Dinero fácil (52 page)

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Authors: Jens Lapidus

Bajaron.

Siguieron negociando con los británicos. El ambiente era bueno. Bajo la superficie se notaba la actitud de los británicos: Sabéis que no vais a hacer mejor negocio en ningún otro sitio. Les daba ventaja mentalmente. Les daba fuerza psicológica.

La negociación se alargó, estuvieron dos horas más. JW se cansó de tantas cifras, deliberaciones y cálculos. Al mismo tiempo le encantaba la planificación.

Cuando dieron las dos, las partes habían alcanzado un encuentro preliminar. La tensión se relajó. Nenad se dio la mano con el mayor de los británicos. Se miraron a los ojos: el código de honor sellaba el acuerdo.

Darían una respuesta al día siguiente a las doce para confirmar que la compra había sido aprobada.

Nenad y JW se sentaron en el piano bar del hotel.

El yugoslavo pidió dos coñacs.

—JW, gracias por tu ayuda. Le transmitiré mis felicitaciones a Abdulkarim.

—Gracias por haberme permitido participar. Ha sido muy interesante. Creo que al final hemos alcanzado un buen acuerdo.

—Yo también. Después de nuestra copa voy a confirmar algunas cifras con Estocolmo y espero que todo el asunto sea aprobado.

—¿Quién lo aprueba?

—JW, a veces es mejor no preguntar.

JW no contestó. Había visto la misma expresión fría en Abdulkarim cuando había salido el tema de su jefe; el árabe nunca había mencionado a Nenad, aunque JW le había dado la tabarra. La jerarquía de la venta de droga tenía compartimentos estancos entre sus estratos.

—Una cosa más. Tú nunca me has visto. No me conoces. No me llames por mi nombre en un bar. Nunca menciones mi nombre a nadie.

JW lo entendió. Asintió.

—Si lo haces, sería una pena —dijo Nenad seriamente.

—Tranquilo, lo entiendo. De verdad. Lo entiendo.

El avión era pequeño, con sólo dos hileras de asientos.

JW tuvo que apagar el móvil. El desasosiego le perturbaba. Pensó en el trabajo de la policía. ¿Habían logrado algo? Quizá se habrían puesto en contacto mientras estaba fuera. Si no fuera así, ¿debería llamar a su madre y contárselo? La sentía distante. A Bengt lo sentía aún más distante, fuera de la foto.

En el exterior hacía un tiempo británico, gris. Ni siquiera veía el mar, aunque volaban bajo.

El capitán informó: doce grados en el destino.

El avión atravesó la neblina en la aproximación para el aterrizaje.

Chispeaba.

La isla apareció abajo. Con colinas cubiertas de árboles a los que les estaba estaban saliendo nuevo follaje.

JW en la Isla de Man. Iba a organizar la estructura.

Douglas se encontraba junto al mar. La sensación que daba era intensamente británica. Hoteles, bancos, institutos financieros por todos los lados. En general se veía poca gente; el invierno era temporada baja, sólo banqueros y gente de finanzas en las calles. Bien vestidos, bien situados y conformes con las reglas del juego en la Isla de Man. El paraíso del secreto bancario.

Por supuesto había otros sitios en Europa que eran igual de buenos: Luxemburgo, Suiza, Liechtenstein, las Islas del Canal. Pero el inconveniente era que esos sitios despertaban sospechas. Los de Hacienda y los inspectores de delitos económicos reaccionaban directamente ante cuentas en esos países. La Isla de Man era más discreta y como mínimo con la misma normativa ventajosa.

La base de la idea de la jurisdicción
off shore:
tiene que ser fácil constituir compañías; potente normativa de secreto empresarial; el secreto bancario, aún más potente; la ausencia de presión fiscal, garantizada.

JW se alojó en un pequeño hotel para esa noche. El servicio, inmejorable, todo el personal le dio la bienvenida con su nombre. Genial.

Caminó por el paseo marítimo hacia la sede del Central Union Bank. Hacía un mes que había cerrado la reunión con Darren Bell, un
senior associate.
Según fuentes seguras: Darren Bell era una persona de máxima confianza.

El edificio al que iba a entrar era superespectacular. Se veía a cien metros de distancia. Los diez metros inferiores eran totalmente de cristal. Las escaleras mecánicas que iban al segundo piso, algunos ficus enormes y los sofás grises de Ligne Roset se veían claramente desde el exterior. JW cruzó unas puertas giratorias de tres metros. Se anunció en recepción.

Miró a su alrededor. Unas estructuras de lámpara de cristal y metal cromado colgaban de cables finos. El suelo era de mármol. Los sofás Ligne Roset, vacíos. Pensó: ¿Alguna vez se sienta alguien en ellos?

No había tiempo para preguntarse nada más. Un hombre salió de un ascensor y se presentó. Era Darren Bell.

Estaba impecablemente vestido con un traje gris de dos botones, pañuelo de seda en el bolsillo del pecho, camisa azul de rayas blancas y gemelos de oro. La corbata tenía un dibujo de rayas diagonales en rojo, gris y azul y estaba atada con un nudo pequeño muy inglés. Zapato inglés con picado de Church. A JW le gustó el estilo; era, en resumen, corporativo al máximo.

Él iba menos formal. El nuevo
blazer
con una camisa blanca debajo, sin corbata. Pantalones de algodón negros planchados con raya. Correcto pero ligero y completamente adecuado: el cliente tiene que ir menos arreglado que su asesor.

Subieron en el ascensor. Charlaron de cosas intrascendentales. Darren Bell con su acento irlandés: la amabilidad personificada y ojos que comprendían.

La sala de conferencias era pequeña, con vistas a la ensenada. Dos cuadros impresionistas colgados de la pared. Era un día nublado. Darren Bell bromeó:
Welcome to the typical Isle of Man soup
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.

Darren le pidió que le explicara sus necesidades.

Le contó lo que necesitaba. Sobre algunas partes no era posible contar todo. Pero lo más importante sí se lo podía explicar, que necesitaba una cuenta con secreto bancario a la que se pudieran transferir fondos con facilidad. Si fuera posible, ingresos por Internet. O en efectivo directamente en la oficina del Central Union Bank en Gran Bretaña. Además hacían falta dos empresas con sede en la Isla de Man. Una con actividad principal dentro de las soluciones financieras para pequeñas y grandes empresas. La segunda no tendría actividad de momento, pero debía estar lista para ser activada con poca anticipación. La identidad del propietario de ambas compañías debía estar protegida por la normativa de confidencialidad. Para las compañías hacían falta cuentas protegidas por el secreto bancario. Por último, la compañía de financiación tenía que poder preparar documentación relativa a un préstamo a una sociedad anónima en Suecia.

Darren Bell tomaba notas. Asentía. Todo era posible. La normativa de la isla permitía casi todo; iba a preparar una propuesta. Pidió a JW que volviera al día siguiente.

Al día siguiente JW volvía a estar sentado con Darren Bell. El banquero con la misma ropa salvo la camisa. Eso rebajó la impresión. JW se preguntó: ¿Por qué no se ha cambiado por lo menos de corbata?

Darren puso sobre la mesa una serie de hojas de Power Point impresas. Cifras, explicaciones gráficas sobre las posibilidades de transferencia, depósitos, costes de transacciones. Explicó lo que había preparado en las últimas veinticuatro horas. Dos compañías listas con cuentas asociadas. Total secreto sobre la propiedad según la jurisdicción de la isla. Una cuenta más, a nombre de JW, sin posibilidad de que pudiera acceder a ella nadie más que quien tuviera una combinación de cifras determinada. Por último sacó borradores de contratos de financiación, de préstamo, de depósito, de confidencialidad, escrituras de apoderamiento y de autorización, listos para ser cumplimentados. El coste de las cuentas: medio punto de la suma ingresada anualmente, cargo mínimo de mil libras al año. Las compañías: cuatro mil libras por cada una en un cargo único. Tres mil de cargo fijo anual. Documentación de préstamo: cuatro mil libras. En total: al menos doscientas mil coronas para JW.

JW pensó: Darren Bell tiene un trabajo genial de la leche.

Darren parecía satisfecho.

—Creo que todo está en orden. Sólo necesitamos tener los nombres de vuestras compañías.

JW estaba encantadísimo. John Grisham
{79}
, puedes retirarte. Esto era de verdad. JW sería pronto el dueño de su propia estructura de blanqueo de dinero. Fantástico.

Capítulo 45

Mrado, en el centro comercial Ringen. En el supermercado ICA. Se preparaba para un día entero con Lovisa, a la que iba a tener esa semana.

No había dormido en toda la noche. Sólo había pensado en ese día y en su futuro.

Tenía que hacer la compra. En su casa, la despensa, el frigorífico y el congelador normalmente estaban vacíos. Pero desde que el tribunal había establecido su derecho a ver a Lovisa, ser un buen padre se había convertido en algo muy importante para Mrado. Un reciente descubrimiento: la comida casera no era lo suyo. Pese a ello, intentaba preparar el desayuno, el almuerzo y la cena cuando tenía a Lovisa en casa.

No conseguía acordarse de cuándo era la última vez que había comprado tanta comida.

En una mano, la cesta roja de los clientes. En la otra, la lista de la compra. Era difícil coger la comida y mirar la lista al mismo tiempo. Una mano ocupada con la lista, la otra para coger las cosas: ¿quién sujetaba la cesta? Mrado tuvo una idea de negocios: fabricar soportes de listas de la compra para las cestas. Permitir que los clientes pudieran tener una mano libre para coger los artículos. Tal vez una pinza con la que sujetar la lista a la cesta ¿Quizá también una para el móvil? Al lado, publicidad de los artículos rebajados. Mrado siguió buscando.

Cogió más cosas: macarrones, kétchup, albóndigas de la marca Mamma Seans, tomates; la verdura es importante. Iba a ser un padre con hábitos sanos.

Pensó en su otra lista; tenía que asegurar su vida y la de Lovisa. Neutralizar los riesgos. Proteger a Lovisa. Conseguir que se mudara. Protegerse a sí mismo. Ya había vendido su coche y había cambiado de móvil. En esa semana iba comprarse un chaleco antibalas mejor, conseguir un apartado de correos y estudiar las alarmas para el hogar del mercado.

El pacto entre él y Nenad le daba seguridad. A Radovan le iban a dar por el culo. Iba a lamentar haberles dejado colgados. Radovan iba a aprender, a la manera serbia. Valía jugar duro pero no traicionar a los amigos. ¿Quién cojones se creía que era?

Mrado buscaba un buen postre. Se paseó entre los congelados y la sección de repostería. Helado o pastel, ésa era la cuestión. No, sencillamente no podía comprar cosas poco saludables. Se decidió por una macedonia de fruta. Cogió naranjas, manzanas, kiwi y plátano. Se sorprendió a sí mismo: realmente era buenísimo.

No pegaba en esos sitios. Era curioso; la misma inseguridad que se apoderaba de las personas a las que extorsionaba, a las que arrancaba confesiones, a las que amenazaba de muerte, la sentía él en lugares completamente corrientes. En el supermercado, en la pizzería, en la calle. Pensaba que la gente le observaba, que le descubrían. Veían a un ciudadano sucio, un parásito criminal, un mal padre.

Y sin embargo, cuando él los miraba, a las personas de la tienda, le resultaba evidente que eran ellos los que necesitaban llenar sus vidas. Sentir la tensión, experimentar subidones. Sentir la adrenalina, dispararse en el cuadrilátero del Pancrease. El nivel de serotonina cuando le rompías la nariz a alguien. El crujido, como tablas resecas, cuando los dos nudillos más prominentes de la mano chocaban con el cartílago de la nariz. Mrado sabía lo que era vivir.

Hojeó una revista de móviles que había cogido del expositor de prensa que había antes de las cajas. Nuevas prestaciones: televisión en el móvil, pagar con el móvil, porno en el móvil.

Alguien le llamó por su nombre.

—Mrado, ¿eres tú?

Mrado levantó la mirada. Se avergonzó inmediatamente. Leer gratis en lugar de comprar, ¡qué vergüenza!

—¿Qué tal?

Mrado reconoció al tipo. No le había visto desde ni se sabía cuándo. Un antiguo compañero de clase de Södertälje, Martin. El cerebrito de la clase.

—Martin, me alegro de verte.

—Joder, Mrado, hacía siglos que no te veía. ¿Quizá fuiste a la reunión de antiguos alumnos? ¿Cuándo fue?

La reunión de antiguos alumnos: diez años después de que Mrado hubiera terminado noveno. Entonces tenía veintiséis años. Primero pensó en pasar de ir. Luego optó por darles en las narices. El matón que habían odiado seguía siendo un matón. Con una diferencia, ahora ganaba una pasta gansa. Antes de ir pasó una hora en un pub cercano con Ratko. Se metió tres cervezas grandes de alta graduación y dos whiskis generosos. Entonces se sintió preparado para ir.

—Claro, la reunión de antiguos alumnos. Sí. ¿Qué haces ahora?

Mrado quería cambiar de tema. La reunión de antiguos alumnos había terminado en un fiasco: Mrado pegándose con dos antiguos provocadores. Nada había cambiado, aún le rechazaban. No comprendieron en quién se había convertido.

—Trabajo en los juzgados —contestó Martin.

Mrado sorprendido. Martin con cazadora verde, vaqueros desgastados, gorra de Von Dutch. Parecía tan joven, tan blando... No era precisamente del tipo abogado.

—Interesante. ¿Eres juez o qué?

—Sí, trabajo de juez en el Tribunal de Segunda Instancia. Apelaciones, ya sabes. Hay muchísimo trabajo. Tenemos una escasez de personal enorme, nos machacamos. No es raro trabajar sesenta horas a la semana. Sólo nos encargamos de la seguridad jurídica en el país. No es nada importante. Para nada. Las valoraciones de este país a veces te dan en qué pensar. En Estados Unidos valoran a los universitarios de manera totalmente diferente. No, los juzgados no valen nada. Sinceramente, es una absoluta locura. Si me fuera a un bufete ganaría tres veces más.

—¿Y por qué no lo haces?

Martin se echó hacia atrás la gorra Von Dutch.

—Resulta que creo en esto. Tribunales que funcionen, un poder judicial en el que trabajen los mejores juristas garantiza el Estado de derecho. La posibilidad de que las personas puedan llevar sus fallos y decisiones a una instancia superior. Plazos de instrucción más cortos, sin errores, fallos meditados y homogéneos.

Mrado esperaba no tener que hablar de sí mismo. Dijo:

—Estarás contento de trabajar en algo en lo que crees.

—No sé si aún creo en ello. Quiero decir que juzgamos a la gente a toda velocidad, pero el montón de expedientes crece exponencialmente. Los delitos son más, más graves, más inteligentes. La policía no da abasto. Los juzgamos tan pronto como podemos pero después de dos años vuelven, después de haber cumplido poco tiempo y haber sido puestos en libertad. Con frecuencia cometen exactamente el mismo delito por el que les condenamos. ¿Cambian? Para nada. Las jodidas bandas van a hacerse pronto con esta ciudad. Quizá uno debería ofrecerles sus servicios a ellos. Mejor salario. Ja, ja. Por cierto, ¿qué haces tú?

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