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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Diecinueve minutos (33 page)

Jordan levantó la mirada hacia ella, mientras se le dibujaba una sonrisa en el rostro.

—Excelente —dijo—. Tenemos un cliente digno de compasión.

Una semana después de la desgracia del Instituto Sterling, la escuela Mount Lebanon, un centro de enseñanza primaria reconvertido en edificio administrativo al disminuir la población escolar de Lebanon, se acondicionó para acoger temporalmente a los alumnos de instituto con el fin de que pudieran completar el curso escolar.

El mismo día en que se reiniciaban las clases, la madre de Josie entró en la habitación de ésta.

—No tienes que ir hoy si no quieres —le dijo—. Puedes tomarte unas semanas más de descanso si crees que lo necesitas.

Unos pocos días antes se había producido un frenesí de llamadas telefónicas; se había desencadenado un conato de pánico cuando los alumnos recibieron la notificación por escrito de que iban a reanudarse las clases. «¿Tú vas a volver? ¿Y tú?». Circulaban todo tipo de rumores, acerca de a quién su madre no iba a dejarle volver, a quién iban a cambiarlo al instituto de St. Mary, quién iba a hacerse cargo de las clases del señor McCabe. Josie no había llamado a ninguno de sus amigos. Tenía miedo de oír sus respuestas.

Josie no quería volver al colegio. No quería ni imaginarse cruzando el vestíbulo de un instituto, aunque fuera uno que no estuviera ubicado físicamente en Sterling. No sabía cuál era la actuación que esperaban de ellos el supervisor y el director. Porque desde luego no podía ser nada más que eso, una actuación. Si se comportaban de acuerdo con lo que sentían en realidad, podía ser calamitoso. Pero aun así, había algo en Josie que le decía que tenía que volver al colegio, pues era el lugar al que pertenecía. El resto de alumnos del Instituto Sterling eran los únicos que entendían de verdad lo que era despertarse por la mañana y ansiar que no transcurriesen nunca los tres segundos que tardabas en recordar que tu vida ya no era la de siempre; los únicos que habían olvidado lo natural que era confiar en que el suelo bajo tus pies era sólido.

Si vagabas a la deriva en compañía de otras mil personas, ¿hasta qué punto podías decir que estabas perdido?

—¿Josie? —le dijo su madre, apremiándola.

—Estoy bien —mintió.

Su madre salió, y Josie empezó a recoger los libros. De pronto recordó que no habían llegado a hacer el examen de ciencias naturales. Sobre catalizadores. Hubiera sido incapaz de decir una palabra sobre el tema. La señora Duplessiers no podía ser tan infame como para hacer la prueba el primer día de vuelta a las clases. El tiempo no se había detenido durante aquellas tres semanas sin más; las cosas habían cambiado por completo.

La última vez que había ido al colegio, no pensaba nada en particular. En aquel examen, en todo caso. En Matt. En los deberes que tendría para aquella noche. En otras palabras, cosas normales. Un día normal. No había habido nada que lo hiciera diferente a cualquier otra mañana en el instituto. ¿Cómo sabía pues Josie que hoy no pasaría también alguna desgracia?

Al entrar en la cocina, vio que su madre se había puesto un traje de oficina. Su ropa de trabajo. Aquello la tomó por sorpresa.

—¿Vas a volver hoy? —preguntó.

Su madre se volvió, con una espátula en la mano.

—Oh —repuso, titubeando—. Bueno, había pensado que, ya que tú también volvías… Si necesitas algo siempre puedes llamar; el asistente me dará el recado en seguida. Te juro Josie que, en menos de diez minutos, estaré contigo…

Josie se dejó caer en una silla y cerró los ojos. No sabría explicarlo, pero lo de menos era que ella, Josie, no fuera a estar en casa en todo el día… Se había imaginado sin embargo que su madre sí estaría, sentada, esperándola, por si acaso. Y ahora se daba cuenta de que eso era una tontería. ¿O no? Si nunca había sido así, ¿por qué iba a ser ahora diferente?

«Porque lo es —susurró una voz en la cabeza de Josie—. Todo lo demás es diferente».

—He reorganizado mi agenda para poder ir a buscarte a la salida del colegio. Y si hubiera algún problema…

—Sí, ya. Llamo a tu asistente. O lo que sea.

Alex se sentó enfrente de ella.

—Cariño, ¿qué esperabas?

Josie levantó la vista.

—Nada. Hace mucho que dejé de esperar nada. —Se levantó—. Se te están quemando los crepes —dijo, y se volvió arriba, a su habitación.

Hundió la cara en la almohada. No sabía qué demonios le pasaba. Era como si, después de aquello, hubiera dos Josies, la niña pequeña que seguía aferrándose a la esperanza de que todo fuera una pesadilla, que pudiera no haber sucedido nunca, y la persona realista que se sentía tan mal que arremetía contra quien estuviera a su alcance. El problema era que Josie no sabía cuál de las dos se impondría a la otra en un momento determinado. Y encima ahí estaba su madre, por el amor de Dios; incapaz de freír un huevo y poniéndose ahora a hacerle crepes a Josie antes de que se fuera al colegio. Cuando era más pequeña, a veces se imaginaba viviendo en un hogar en el que tu madre, el primer día de escuela, te ha preparado una mesa con un despliegue de huevos con tocino y jugo de naranja, para comenzar el día como es debido… en lugar de un elenco de cajas de cereales y una servilleta de papel. Bueno, pues ahora ya tenía lo que deseaba, ¿no? Una madre que se sentaba en el borde de su cama cuando Josie tenía ganas de llorar, una madre que había abandonado temporalmente el trabajo que era su vida para velar por ella. ¿Y cómo respondía Josie? Apartándola de un empujón. Haciendo todas las pausas entre palabra y palabra le dijo mentalmente: «Nunca te importó lo más mínimo nada de lo que pasaba en mi vida cuando no había nadie mirando, así que no creas que ahora te va a ser tan fácil».

Josie oyó de pronto el ruido del motor de un coche que se detenía en el camino de entrada. «Matt», pensó, antes de poder darse cuenta; y para entonces todos los nervios del cuerpo se le habían tensado hasta alcanzar el límite del dolor. Ahora se daba cuenta de que no había pensado en cómo iba a llegar hasta el colegio… Matt siempre la recogía de camino allá. Su madre la llevaría, claro. Pero Josie se preguntaba cómo era que no había pensado antes en todas aquellas cuestiones logísticas. ¿Porque no se atrevía? ¿Porque no quería?

Desde la ventana de su habitación vio a Drew Girard apearse de su maltratado Volvo. Para cuando bajó a abrirle la puerta, su madre había salido también de la cocina. Llevaba el detector de humos en la mano, sacado de su enclave de plástico en el techo.

A Drew le daba el sol, y se protegía los ojos haciéndose visera con la mano libre. El otro brazo lo llevaba todavía en cabestrillo.

—Debería haber llamado.

—Da igual —dijo Josie, que se sentía mareada. Se dio cuenta de que los pájaros habían regresado del lugar, cualquiera que fuera, al que se habían marchado en invierno.

Drew pasó la mirada de Josie a su madre.

—Se me ocurrió que, bueno, yo qué sé, que igual necesitaba que la llevasen.

De repente Matt estaba allí con ellos. Josie podía sentir sus dedos en la espalda.

—Gracias —dijo su madre—, pero yo la acompañaré hoy.

El monstruo se desenroscó en el interior de Josie.

—Prefiero ir con Drew —dijo, recogiendo la mochila que había dejado colgada del poste de la barandilla de la escalera—. Nos vemos a la salida.

Sin volverse siquiera a ver la expresión de su madre, Josie corrió a meterse en el coche, que refulgía como un santuario.

Dentro, esperó a que Drew le diera al contacto y saliera del camino de entrada.

—¿Tus padres también están así? —le preguntó Josie, cerrando los ojos mientras el coche ganaba velocidad, calle abajo—. ¿Sin dejarte respirar?

Drew la miró.

—Psé.

—¿Has hablado con alguien?

—¿De la policía?

Josie negó con la cabeza.

—De nosotros.

Él redujo la velocidad.

—He ido al hospital a ver a John un par de veces —dijo Drew—. No recordaba mi nombre. No recuerda palabras como «tenedor», o «cepillo» o «escalera». Yo no sabía qué hacer, me sentaba allí con él, le contaba idioteces, como quién había ganado los últimos partidos de los Bruins de Boston, cosas así… Pero mientras, no podía dejar de preguntarme si él ya sabe que no podrá volver a andar. —En un semáforo en rojo, Drew se volvió hacia ella—. ¿Por qué él y no yo?

—¿Qué?

—¿Por qué habremos sido los afortunados?

Josie no supo qué contestarle. Miró por la ventanilla, haciendo como que se sentía fascinada por un perro que tiraba de su dueño en lugar de ser al contrario.

Drew detuvo el coche en el estacionamiento del colegio Mount Lebanon. Junto al edificio estaba el patio de recreo. Después de todo, había sido una escuela de enseñanza primaria, e incluso después de reconvertirse en centro administrativo, los chicos del vecindario aún seguían yendo a jugar con las barras y los columpios. Delante de la puerta principal del colegio estaban el director del instituto y una fila de padres, llamando en voz alta a los alumnos y dándoles ánimos al entrar en el edificio.

—Tengo algo para ti —dijo Drew, que buscó detrás del asiento y sacó una gorra de béisbol que Josie reconoció. Si alguna vez había tenido alguna inscripción bordada, hacía tiempo que se había deshilachado. El borde estaba desgastado y enrollado como un zarcillo. Se la dio a Josie, que pasó el dedo con suavidad por la costura interior.

—Se la dejó en mi coche —le explicó Drew—. Se la iba a dar a sus padres, pero después se me ocurrió que a lo mejor tú la querrías.

Josie asintió con la cabeza, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

Drew apoyó la frente contra el volante. Josie tardó unos segundos en comprender que él también estaba llorando.

Le puso la mano en el hombro.

—Gracias —consiguió articular, y se encasquetó la gorra de Matt en la cabeza. Abrió la puerta del coche y sacó la mochila del asiento trasero, pero en lugar de dirigirse a la entrada principal del colegio, cruzó la verja oxidada que rodeaba el patio de recreo. Se metió en el cajón de arena y se quedó mirando las huellas de sus zapatos, preguntándose cuánto tardarían el viento o las inclemencias del tiempo en hacerlas desaparecer.

Alex se había disculpado dos veces para ausentarse de la sala del tribunal y llamar al móvil de Josie, a pesar de saber que ésta lo tenía apagado durante las horas de clase. El mensaje que había dejado era el mismo en ambas ocasiones: «Soy yo. Sólo quería saber si todo va bien».

Alex le dijo a su asistente, Eleanor, que si llamaba Josie la avisara. Llamara para lo que llamase.

Se sentía aliviada de volver al trabajo, aunque tenía que hacer grandes esfuerzos para prestar la debida atención al caso que se le presentaba. Había una demandada en el estrado que alegaba no tener ni idea del funcionamiento del sistema jurídico.

—No comprendo el proceso del tribunal —dijo la mujer, volviéndose hacia Alex—. ¿Puedo marcharme ya?

El fiscal estaba a mitad de su contrainterrogatorio.

—En primer lugar, ¿por qué no le cuenta a la jueza Cormier la razón por la que visitó el tribunal la última vez?

La mujer dudó.

—Puede que fuera por una multa por exceso de velocidad.

—¿Y por qué más?

—No me acuerdo —dijo ella.

—¿No está usted en libertad provisional? —le preguntó el fiscal.

—Ah —replicó la mujer—, eso.

—¿Por qué motivo está en libertad condicional?

—No me acuerdo. —Miró al techo, frunciendo el entrecejo, como si reflexionara arduamente—. Empieza por F. F… F… F… ¡Falta! ¡Eso es! ¡Por una falta!

El fiscal suspiró.

—¿No fue por algo relacionado con un cheque?

Alex se miró el reloj, pensando que si aquella mujer se hubiera largado ya del estrado, podría ir a ver si Josie había contestado a sus mensajes.

—¿No podría ser por falsificación? —intervino—. Empieza por F.

—Y también fraude —señaló el fiscal.

La mujer miraba a Alex de forma inexpresiva.

—No me acuerdo.

—Se suspende la sesión durante una hora —anunció Alex—. La sesión se reanudará a las once.

Tan pronto como cruzó la puerta que llevaba a su despacho, se despojó de la toga, que aquel día le parecía que la sofocaba. Eso era algo nuevo para Alex, y no acababa de entenderlo, pues con ella puesta era como se había sentido siempre cómoda. La ley consistía en un conjunto de reglas que ella era capaz de comprender, un código de conducta por el cual a determinadas acciones les correspondían determinadas consecuencias. No podía decir lo mismo de su vida personal, en la cual un colegio que se suponía un lugar seguro se había convertido en un matadero, y una hija salida de su propio seno se había convertido en alguien a quien Alex ya no comprendía.

Bueno, para ser sincera, a la que nunca había comprendido.

Frustrada, se levantó y se dirigió hacia las oficinas. Antes del comienzo de la sesión, había llamado dos veces a Eleanor para preguntarle cosas triviales, con la esperanza de que, en lugar de escuchar: «Sí, Su Señoría», su asistente bajara la guardia y le preguntara a Alex cómo estaba; o cómo estaba Josie. Que por un segundo hubiera una persona para la que dejara de ser jueza y fuera una madre más a la que habían metido el miedo en el cuerpo.

—Necesito un cigarrillo —dijo Alex—. Voy abajo.

Eleanor levantó los ojos.

—Muy bien, Su Señoría.

«Alex —pensó—. Alex, Alex, Alex».

Fuera, Alex se sentó en el bloque de cemento de cerca de la zona de carga y descarga, y encendió un cigarrillo. Aspiró profundamente, cerrando los ojos.

—Eso acabará matándola, ¿ya lo sabe?

—También la vejez —replicó Alex, y se volvió para encontrarse con Patrick Ducharme.

Éste giró el rostro hacia el sol, entornando los ojos.

—Nunca hubiera dicho que un juez tuviera vicios.

—Quizá crea también que dormimos bajo el banquillo.

Patrick sonrió de medio lado.

—Bueno, no sería muy buena idea. Allí no hay sitio ni para un colchón.

Ella le ofreció el paquete.

—Sírvase.

—Si quiere usted corromperme, hay maneras más interesantes.

Alex sintió que se le encendía el rostro. No era posible que le hubiera dicho lo que acababa de oír. ¿A una jueza?

—Si no fuma, ¿por qué sale?

—Por la fotosíntesis. Estar todo el día metido en los juzgados le cae fatal a mi feng shui.

—Las personas no tienen feng shui, sólo los lugares.

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