Al transcurrir diez minutos y ver que Nadya no salía, Alex entró en los servicios.
—¿Nadya? —Encontró a su cliente delante de los lavamanos, sollozando—. Nadya, ¿qué te pasa?
Su cliente agachó la cabeza, avergonzada.
—Es que me acaba de venir la regla, y no tengo tampones.
Alex buscó en su bolso y sacó una moneda de veinticinco centavos para la máquina dispensadora adosada a la pared. Pero mientras caía la cajita de cartón, algo se iluminó en su interior, y comprendió que, aunque aquel caso estaba cerrado, no había terminado todavía.
—Espérame en la puerta principal mientras voy a buscar el coche —le dijo.
Acompañó a Nadya hasta el Wal-Mart (la escena del crimen) y metió tres cajas extra grandes de Tampax en el carrito.
—¿Qué más necesitas?
—Ropa interior —dijo Nadya en un susurro—. Eran las últimas que me quedaban.
Alex iba y venía por los pasillos del súper, agarrando camisetas, medias, bragas y pijamas para Nadya; pantalones, sacos, gorros y guantes para sus hijos; cajas de galletitas saladas, Goldfish y Saltines, y latas de sopa, pasta y Devil Dogs. Desesperada, hizo lo que tenía que hacer en aquel momento, aunque fuera exactamente lo que el departamento de abogados de oficio aconsejaba a sus letrados que no hicieran; sin embargo, era consciente, y así se lo decía la razón, de que jamás volvería a hacer algo así por un cliente. Gastó ochocientos dólares en el mismo establecimiento que había presentado cargos contra Nadya, porque era más fácil arreglar lo que estaba mal que hacerse a la idea de que su hija venía a un mundo para el que a veces ni la propia Alex tenía estómago.
La catarsis finalizó en el momento en que Alex le entregó a la cajera su tarjeta de crédito y oyó en su cabeza la voz de Logan Rourke. «Buenaza —la habría llamado con escarnio—, siempre con el corazón en la mano».
Bueno, él podía hablar con conocimiento de causa.
Por eso le había sido tan fácil rompérselo en pedazos.
«Bueno —pensó Alex con calma—. Así debe de ser morirse».
Se sintió recorrida por otra contracción. Una bala perforando el metal.
Dos semanas atrás, con motivo de la visita de la trigésimo séptima semana, Alex y Lacy habían hablado acerca de las posibilidades de aliviar el dolor en el parto.
—¿Qué piensas sobre el tema? —le había preguntado Lacy, y Alex había bromeado:
—Pienso que deberían importarlas de Canadá.
Le había dicho a Lacy que no pensaba recurrir a ningún tipo de anestesia, que era partidaria del parto natural, que seguramente tampoco debía de doler tanto.
Pues dolía.
Se acordó de todas aquellas clases a las que Lacy la había obligado a asistir, y en las que la propia Lacy había actuado como su pareja, ya que todas las demás mujeres contaban con un esposo o compañero para ayudarlas. Les habían enseñado fotos de parturientas con la cara roja y los dientes apretados, emitiendo alaridos prehistóricos. Alex se había reído de todo aquello. «Nos enseñan los peores casos posibles —se había dicho—. Cada persona tiene una tolerancia diferente frente al dolor».
La siguiente contracción hizo que la columna vertebral se le doblara como la de una cobra, se abrazara a su propio vientre y apretara los dientes. Se le doblaron las piernas y se dio un fuerte golpe en las rodillas contra el suelo.
En las clases les habían dicho que las contracciones anteriores al parto podían durar hasta doce horas y más.
Si a ella le pasaba eso y para entonces no se había muerto, se pegaría un tiro.
Cuando Lacy era partera en prácticas, se había pasado meses yendo de un lado para otro con una pequeña regla en la mano, tomando constantes mediciones. Ahora, después de años de experiencia en la profesión, era capaz de mirar una taza de café y calcular a simple vista que tenía nueve centímetros de diámetro; que el de la naranja que había junto al teléfono del despacho de las enfermeras medía ocho. Sacó los dedos de entre las piernas de Alex y se quitó el guante de látex con un chasquido.
—Estás en dos centímetros —dijo, y Alex rompió a llorar.
—¿Sólo dos? No podré hacerlo —jadeó, retorciendo la columna vertebral como si quisiera huir de aquel dolor. Había tratado de ocultar su malestar detrás de la máscara de competencia que siempre llevaba puesta, pero sólo para darse cuenta de que, con las prisas, debía de habérsela dejado en alguna parte.
—Sé que es frustrante —dijo Lacy—, pero te diré una cosa, que es lo que cuenta: lo estás haciendo muy bien. Y nosotras sabemos que cuando una mujer lo hace bien en el momento en que va por dos centímetros, también lo hará bien cuando esté en ocho. Vamos a ir contracción por contracción.
Lacy sabía que el parto no es fácil para nadie, pero que es especialmente difícil para las mujeres que tienen expectativas, listas y planes, porque nunca sale como lo tenías pensado. Si quieres parir bien, tienes que dejar que el cuerpo tome el mando en sustitución de la mente. En el parto toda tu persona es vulnerable, incluso las partes que tenías más olvidadas. Para alguien como Alex, acostumbrada a tenerlo todo bajo control, eso podía resultar terrible. El éxito de aquella empresa dependía de que supiera renunciar a su frialdad, aun a riesgo de convertirse en alguien que no quería ser.
Lacy ayudó a Alex a levantarse y la condujo hasta la sala de hidromasaje. Bajó la intensidad de las luces, puso música instrumental y desató la bata de Alex. Ésta había superado los límites del pudor; Lacy supuso que, en aquellos momentos, se habría desnudado delante de la población entera de una prisión masculina, si con ello hubiera podido hacer que se detuvieran las contracciones.
—Adentro —le dijo Lacy, dejando que Alex se apoyara en ella mientras se metía en la bañera de hidromasaje. Se produjo una respuesta pavloviana al agua caliente; a veces bastaba con meterse en la bañera para que los latidos se desacelerasen.
—Lacy —jadeó Alex—, tienes que prometerme…
—¿Qué?
—Que no se lo contarás a ella. Al bebé…
Lacy cogió la mano de Alex.
—¿Contarle qué?
Alex cerró los ojos y apoyó con fuerza la mejilla contra el borde de la bañera.
—Que en un primer momento no la quise.
Antes de que pudiera siquiera contestar, Lacy vio cómo la tensión atenazaba a Alex.
—Suelta la respiración —le dijo—. Expulsa el dolor junto con la respiración, como si pudieras arrojarlo lejos. Apóyate sobre las manos y las rodillas. Enciérrate en ti misma, como los granos de un reloj de arena. Estás en la playa. Tumbada en la arena, sintiendo el calor del sol.
»Miéntete a ti misma hasta que sea verdad.
Cuando el dolor es profundo, te vuelves hacia tu interior. Era algo que Lacy había comprobado cientos de veces. Actúan las endorfinas, la morfina natural del organismo, y te llevan a un lejano lugar donde el dolor no pueda encontrarte. En una ocasión, una paciente que había sufrido violación, experimentó una disociación tan extrema, que Lacy llegó a temer no poder alcanzarla y traerla de vuelta a tiempo para que empujara. Lacy había acabado cantándole una nana, en español.
En las últimas tres horas, Alex había recuperado la serenidad, gracias sobre todo al anestesiólogo, que le había aplicado anestesia epidural. Había dormido un rato; había jugado a las cartas con Lacy. Pero ahora el bebé se había encajado, y ella estaba empezando a empujar.
—¿Por qué me duele otra vez? —preguntó con una voz que subía de registro por momentos.
—Es cómo actúa la epidural. Si se aumentara la dosis, no podrías empujar.
—Yo no puedo tener un bebé —soltó de pronto Alex—. No estoy preparada.
—Bueno, bueno —dijo Lacy—. Ya hablaremos de eso.
—¿En qué estaría yo pensando? Logan tenía razón, no sé en qué me estoy metiendo. Yo no soy una madre, soy abogada. No tengo pareja, no tengo perro… Ni siquiera he conseguido criar nunca una planta de interior que no se me haya muerto. No sabré poner un pañal…
—Los dibujitos de colores van en la parte de delante —dijo Lacy.
Cogió la mano de Alex y se la llevó entre las piernas, donde asomaba la coronilla del bebé.
Alex apartó la mano de un tirón.
—¿Es eso… ?
—Pues sí.
—¿Está saliendo?
—Tanto si estás preparada como si no.
Comenzó otra contracción.
—Oh, Alex, ya se le ven las cejas… —Lacy ayudó a sacar al bebé fuera del canal de parto manteniéndole la cabeza flexionada—. Sé muy bien cómo quema… Mira, la barbilla… qué guapa…
Lacy secó la cara del bebé, succionó el interior de la boca, le pasó el cordón umbilical por encima del cuello, y miró a su amiga.
—Alex —dijo—, hagámoslo juntas.
Lacy guió las temblorosas manos de Alex hasta colocarlas sobre la cabeza de la niña.
—Quédate así, yo mientras voy a sacar los hombros…
Cuando el bebé se deslizó por completo en las manos de Alex, Lacy lo soltó. Entre sollozos, pero aliviada, Alex se llevó el pequeño y retorcido cuerpo contra el pecho. Como siempre, Lacy se quedó sobrecogida por lo real que es un recién nacido, hasta qué punto existe. Frotó la región lumbar del bebé y contempló cómo los turbios ojos azules de la recién nacida se fijaban por vez primera en su madre.
—Alex —dijo Lacy—, es toda tuya.
Nadie está dispuesto a admitirlo, pero las cosas malas seguirán sucediendo siempre. Quizá sea porque todo es una cadena, y hace mucho tiempo alguien hizo la primera cosa mala, que llevó a otro a hacer otra cosa mala, y así sucesivamente. Como en ese juego en el que le dices algo al oído de alguien, y esa persona se lo dice a su vez al oído de otra, y al final la frase es un completo disparate.
Aunque, pensándolo bien, tal vez las cosas malas suceden porque es la única forma de que sigamos recordando cómo deberían ser las buenas.
Nina, la mejor amiga de Patrick, le había preguntado una vez en un bar qué era lo peor que había visto en su vida. Él le había contestado con sinceridad que, cuando estaba en Maine, un tipo se había suicidado atándose con alambre a las vías del tren. El tren lo había partido literalmente en dos. Había sangre y fragmentos corporales por todas partes. Hubo agentes veteranos que, al llegar a la escena del crimen, habían vomitado entre los matorrales. En cuanto a él, había tenido que alejarse unos metros hasta recuperar la serenidad, pero de golpe se había topado con la cabeza seccionada del hombre en el suelo, con la boca aún abierta en un grito silencioso.
Pero eso había dejado de ser lo peor que había visto Patrick en su vida.
Todavía había alumnos saliendo del Instituto Sterling cuando los equipos de emergencia empezaron a ocupar el edificio para hacerse cargo de los heridos. Había decenas de chicos y chicas con pequeños cortes y magulladuras, provocados por la salida en masa, y otros que respiraban entrecortada y aceleradamente o tenían síntomas de histeria; muchos otros sufrían de shock. Pero la prioridad de Patrick era que atendieran a los heridos de bala, que yacían dispersos por el suelo, desde el comedor comunitario hasta el gimnasio. Un rastro sangriento que constituía la crónica de los movimientos del agresor.
Las alarmas seguían sonando, y los aspersores automáticos antiincendios habían formado una corriente de agua en los pasillos. Bajo aquella lluvia artificial, dos socorristas estaban agachados junto a una chica que había recibido un balazo en el hombro derecho.
—Trasladémosla —dijo el médico.
Patrick la conocía, y, al darse cuenta, sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo. Trabajaba en la tienda de alquiler de vídeos del centro de la ciudad. El pasado fin de semana, cuando había ido a alquilar
Harry el sucio
, ella le había dicho que tenía un saldo negativo de 3,40 dólares. La veía todos los viernes por la noche, cuando iba a alquilar un DVD, pero nunca le había preguntado su nombre. ¿Por qué demonios no se lo habría preguntado?
Mientras la chica gemía, el médico tomó un rotulador y le escribió el número nueve en la frente.
—No tenemos la identificación de todos los heridos —le dijo a Patrick—, así que hemos empezado a numerarlos.
Mientras colocaban a la alumna sobre una camilla, Patrick alcanzó una manta de plástico amarilla para casos de emergencia, de las que todo agente lleva en el maletero del coche patrulla. La rompió en varios pedazos, miró el número escrito en la frente de la chica y lo anotó en uno de los pedazos.
—Dejen esto donde la encontraron —ordenó—. Así podremos saber más tarde de qué herido se trataba y dónde fue encontrado.
Un socorrista asomó la cabeza por una esquina.
—En Hitchcock dicen que tienen todas las camas ocupadas. Tenemos una fila de chicos y chicas esperando en el jardín, delante del edificio, pero la ambulancia no tiene adónde llevarlos.
—¿Y en APD?
—También están llenos.
—Pues entonces llamen a Concord y díganles que les enviamos autobuses enteros —les ordenó Patrick. Con el rabillo del ojo vio a un socorrista al que conocía, un veterano al que le faltaban tres meses para retirarse. Acababa de apartarse de uno de los cuerpos y se acuclilló hundiendo la cara entre los brazos, llorando. Patrick agarró por la manga a un agente al pasar.
—Jarvis, necesito tu ayuda…
—Pero si me acaba de asignar al gimnasio, capitán.
Patrick había repartido a los oficiales responsables y a la unidad de crímenes de la policía del Estado de forma que cada una de las partes del instituto tuviera su propio equipo asignado. Le entregó a Jarvis el resto de pedazos de la manta de plástico y un rotulador negro.
—Olvídate del gimnasio. Quiero que recorras todo el edificio en compañía de los equipos sanitarios. Cada vez que numeren a alguien, tienes que dejar un trozo de plástico con el mismo número, en el lugar donde lo han encontrado.
—Tengo a una herida en el baño de mujeres —gritó una voz.
—Vamos —dijo un socorrista, agarrando un botiquín de primeros auxilios y corriendo hacia el lugar.
«Asegúrate de que no te olvidas nada —se dijo Patrick—. Has de acertar a la primera». Se sentía la cabeza como si la tuviera de cristal, demasiado pesada y con las paredes demasiado delgadas para manejar tanta carga de información. No podía estar en todas partes a la vez; no podía hablar lo bastante rápido y pensar lo bastante de prisa para enviar a todos sus hombres donde se les requería. No tenía la menor idea de cómo manejar una pesadilla de aquel calibre, pero tenía que fingir que sabía hacerlo, porque todos los demás lo miraban confiando en que él se encargara de todo.