterra, en los estudios de J. Arthur Rank. El resultado, me parece, adolecía de muy escasa naturalidad. Las transiciones de los pocos exteriores naturales a los interiores en estudio eran abruptas. Y la película entera parecía una falsificación; creo que ésta fue la razón de su falta de éxito, si dejamos aparte la nada inspirada dirección de Frank Launder. Era necesario, por consiguiente, esquivar las trampas en las que cayeron nuestros predecesores. Dicho sea de paso, me parece que Kleiser estuvo acertado en hacer otra versión de la novela de De Yere Stacpoole,
precisamente
porque no había tenido buena acogida la primera. Es un error rodar
remak.es
de grandes películas del pasado, porque resulta imposible superarlas. Rehacer un excelente tema mal aprovechado, en cambio, me parece más lógico. Recordemos, por ejemplo, que
The Maltese Falcon
, de John Huston, no era más que un
remake
de dos películas mediocres hoy olvidadas por completo.

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