Dinero fácil (27 page)

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Authors: Jens Lapidus

Se sentó en el sofá. Encendió el televisor.

Fue cambiando de canal. Vio unos minutos de un programa de naturaleza sobre cocodrilos. Se cansó. Siguió zapeando. Mierda en todos los sitios.

Jugueteó con su revólver. Mrado usaba munición Starfire. La punta de la bala, hueca. Efectiva al impactar: explosión. Arrancaba la suficiente carne como para matar con un disparo.

Puso el revólver en la mesa. Pensó.

El mayor fiasco del mundo, lo del tal Jorge. Se sentía irritado consigo mismo por no haber conseguido encontrar al latino, con Radovan por su estilo arrogante y con Jorge por mantenerse oculto.

Repasó su cuaderno. Preguntas y posibles respuestas. En el medio, una columna para las preguntas sin respuesta. Dos palabras subrayadas:
lugar ahora,
en un círculo. Las pistas se habían acabado. Pero solían delatarse antes o después. Se les acababa la pasta. Querían quedar con tías. Vivir la
dolce vita.
Era difícil vivir a la fuga. Aunque Jorge se mantenía oculto. Sin embargo, Mrado estaba seguro, el panchito estaba aún en el país/ciudad. No podía haberse terminado todo.

Pero ¿dónde iba a seguir buscando?

Mrado se inclinó hacia atrás.

Su móvil vibró.

Era un SMS: «Anoche vi a Jorge. Ahora está en casa de Vadim».

Bingo.

Subidón de adrenalina.

Mrado llamó a ese número. Un chaval, Ashur, contestó. Mrado recordaba el nombre. Uno de los tíos a los que él y Ratko habían enseñado fotos de Jorge en sus expediciones a Sollentuna. Escuchó la historia, contada en un sueco lamentable.

Ashur, Jorge y otra buena pieza, Vadim, habían salido de fiesta la noche anterior. Habían ido al Mingel Room Bar de Sollentuna y habían cogido una cogorza. A Jorge casi le había cogido la policía. El latino había pedido a Vadim que le dejara dormir en su casa. La teoría de Ashur: aún estaban ahí, sólo eran las doce de la mañana.

Mrado le dio las gracias. Prometió pasarse y darle la recompensa prometida más tarde.

Se puso la chaqueta de piel. Se metió una porra de goma en el bolsillo interior. Metió el revólver en la funda. Bajó al coche.

Condujo por la ya conocida carretera hacia Sollentuna. Ya iba a resolverse el asunto, coño.

¿Qué era lo más inteligente? ¿Ir directamente al piso como con Sergio y ponerse manos a la obra? Corría el riesgo de que Vadim, Jorge y quizá otras personas del piso fueran más difíciles de reducir que la chica gritona de Sergio. Riesgo número dos: si los vecinos oían algo y la pasma aparecía, Jorge volvería a la cárcel. Con lo que sabía, el latino podría hacer caer grandes partes del imperio yugoslavo. Conclusión: Mrado quería abordar al latino cuando estuviera solo.

Mientras tanto, llamó a Ratko, Bobban y otros contactos. Les preguntó si conocían a Vadim. Quién era el tío. Si era peligroso. Les encargó el trabajo de llamar y averiguar más: si el tío trabajaba, ¿dónde era? ¿Con quién se relacionaba? ¿Llevaba armas?

Mrado estudió el portal. Entraba y salía gente. Se fijó: una cantidad inesperada de gente en movimiento para ser mediodía. Inmigrantes, yonquis, maltratadores, criminales en general apiñados en un tugurio parecido a aquel en que se había criado él.

Mrado estaba en medio de una conversación con Bobban cuando salió una persona que se parecía a Jorge.

Había visto al latino cuatro o cinco veces antes. La última: un juicio en el que él había testificado para que le cayeran a Jorge seis años. Radovan y Mrado le habían entregado a los lobos; había que asumir algunas pérdidas. Entonces: el latino, un chico joven, bravucón, con ropa moderna y ostentosa. Cadena de oro y crucifijo. Gel en el pelo. Cuidada barba de dos días. Movimientos rápidos y forma de hablar rápida y airada. Ahora: la persona en el exterior del coche, un pedazo de negro. Pelo rizado, piel marrón oscura. Caminaba como un rastafari, despacio, con ritmo. Ropa gruesa, cazadora acolchada sucia. Sin embargo había algo en el aspecto descuidado de esa persona que indicaba otra cosa: estaba en forma.

Tenía que ser el latino.

Mrado se hundió más tras el volante. Vio que Jorge miraba a su alrededor. Luego se dirigió a la estación de cercanías. Demasiada gente cerca para hacer nada.

Mrado esperó hasta que Jorge dobló la esquina hacia la entrada de la estación. Salió del coche. Se puso un par de gafas de sol. Le dio a la bufanda una vuelta extra alrededor de la barbilla. Rezó al gran dios de los coches: haz que mi coche se quede sin que lo rayen, lo toquen, lo roben en la calle más peligrosa de Sollentuna.

Se dirigió a la esquina que Jorge había doblado.

Jorge no giró escaleras arriba, hacia el tren. Por el contrario, siguió recto. Hacia Sollentuna Centrum. Mrado se mantuvo a distancia. Al mismo tiempo, no quería perder de vista a Jorge.

En el interior de Sollentuna Centrum. Mrado esperó unos segundos en el exterior de las puertas correderas automáticas antes de seguirle. Justo cuando atravesó las puertas vio que Jorge entraba en ICA. Mrado entró en la tienda Expert de enfrente. Menudo detective estaba hecho, todo un Martin Beck
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. Llamó a Ratko. Le preguntó en serbio:

—Ratko, ¿dónde estás? Es importante.

En conversaciones anteriores, Ratko se había quejado por el tratamiento exagerado que había recibido Sergio. Ahora se dio cuenta de que algo estaba en marcha.

—Estoy en casa. Estoy viendo la carrera de STCC. ¿Le has encontrado?

—Sí. Ha dormido en casa de un tío de Sollentuna. Se está marchando de ahí ahora mismo. Prepárate. Vete al coche.

—Con lo a gusto que estaba. ¿Adónde voy?

—Aún no lo sé. Tú estáte preparado.

—Ya he salido por la puerta.

—Mola. Te llamo. Adiós.

Jorge salió de la tienda. Dos bolsas en cada mano. Parecían estar llenas de comida. Seguro que el latino iba a su escondite.

Le siguió hasta el tren. Regla básica: cuando sigues a alguien, nada de movimientos rápidos. Un tío como Jorge estaba totalmente alerta; reaccionaría inmediatamente.

Jorge salió al andén. Mrado se quedó en la sala de espera. Esperaba que la luz del exterior hiciera que las puertas de cristal parecieran espejos. Jorge parecía atento.

Llegó el tren en dirección a la ciudad. Jorge subió. Mrado subió en otro vagón.

Volvió a llamar a Ratko. Le pidió que fuera hacia la ciudad.

En cada estación, Mrado miraba por las puertas. Jorge no se bajó.

El tren aminoró la marcha. Entraba lentamente en la estación de Centralen.

Paró. Mrado miró afuera. Vio que Jorge se bajaba.

Mrado esperó junto al tren hasta que Jorge bajó las escaleras hacia la estación de metro T-Centralen. Le siguió. Jorge, más adelante entre la gente. Mrado se concentró, no podía perderle ahora.

Atravesaron el pasillo hacia T-Centralen.

Un grupo de indios tocaban la flauta y un tambor, junto a una columna había una mujer con una gabardina que estaba repartiendo
La Atalaya.

Jorge: abajo en el andén del metro. Mrado le seguía. Distancia apropiada.

Jorge: entró en el metro con dirección a Mörby Centrum. Mrado: en otro vagón en el mismo tren.

El vagón medio vacío. Dos macarras con gorras y cortavientos, potenciales futuros fichajes, sentados con los pies en los asientos. Un chico de Stureplan que no pegaba: rubio, abrigo tres cuartos, vaqueros estrechos, pelo engominado hacia atrás. Escuchaba su reproductor de mp3.

Jorge: se bajó en KTH. Mrado: lo mismo.

Jorge se puso junto a los horarios de los autobuses, pasados los tornos. Miró los horarios. Entró en la tienda de prensa. Compró algo. Las bolsas parecían pesadas. Fue hasta la parada del autobús. Mrado fue detrás. El chico de Stureplan del metro también estaba ahí, se paró en la misma parada de autobús que Jorge. Probablemente sólo una coincidencia.

Mrado miró el número del autobús: 620. Aparentemente Jorge esperaba el autobús para ir hacia la zona de Norrtälje.

Mrado llamó a Ratko. Le informó:

—Ve hacia KTH.

Llegó el 620. Ratko no había aparecido. Mrado se alejó en dirección al quiosco de venta de salchichas en mitad de Valhallavägen. Junto a él: una fila de taxis.

Jorge: subió al autobús. Éste se puso en marcha.

Mrado dijo al taxista:

—Siga al autobús 620.

Lo siguieron durante treinta minutos. Mrado se preocupó. Jorge era listo. Estaba en guardia. Podría empezar a preguntarse por qué el mismo taxi iba todo el tiempo entre dos y cinco coches detrás del autobús.

Mrado mantenía el contacto con Ratko.

Se pasó a su coche en Åkersberga.

Le siguieron a distancia. No tenía nada de raro. Muchos coches que iban variando marchaban en caravana tras el autobús. Este no se detuvo en muchas paradas.

Aparentemente, el latino seguía ahí.

Al final: parada de Dyvik. El autobús paró. Jorge se bajó.

También el chico de Stureplan. Raro, pero ahora no había tiempo para pensar en ello.

Mrado gritó:

—¡Gira, coño!

Ratko giró en la misma dirección en que iba Jorge. Mrado se agazapó en el asiento del copiloto. Pasaron a tres metros de Jorge. Conducían todo lo lento que se atrevían. Como si no conocieran el sitio. Por el retrovisor le vieron continuar andando. Funcionó unos minutos. Luego resultó sospechoso. Tenían que seguir adelante. Perdieron a Jorge de vista tras ellos.

Pararon el coche. Salieron. Mrado se metió entre los árboles, en el bosque. No se le veía desde la carretera. Ratko empezó a caminar en sentido contrario. Hacia Jorge.

Tras dos minutos llamó Ratko:

—Está en la carretera a cien metros de mí. Todavía sigue en dirección hacia ti. ¿Qué hago si me reconoce, se asusta y empieza a correr?

—Sigue hacia él. Pasa de largo como si nada. Cuando estés seguro de que ya no puede verte, da la vuelta. Empieza a seguirle. Yo me encargo de él aquí.

Mrado esperó. No había casas en las proximidades. No había personas. No había ningún problema.

El móvil encendido. El nombre de Ratko seleccionado en la agenda. Listo para llamarle.

Jorge llegó. Bolsas en las manos. Aspecto cansado. A veinte metros, más abajo en la carretera. Mrado llamó a Ratko. Susurró. Le dijo que corriera.

Mrado salió de los árboles como un duende del bosque malo tamaño XL.

Jorge lo comprendió inmediatamente. Pánico en la mirada. Soltó las bolsas. Se giró. Vio a Ratko llegar corriendo desde atrás. Se dio cuenta de la situación. Intentó salir corriendo; demasiado tarde. Mrado le agarró de la cazadora.

El retorno de los yugoslavos. La caída del panchito.

Mrado golpeó a Jorge en el estómago con todas sus fuerzas. Jorge se dobló. Cayó. Ratko llegó desde atrás, le agarró, con la ayuda de Mrado arrastraron al latino hacia los árboles. Fuera de la carretera. Mrado cogió las bolsas. Jorge vomitó. Olor ácido. Restos de comida en los zapatos de Mrado. Menudo cerdo. Mrado con la porra en la mano, golpeó a Jorge en la parte superior de la espalda. Jorge cayó al suelo. Quedó a cuatro patas. Mrado siguió golpeando. Jorge gritaba. Mrado meticuloso; no le rompió nada. Nada de fracturas. Nada de derramamiento de sangre. Nada de heridas mortales. Nada que precisara atención médica. Sólo le pegó con la porra de goma. En los muslos, los brazos. Le pegó en la espalda, el cuello, el estómago. Le zurró. Le apaleó. Le machacó.

Jorge intentaba ponerse de rodillas. Se inclinó. Se protegió la cabeza. Se acurrucó.

Mrado dejó que la porra siguiera. Rebotar una y otra vez sobre el cuerpo del latino.

Al final: Jorge, una mancha mojada. Destrozado. Casi inconsciente.

Mrado se agachó:

—¿Me oyes, cabrón?

Ninguna reacción.

Mrado le levantó la cabeza tirando del pelo.

—Si puedes oírme, pestañea.

El latino pestañeó.

—Ya sabes de qué va esto. Has intentado jugársela a las personas equivocadas. A Radovan no le gusta tu estilo. Tú te lo has buscado. ¿Quién coño te crees que eres? Chantaje a Rado. Acuérdate de esto: siempre te vamos a encontrar. Estés donde estés, fugitivo, en el trullo. En casa de tu madre. Nunca olvidamos. Siempre castigamos. Si sueltas la más mínima mierdecilla sobre nosotros, la próxima vez no seré tan bueno.

Mrado soltó el pelo de Jorge. La cabeza volvió a caer.

—Y una cosa más —Mrado sacó su móvil. Accedió a las fotos del teléfono. Lo sujetó delante de la cara de Jorge—. ¿Reconoces a esta chica? He hablado con ella sobre ti. Puedes preguntárselo. La conozco bien. Sé dónde vive. Dónde estudia. Qué clases tiene durante el día. No le fastidies las cosas. Sería una pena, una chica tan guapa.

Capítulo 25

Jorge ausente/consciente. Oscilaba. El dolor era salvaje. Cerró los ojos. Esperó. Oyó que los yugoslavos se iban. Crujidos en el bosque. Su sonido desapareció. Esperó. Escuchó. Solo.

Golpeado hasta quedar hecho migas. No se podía mover. No sentía las piernas, estaban dormidas. También los brazos. Notaba la espalda; se desmayó.

Volvió en sí. Oyó pasar un coche por la carretera. Oyó su corazón. Intentó mover el brazo. Se hizo daño.

Vomitó.

Se quedó tumbado.

La mente clara: Jorgelito en medio del bosque. Machacado. 'Tirado. Humillado. Creía que era el rey. En realidad, el inútil más ingenuo. Habían ido a ver a Paola. Dios, que no le hubieran hecho daño. Que no la hubieran humillado. La llamaría cuando saliera de ahí. Cuando pudiera moverse. Paola, la mejor hermana del mundo.

Cayó en la oscuridad.

Ella había aceptado la actitud del pequeño Jorge. Cuando tenían catorce años llegó a casa del colegio con una carta en la mano.
Por la presente le comunico que Jorge Salinas Barrio estará expulsado del colegio Tureberg durante seis semanas a partir de la semana 10. El motivo de esta medida es sus graves problemas para colaborar así como la influencia negativa que ejerce sobre los otros alumnos y el trabajo escolar. En innumerables ocasiones el abajo firmante ha puesto en su conocimiento la problemática de Jorge e incluso hemos hablado con la trabajadora social del colegio Tureberg, Inga-Britt Lindblom, sobre las posibilidades de que Jorge comprenda el alcance de su comportamiento. Lamentablemente, sus patrones destructivos de conducta han empeorado durante este semestre, lo cual también discutí con él y con usted el 3 de febrero de este año. El colegio no ve otra salida más que expulsar a Jorge durante el periodo de tiempo arriba mencionado. El Ayuntamiento de Sollentuna le ofrece clases a domicilio. No dude en ponerse en contacto conmigo para más información. Jan Lind, rector.
Mamá lloró y Rodríguez pegó. Jorge pensó: Si mi verdadero padre estuviera aquí me habría llevado de vuelta a Chile. Pero Paola no estaba enfadada, ni apática. No buscó excusas. Sólo fue amable. La única que habló con Jorgelito en serio, Aunque era un chico duro, fue agradable hablar. Ella le dijo: «Tú eres el príncipe de mamá y también mío. Nunca lo olvides. Hagas lo que hagas. Tú eres nuestro príncipe».

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