Dinero fácil (56 page)

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Authors: Jens Lapidus

Algunos días el insomnio le dejaba hecho polvo.

Cuando llamó Nenad, Mrado entendió inmediatamente de qué se trataba.

Encendió el altavoz del teléfono.

—He hablado hoy con él.

—¿Y? ¿Qué ha dicho?

Nenad, el maestro en enrollarse:

—Quedamos en Texas Smokehouse para comer. Le llamé y le invité, sin más. No reconoció mi voz en ese momento. Claro que me ayudó en Londres, así que quizá no sea tan raro. Le dije sólo que quería charlar, quizá se asustó. Se imaginó que algo se había jodido. El caso es que quedamos.

—¿Qué dijo?

—El tío es un pijo quiero y no puedo al cuadrado..., hostia, no: al cubo. Se notaba en Londres pero ahora aún más. Saludó a todas las pibas guapas de Östermalm con las que nos cruzamos por la calle. En realidad es increíble que el árabe y él funcionen bien juntos.

Mrado giró en dirección a la guardería de Lovisa. Estaba esperando junto a la verja. A Mrado se le encogió el corazón; si a ella le pasaba algo, sería el fin. Nenad seguía parloteando.

—Venga ya, ve al grano. Tengo que colgar enseguida.

—Tranquilo. El chaval ese, JW, es un tipo legal. Está con nosotros. Pero va a costar. El trato es éste: él se encarga de controlar el cargamento grande de farla. Me informará directamente de cómo vaya avanzando. Cuándo se espera la llegada. Dónde se espera que llegue. Cómo se va a enviar. Cómo se va a almacenar. Quiénes van a vigilarlo. Cuanto sea el momento nosotros nos ocupamos del resto. Además, él va a encargarse aparte de los canales de venta.

—Suena fantástico.

—No has oído el resto. Él puede encargarse del blanqueo de dinero a lo grande. En serio. Nada de videoclubes de mierda. Nada de lavanderías. En plan bien. Cuentas cifradas. Empresas fantasma. Paraísos fiscales. Todo.

—Suena de cojones. ¿Qué es lo que quiere?

—El veinticinco por ciento del pastel.

Mrado se atragantó. El chaval se tenía en muy alta consideración. Tenía que meditarlo.

—Nenad, tengo que colgar. Voy a recoger a mi hija. Luego hablamos.

Mrado tenía una noche y un día con Lovisa.

La vida.

Meditar la oferta de JW, una perita en dulce.

Lovisa abrió la verja. Mrado no tenía fuerzas para hablar con las profesoras.

Ella fue hacia el coche.

¡Cojones, que todo tuviera que ser tan complicado...!

Capítulo 49

El proyecto R debía seguir adelante. La visita a su hermana le había hecho bien. Jorge recuperó el ánimo pese a que Hallonbergen volvía todas las noches.

Planeó la siguiente acción. Lo que había pasado en el burdel había resultado oportuno. No era más que lo correcto, tras todos los días penosos en busca de Radovan. Algo a lo que ir: se había invitado, por medio de Jet-set Carl, a una especie de fiesta de putas de lujo. Le habían mandado un SMS con una contraseña al móvil del chulo muerto. Esa misma noche había escrito la contraseña, tras volver a casa de Fahdi. El piso estaba vacío. Jorge repuso la escopeta. Limpió el cañón. La metió en el armario. Luego tiró el teléfono del chulo en una papelera. La tarjeta SIM a una alcantarilla.

El evento al que se había invitado tendría lugar ese día. Preguntas: ¿qué era exactamente? No sabía si se le consideraba invitado o uno de los subordinados de Nenad. Quizá esperaban de él que vigilara, organizara o se encargara de las putas. Aún peor: no sabía cómo iba a ir, la dirección.

Pasaba de las primeras dudas. Se resolverían en el sitio.

La última: la solución estaba en seguir a Jet-set Carl todo el día.

Jorge conocía la dirección del rey de los pijos.

Realizó la maniobra bien; a las ocho de la mañana ya estaba sentado en un Saab con lunas tintadas robado. No quería que se le escapara Jet-set Carl por muy madrugador que fuera. Tomó café. Meó en una botella de plástico. Escuchó la radio.

Quizá exageró al estar allí a las ocho en un fin de semana; el tío no salió hasta las doce y media.

Jorge pensó: ¡Menuda vida! Jet-set Carl organiza fiestas, esnifa coca, se tira putas. Nunca ha necesitado luchar. No tenía ni zorra idea de la vida de barrio. Mimado, el dinero de papá, apestosa confianza en sí mismo hasta lo absurdo.

Sin embargo, era el sueño de Jorge: vivir así. Sabía que todos y cada uno de los invasores que fumaban maría querían ser Jet-set Carl. Pero a los pateros no les dejaban pasar. Más les valía dejar de soñar.

Jet-set Carl iba vestido con un abrigo negro y un jersey con capucha debajo. Gorro. Zapatillas Stan Smith. Jorge no pudo evitar darse cuenta del parecido en la vestimenta con el tío al que le había reventado el estómago a tiros dos semanas antes en Hallonbergen.

Arrancó el coche. Para nada; Jet-set Carl caminó sólo dos manzanas hasta el 7-Eleven de Storgatan. Compró leche y pan tostado. Volvió a desaparecer en su portal.

Jorge se relajó en el coche. Se comió una ensalada de pollo que se había llevado. Pensó sobre sí mismo: Empiezo a ser un profesional de la vigilancia, incluso me he acostumbrado a la comida de chicas. ¿Quizá debería abrir mi propia empresa?

Dieron las cuatro. Jet-set Carl volvió a salir. La misma ropa que antes; es decir, aún no estaba listo para la acción.

Jorge salió del coche. Se mantuvo a una buena distancia. La capucha de la chaqueta sobre la cabeza. En la nariz, un par de gafas de sol de espejo. Jorge en ese momento: un auténtico Fletch, el especialista en disfraces.

Jet-set Carl se movía en un área reducida. Dentro de su territorio marcado con meadas. Entró en Tures en Sturegallerian. A unos setecientos metros de donde vivía. La geografía era sencilla en el rectángulo de oro, Karlavägen-Sturegatan-Riddargatan-Narvavägen.

Jorge se sentó en el Grodan, al otro lado de la calle. Leyó un periódico. Bebió una Coca. Vio a Jet-set Carl a través de los grandes ventanales de Sturegallerian. El tío estaba tomando café con una piba de Östermalm. Quizá la más guapa que Jorge había visto en su vida.

El tío se pasó la mano por el pelo. Se pringó los dedos. Jorge se preguntó con cuántas tías saldría al mismo tiempo.

Pasaron dos horas. Se despidieron con un abrazo. ¿Jorge lo había visto bien? ¿Había intentado darle un beso en la boca? ¿La chica retrocedió? No estaba claro.

El tío se fue a casa solo.

Dieron las seis y media.

Jorge aún en el coche. Se preguntaba cuándo iba a pasar algo.

Aburrido.

Pensó en todas las horas en el exterior de la casa de Rado.

Pensó en todas las personas que le habían ayudado.

El brillo azul del reloj digital del salpicadero marcaba las siete.

Se abrió la puerta del portal. Jet-set Carl salió, ahora vestido más como Jorge le recordaba. El mismo abrigo que antes pero debajo se entreveía una camisa con los botones superiores desabrochados. Las zapatillas Stan Smith cambiadas por zapatos de punta de piel recién cepillados. El pelo engominado hacia atrás.

El tío fue manzana abajo. Abrió un coche enorme, un Hummer. En los laterales, anuncio de vodka con letras blancas. El coche era una herramienta de marketing del copón. Jeeps urbanos, podéis retiraros. Este monstruo, más ancho que un camión.

Jet-set Carl condujo en dirección sur. Jorge se mantuvo detrás a varios coches de distancia. El Hummer se veía de lejos. El capó estaba un metro por encima del techo de los coches normales de los vikingos. A Jorge le parecía que era la hostia.

Fueron por Nynäsvägen a través de Enskede. El estadio Globen estaba iluminado como una bola de cocaína gigantesca. Atravesaron Handen/Jordbro. Desvío a la izquierda. Carretera 227. La oscuridad se hizo más compacta. Campos fríos a lo largo del camino. Un coche entre Jorge y el Hummer. Con suerte impedía que Jet-set Carl pudiera ver qué vehículos iban detrás de él.

En el asiento trasero de Jorge había un traje cuidadosamente doblado. En una percha colgada de la ventana trasera, una camisa de rayas planchada y una corbata. Por seguridad, por si había exigencia sobre el tipo de vestimenta en el sitio al que iba.

Aumentó el número de edificios. Pasaron por un puente bajo. En un cartel:
Bienvenidos a Dalarö.

El Hummer giró a la izquierda nada más cruzar tras el puente. El coche que había entre ellos giró a la derecha. Jorge en una encrucijada mental: ¿se atrevía a continuar detrás de Jet-set Carl? Una oportunidad/riesgo acojonante. Aprovechó la oportunidad. Intentó no pensar en el riesgo.

Siguieron por la carretera de Smådalarö.

Tras cinco minutos al volante, Jet-set redujo la velocidad. Puso el intermitente a la derecha. Subió por un camino de gravilla y pareció detenerse. Jorge pasó de largo. Miró todo lo que pudo. Era difícil ver algo. No había farolas que iluminaran el camino.

Siguió conduciendo. El camino terminaba en una explanada sin salida. A su alrededor, un campo de golf. Jorge aparcó el coche. Se puso la capucha. Miró a su alrededor. Salió del coche.

Más lejos había una casa grande. Delante, un sendero de gravilla. Cartel:
Posada de Smådalarö.
Algunos coches aparcados en el exterior. Jorge desanduvo el camino que había recorrido conduciendo. Se mantuvo en el arcén. Hasta el lugar en el que había entrado Jet-set Carl. Jorge identificó rápidamente dónde había girado; una reja de metal negro cercaba el desvío. En un lado de la verja había una cámara y un gran cartel:
Area privada. Vigilado por Falck Security.

Jorge se mantuvo lo suficientemente lejos. Subió por el bosque junto a la verja. Bosque; le recordaba lo que no podía olvidar: los golpes de Mrado con la porra de goma. Una cosa segura, J-boy nunca se rendía. Ya lo habían comprobado. Dos cerdos yugoslavos destrozados a tiros. Ten cuidado, Radovan: Jorgelito va a por ti.

Tras una hora de pasar frío, Jorge vio a un coche girar hacia la verja, pero no llegó a distinguir si el conductor se identificaba ante la cámara antes de que abrieran.

Luego no pasó nada en cuarenta minutos.

Eran las nueve.

Oscuridad en el bosque.

Jorge vio a alguien moverse por el interior de la verja. Miró fijamente. Ya veía con claridad. Dos personas. Tras la verja. Con gorras. Evidentemente, eran algún tipo de guardias.

Veinte minutos más tarde empezaron a llegar coches: BMW, Mercedes, Jaguar, algunos Porsche, unos pocos Volvo, un Bentley, un Ferrari amarillo.

En algunos casos la cámara reconocía a las personas que llegaban. Las verjas se deslizaban sin ruido. Los coches entraban. En otros casos: uno de los guardias salía por una puerta lateral. Intercambiaba algunas palabras con las personas del coche. Se abrían las verjas.

El procedimiento se repetía con cada coche. Al menos veinte. Jorge entendió lo que tenía que hacer. Intentó ver la ropa de los hombres que llegaban en los coches. Vio algo: sin duda chaqueta.

J-boy: el profesional de los profesionales,
divino
*, estaba preparado.

Volvió a su coche. Se puso la camisa y el traje. Dudó sobre la corbata. Al final pasó de ella.

Volvió conduciendo hasta la verja. Hacia la cámara. Las mariposas del estómago a toda máquina. El sudor de las manos llenó el espacio entre él y el volante. Su coche, el único Saab. Mediocre y sospechoso.

Bajó la ventanilla. Miró a la cámara.

No pasó nada.

Se quedó sentado. Intentó relajarse.

Saab. Un patero. Sin corbata.

Uno de los guardias salió por la verja.

Unas mejillas redondas y pálidas se inclinaron.

—¿En qué puedo ayudarle?

Jorge rebajó el acento de Rinkeby hasta el mínimo.

—¿Hay que esperar mucho para entrar? ¿Hay cola para aparcar?

—Disculpe. Ésta es un área privada. ¿Le trae algún asunto aquí?

Jorge sonrió abiertamente.

—Se podría decir que sí. Va a ser una noche fabulosa.

El guardia se quedó pensativo. Parecía influirle la seguridad de Jorge.

—¿Cuál es su nombre?

—Dile a Carl que soy Daniel Cabrera.

El guardia se alejó dos metros. Habló por un móvil o un walkie. Volvió. La serenidad del tirano había vuelto.

—No sabe quién es usted. Le ruego que abandone este lugar ahora.

Jorge se mantuvo tranquilo.

—¿Me estás tomando el pelo o qué? Vuelve a llamarle. Dile que soy Daniel Cabrera y le dices que Moët está de camino. Que mire su móvil si no se acuerda.

El guardia volvió a alejarse. Habló por su teléfono.

Jorge esperaba tener suerte.

Tras veinte segundos se abrieron las verjas.

J-boy estaba dentro.

Aparcó su coche junto a los demás. Contó cinco Porsche. ¿Qué sitio era ése?

La casa ante él era grande. Tres plantas. Columnas alrededor de la entrada. Estilo Beverly Hills. ¿Había de eso en Suecia? Evidentemente: sí.

Se oía música en el interior.

Un hombre salió en ese momento de su BMW. Se dirigió hacia la entrada de la casa. Jorge echó a caminar detrás del tío, que rápidamente miró hacia atrás. Vio a Jorge. Pasó. Siguió caminando. Jorge le alcanzó. Le ofreció la mano.

—Hola, me llamo Daniel. ¿Va a estar bien esto? —Se rió.

El hombre miró hacia atrás.

—Suele estar bien. No te he visto antes.

—No, acabo de volver después de estar unos años en Nueva York. Es una ciudad fabulosa. Ya la echo de menos.

Alcanzaron la entrada. Jorge pensó: En realidad no sé en calidad de qué me han invitado. La puerta se abrió desde el interior antes de que llegaran a ella. La sujetaba un tío con traje, peinado con raya al lado y pómulos marcados. Otro guardia pero con ropa más formal. Saludó al hombre con el que Jorge acababa de llegar, que pasó hacia dentro. Observó a Jorge. Sospechoso. Extendió el brazo. Jorge se quedó parado justo en el exterior de la puerta. El guardia le preguntó el nombre. Jorge usó más aire de seguridad en sí mismo que nunca:

—Soy Daniel Cabrera.

El guardia dijo:

—¿Conoce a Claes?

Jorge supuso que se refería al tipo con el que había intentado hablar de camino hacia la puerta. El tío acababa de quitarse el abrigo, había desaparecido tras una gran puerta de madera oscura. Jorge se arriesgó:

—Por supuesto que conozco a Claes.

El guardia: seguía sospechando. Llamó a alguien por su móvil.

Asintió con la cabeza.

A Jorge:

—Disculpe. No me habían informado de que estaba invitado. Bienvenido.

J-boy, todo un James Bond.

Parecía que entre los organizadores había un grado de confusión tan grande como el del propio Jorge. Había pensado que iba a trabajar para Nenad. Ahora parecía que era un invitado.

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