—¿Y quiénes son los «otros»?
—Eso te lo puedes figurar tú misma. Todos los que han tenido relación con ella. Son, más o menos, unas cuatro o cinco mil personas. Algunas podemos descartarlas, pero no pienso decirte a cuáles.
—Tiene que haber muchísimas personas con tarjeta de acceso —Annika intentó tirarle de la lengua.
—¿En quiénes piensas?
—Los miembros del comité organizador, los directivos del COI, los porteros del estadio, la gente de las subcontratas que trabajan en las instalaciones, electricistas, albañiles, fundidores, estudios de arquitectos, gente de las agencias de publicidad, compañías de vigilancia y programas deportivos de la televisión.
Él esperó en silencio en el auricular.
—¿Estoy equivocada? —preguntó ella.
—No, en realidad no. Todos los grupos que has nombrado tienen, han tenido o tendrán tarjetas de acceso, es cierto.
—¿Pero?
—No puedes entrar a medianoche con una tarjeta de acceso —informó.
Annika se devanó los sesos.
—¡Los códigos de las alarmas! ¡Hay poca gente que los conozca!
—Sí, pero de momento debes mantener la boca callada.
—Okey.¿Cuánto tiempo? ¿Quiénes tienen acceso a los códigos de las alarmas?
Ahora el hombre rió.
—Eres incorregible —dijo—. Eso es lo que estamos investigando.
—¿Pero el estadio no podía estar con las alarmas desconectadas?
—¿Y sin cerrar? ¡Venga Bengtzon!
Dos nuevas voces se oyeron al fondo; el hombre del otro lado de la línea telefónica cubrió el auricular y respondió algo. Luego retiró la mano y dijo:
—Tengo que dejarte.
—¡Una cosa más! —exclamó Annika.
—¡Que sea muy rápido!
—¿Qué hacía Christina Furhage a medianoche en el estadio olímpico?
—Esa, querida, es una estupenda pregunta. Hasta luego.
Colgaron y Annika intentó telefonear a su casa. Nadie respondió. Llamó a Anne Snapphane, pero respondió el fax. Llamó al móvil de Berit hasta que saltó el contestador. Sin embargo Patrik, el pirado del móvil, contestó; siempre lo hacía. Era su pequeña particularidad. Una vez que Annika llamó a su móvil, él contestó desde la ducha.
—Estoy en las oficinas del comité organizador —voceó en el auricular, otra particularidad. A pesar de su afecto por el pequeño teléfono no confiaba del todo en él y siempre creía que tenía que chillar para que la voz llegara a su destino.
—¿Qué hace Berit? —preguntó Annika y notó que ella también alzaba la voz.
—Está aquí conmigo, reconstruyendo la última noche de Furhage —gritó Patrik—. Yo hago «las oficinas del comité organizador de los Juegos Olímpicos, conmocionadas».
—¿Dónde estás? —consultó Annika y se obligó a bajar la voz.
—En un pasillo, aquí mismo. La gente está muy triste —bramó.
Annika casi enrojeció al imaginar a los empleados de los Juegos oyendo al reportero chillón de la prensa de la tarde tras las puertas entreabiertas de sus despachos.
—Okey—dijo Annika—. Tendremos que hacer algo juntos sobre la persecución policial del Dinamitero. ¿Cuándo llegarás?
—Dentro de una hora —aulló.
—Bien, hasta luego —contestó Annika y colgó. No pudo evitar sonreír.
Evert Danielsson cerró la puerta para no tener que oír al vociferante periodista que gritaba por su teléfono móvil en el pasillo. La junta directiva se reuniría al cabo de una hora. Era la activa y eficaz junta de expertos que Christina llamaba «su orquesta». La junta tenía atributos ejecutivos, a diferencia del Adorno, que se dedicaba a posar. Oficialmente todas las decisiones importantes debía tomarlas el Adorno, o la junta mundial como también se le llamaba, pero eso era sólo una formalidad. La manada del Adorno se podía comparar a los diputados del Congreso, mientras que la junta directiva era el comité ejecutivo del único partido existente.
El jefe del comité estaba nervioso. Tenía claro que había cometido una serie de errores desde que tuvo lugar la explosión. Tenía que haber convocado a la junta directiva el día anterior, por ejemplo. Ahora, sin embargo, había sido el presidente de la junta quien lo había hecho, un día demasiado tarde, y ése fue un fallo garrafal. En lugar de convocar a la junta directiva había aparecido e informado a los medios de una serie de asuntos sobre los que en realidad no tenía autorización. Por una parte la desafortunada charla sobre el terrorismo, por otra los detalles sobre la reconstrucción de la gradería. Sabía muy bien que esa cuestión debía ser tratada primero en la junta directiva. Pero en la corta reunión de estrategia de la mañana anterior, que ahora cada vez parecía más alarmista, el grupo de dirección informal había decidido tomar la iniciativa en el debate y no fingir, dudar u ocultar nada. Había que mostrar que la organización se empleaba a fondo para contraatacar. Mientras esperaban a que Christina apareciera se había decidido mandarle a él, el jefe del comité organizador, en lugar del equipo de prensa para que las palabras tuvieran más peso.
Pero el poder del grupo de dirección informal era prácticamente inexistente. Era la junta directiva quien tomaba las decisiones finales. Estaba formada por los verdaderos pesos pesados: el representante del Estado, en la persona del ministro de Economía, el alcalde de Estocolmo, los subdirectores de las diferentes secciones, un experto del COI, dos representantes de los patrocinadores y un jurista internacional. El presidente de la junta directiva era otro hombre de Estado, el gobernador de la provincia de Estocolmo, Hans Bjällra. Aun cuando el grupo de dirección era rápido y efectivo, su peso era ínfimo en comparación con el de la junta directiva. El grupo estaba compuesto por un núcleo de personas que trabajaban juntas en el proyecto día a día: el director de finanzas, él mismo y Christina, Helena Starke y el jefe de prensa, un par de subdirectores y también Doris, del departamento de presupuesto. El pequeño grupo había conseguido realizar las cosas rápida y ágilmente. Más tarde Christina se encargaba de que la junta aprobara las resoluciones. Podía tratarse de dinero o presupuestos para diferentes campañas medioambientales, infraestructuras, construcción del estadio, cuestiones jurídicas y campañas de distinto tipo.
La diferencia estribaba en que ya no había una Christina Furhage que barriera tras ellos. Danielsson sabía que no sobreviviría.
El jefe del comité dejó que sus codos descansaran sobre la mesa y apoyó la cabeza en las manos. No pudo evitar que un sollozo recorriera todo su cuerpo. ¡Diablos, diablos! ¡Con lo que había trabajado estos años! Realmente no se merecía esto. Las lágrimas comenzaron a caer entre sus dedos sobre los documentos que había en la mesa, y formaron pequeñas burbujas transparentes que convertían las letras en diagramas. No le importó.
Annika encendió el ordenador y se sentó a escribir. Comenzó con el informe acerca de la conversación con su fuente policial. Las cosas que sabía a través de sus canales oficiosos, sus «confidetes», los mantenía totalmente en secreto. Nunca grababa esas conversaciones; existía el riesgo de que la cinta se olvidase en la grabadora y alguien la oyese. En cambio anotaba, escribía notas sobre la marcha y guardaba los textos en un disquete. A su vez, los disquetes los guardaba en uno de los cajones con llave del escritorio y tiraba los apuntes. Tampoco relataba nunca los datos en las discusiones o reuniones de redacción. El único que, si era necesario, oía las partes secretas de sus conversaciones era el responsable de la publicación, es decir, el director Anders Schyman.
No se hacía ilusiones sobre por qué le daban datos a ella: no era por ser mejor o más interesante que otros periodistas. En cambio era de fiar, y eso, unido a su influencia en las reuniones de redacción del
Kvällspressen
, hacía que ella supiese cosas que la policía no quería divulgar. Había muchas razones por las que se pasaban datos, pero la policía, como muchas organizaciones, sólo quería dar a los medios su propia versión de los hechos. Especialmente en el tipo de sucesos en los que trabajaba la policía, la televisión y los periódicos tenían tendencia a agrandarlos y equivocarse. Al hacer de filtro, por lo menos la policía tenía la oportunidad de evitar las peores meteduras de pata.
Algunos periodistas consideraban poco ético no escribir todo lo que sabían. Uno era siempre periodista, sobre todo periodista y nada más que periodista. Eso significaba que debían escribir las declaraciones de los vecinos, de los amigos de los niños, de la suegra o de Papá Noel si es que alguien sabía algo. Una conversación con un policía o un políticooff the recordera impensable. Para Annika esa actitud era completamente reprobable. Se consideraba por encima de todo una persona, después madre, esposa y por último empleada del
Kvällspressen
. No creía en absoluto en el periodista como enviado de Dios o de cualquier otra fuerza superior. Su propia experiencia también le decía que los periodistas que vivían de acuerdo con los más altos y nobles principios eran generalmente los más cabrones. Por lo tanto, los demás podían especular con sus fuentes y reírse de su forma de trabajar; no le importaba, confiaba en que su trabajo fuera realmente importante.
Después de guardar con llave el disquete, escribió un corto artículo sobre la visita a Bertil Milander. Se ciñó lo más posible a la realidad, recalcó con dignidad que el hombre había invitado al periódico por iniciativa propia y dejó que expusiera su opinión positiva sobre su esposa. A la hija ni la nombró. Dejó el texto en el depósito de artículos de la redacción, llamado
la lata
.
Después se levantó, inquieta, y estiró las piernas dentro de su jaula de cristal. Su despacho estaba entre dos mares, la redacción de noticias y la de deportes, con paredes de cristal entre ambos. No entraba la luz del día, sólo de forma indirecta desde ambos mares. Para contrarrestar la sensación de acuario alguno de sus antecesores había encargado visillos azules de un material opaco que impedía la visión del exterior. Hacía por lo menos cinco años que nadie se había preocupado por esas telas y por supuesto nadie las había lavado jamás. Quizá fueran nuevas y modernas en su tiempo, pero ahora sólo eran tristes y deprimentes. Annika deseó que alguien se ocupara de ellas, hiciera algo con ellas, aunque tenía una cosa muy clara: esa persona no sería ella.
Fue a buscar a Eva-Britt Qvist, que trabajaba en el despacho contiguo al suyo. La secretaria de redacción se había marchado a casa sin decir nada. El material de documentación estaba apilado en montones sobre el escritorio, con notitas Post-it sobre cada uno. Annika se sentó y comenzó a ojearlo por encima. ¡Dios mío, cuánto se había escrito sobre esta mujer! Cogió la página impresa con el título «Resumen» y la comenzó a leer. Era un largo artículo dominical de uno de los periódicos de la mañana, un cálido e inteligente artículo que mostraba el aroma de la persona llamada Christina Furhage. Las preguntas eran directas y concretas, las respuestas de Furhage eran sagaces y rápidas. Sin embargo toda la entrevista giraba alrededor de temas relativamente impersonales, la economía de los Juegos Olímpicos, teorías de organización, feminismo y carrera, el significado del deporte en el espíritu humano. Annika analizó el texto y, para sorpresa suya, pudo constatar que Christina Furhage conseguía no hablar de cualquier cosa que fuera personal.
Lo cierto era que todo esto había salido en un periódico de la mañana. La prensa de la mañana no se preocupaba de los temas privados, sino sólo de los públicos, en otras palabras: solamente trataba de cosas masculinas, políticamente correctas y limpias y evitaba todo lo que fuese delicado, interesante y femenino. Dejó la hoja y revolvió el montón buscando una entrevista en los suplementos de la prensa de la tarde. Claro, ¡ahí estaba!, un pequeño recuadro con sus datos: nombre: Ingrid Christina Furhage; familia: esposo e hija; vive: casa en Tyresö; sueldo: alto; fuma: no; bebe: sí, agua, vino y café; mejor cualidad: que opinen otros; peores defectos: que opinen otros… Annika siguió hojeando, las respuestas del pequeño recuadro eran las mismas durante los últimos cuatro años, es decir después de conseguir la protección en el padrón. No figuraban los nombres del marido o la hija, y la vivienda que se mencionaba era la casa de Tyresö. Encontró un artículo de hacía seis años en el suplemento dominical: en él la familia estaba formada por Bertil y Lena. Bueno, ése era el nombre de la hija, seguramente Milander sería el apellido.
Dejó el montón del resumen de artículos y se concentró en el más pequeño, denominado «Conflictos». Al parecer no había tenido muchos. El primer artículo trataba de una pelea con un promotor que había dimitido. No tenía nada que ver con Christina Furhage; sólo la citaba al final, que era por lo que el ordenador lo había seleccionado. El siguiente texto versaba sobre una manifestación contra los efectos medioambientales del estadio olímpico. Annika se enfadó. ¡Esto no tenía nada que ver con los conflictos de Christina Furhage! Eva-Britt había hecho un trabajo horrible. Tendría que ordenarlo. ¡Para algo tenía una documentalista en la redacción de sucesos! Eva-Britt debía seleccionar el material de fondo y así ahorrar tiempo a los reporteros saturados de trabajo. Annika cogió todo el montón de «Conflictos» y lo hojeó: manifestaciones, protestas, un artículo de debate y… Annika se detuvo. ¿Qué era esto? Apartó el resto del montón y pescó un pequeño texto al final. «La jefa de los Juegos despide a una secretaria tras una pelea amorosa», decía el titular. Annika no necesitó ver quién lo había publicado. Era, evidentemente, el
Kvällspressen
. Estaba fechado hacía siete años. Una joven había tenido que dejar de trabajar en el recientemente constituido comité olímpico por tener una relación con un jefe superior. «Esto me parece un insulto y un retroceso», había dicho la mujer al reportero del
Kvällspressen
. La jefa de los Juegos, Christina Furhage, había declarado que nadie había despedido a la mujer sino que su contrato laboral había terminado. No tenía nada que ver con su relación amorosa.End of story.No constaba quiénes eran la mujer y el jefe. Nadie más había publicado la noticia y no era de extrañar. La historia era muy floja, y se trataba del único conflicto en torno a Christina Furhage tratado por los medios. «Tuvo que ser una maravillosa jefa y organizadora», supuso Annika. Pensó durante un momento en la tonelada de escritos sobre conflictos en su propio lugar de trabajo a lo largo de los años, y eso que éste no era un mal lugar.