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Authors: Jens Lapidus

Dinero fácil (48 page)

Fahdi sacó la pistola y la puso sobre la mesa delante de él. Chris se inclinó hacia delante. La cogió en la mano, la sopesó, le dio la vuelta. Leyó lo del cañón.

—Buena. Zastava M57, 7.63 mm. Fiable. Casi tan imposible que se atasque como una UZI.

Soltó el cargador. Cayó sobre la mesa.

Luego les pasó a una habitación contigua.

En el interior estaban sentados los dos hombres que les habían llevado en el minibus. Les pidieron a Abdulkarim, JW y Fahdi que se quitaran los jerséis y los pantalones, los calzoncillos se los podían dejar puestos. Dieron una vuelta a su alrededor lentamente. JW miró de reojo a Abdulkarim, parecía ser la cosa más normal del mundo: que dos medio psicópatas que les acababan de obligar a echarse al suelo en un minibús les registraran completamente. Supuso que al árabe le habían registrado antes.

Dieron el visto bueno.

Cinco minutos más tarde estaban otra vez en la cocina.

Les saludó la sonrisa de Chris.

—Ya hemos cumplido con las formalidades. Me estresan mucho los hombres grandes con pistolas pequeñas. Servidor no es que sea muy grande pero, ¡menuda pistola tengo! —dijo riéndose mientras se agarraba la entrepierna. Se giró hacia John como buscando apoyo—. Vamos a sentarnos aquí tranquilamente a disfrutar de un buen whisky. ¿Qué tal en Londres?

La charla y las cortesías se extendieron durante media hora. Abdulkarim en el papel de líder del grupo. Habló con verdadero entusiasmo de sus noches en Londres, los sitios que habían visitado, las compras, London Dungeon y el guía al que habían asustado.

—Londres es una ciudad de verdad, ¿sabes? Comparado, Estocolmo es un pis en el Misisipí. Pero tenemos metro.

JW se partía por dentro. ¿Cuántas posibilidades había de que Chris entendiera su parloteo sobre ríos americanos?

Después de rellenar los vasos tres veces, Chris se levantó y dijo:

—Vamos a los negocios. Quiero enseñaros esto. Me imagino que tendréis curiosidad.

Salieron de la casa y fueron hacia el granero en fila detrás de Chris.

Se veía a las personas con armas al hombro más lejos, detrás de la casa.

Chris se detuvo ante la entrada. En el interior se oían ladridos.

—Como he dicho, a esta finca la llamamos la fábrica. Enseguida entenderéis por qué. Antes de enseñaros más dejadme deciros sólo esto: nosotros resolvemos vuestros problemas. Cumplimos. Durante el último año hemos realizado con éxito envíos por más de cinco toneladas de mercancía. Conocemos esto. Enseguida lo comprenderéis.

Abrió la puerta.

Entraron.

La pestilencia golpeó a JW, un olor acre a suciedad y heces.

A lo largo de las paredes había jaulas.

En las jaulas: perros.

El tamaño de las jaulas era de dos por dos metros y al menos cuatro perros en cada jaula.

En el techo había tubos fluorescentes.

Cuando entraron en el granero les recibieron ladridos ensordecedores.

Los animales parecían histéricos. Se movían frenéticamente y ladraban a los visitantes.

El pelo de algunos animales estaba deteriorado, y había muchos despellejados y con heridas. Los de otras jaulas estaban mejor. Ciertos perros tenían un pelo largo y peinado y mejor humor. Algunos de los perros parecían estar anestesiados, estaban amontonados en el suelo.

Chris dijo:

—Dejadme que os presente nuestro primer producto de entrega. Lo hemos usado con éxito en países como Noruega, Francia y Alemania.

Por uno de los pasillos se aproximó un hombre hacia ellos. Vestido con una bata blanca de médico y botas de goma.

Chris saludó:

—Hola, Pughs. ¿Puedes mostrarles lo que quiero decir?

Pughs asintió. Abrió una de las jaulas en las que los animales estaban tranquilos y sacó un perro con el pelo lustroso. JW pensó que era un golden retriever.

Pughs agarró la piel del animal justo debajo de las patas delanteras y dijo con voz ronca:

—Yo les opero. Me llaman veterinario, pero es una chorrada. Yo soy cirujano. Mirad aquí. —Acercó el perro—. He insertado bajo la piel de este chucho cuatro bolsas que contienen en total seiscientos gramos de farlopa.

JW se inclinó hacia delante. Lo que señalaba Pughs no parecía otra cosa que un pliegue de la piel entre las piernas del perro. No veía ninguna cicatriz.

—Tarda un mes en curar y otros dos meses en que el pelo crezca lo suficiente.

Continuó Chris:

—Hemos enviado más de treinta animales. Ha funcionado todas las veces. Pero la mayoría de los animales que hay aquí los hemos recibido directamente de Suramérica. Así que tenemos montones.

JW se giró antes de continuar por el granero. En las jaulas había al menos un total de cincuenta animales. Calculó: si la mitad de los animales habían traído mercancía, habían introducido quince kilos sólo con ellos. Quince kilos en las calles de Estocolmo; casi quince millones. Estaba impresionado, tenían un negocio enorme en un granero en el campo.

Pughs volvió a meter al perro en la jaula.

Chris les guió y cruzaron una puerta.

Entraron en una nueva sala de techo alto. En el suelo había dos grandes máquinas de metal verde. Dos hombres trabajaban en una. A JW le pareció que las máquinas se parecían al torno de manualidades del colegio.

Chris explicó:

—Nuestro siguiente producto. Fabricamos latas de conserva. Mirad bien. Las máquinas son exactamente iguales que las que usan, por ejemplo, en Mr. Greenpacking. Las llenamos con el producto que se haya pedido. Lo enviamos por vía aérea.

Abdulkarim hizo su primera pregunta. Parecía impresionado:

—¿Por qué mandáis la mierda por avión? ¿No es más barato con barco?

—Buena pregunta. En la aduana están pisándonos los talones todo el tiempo. Saben cómo hacer controles aleatorios en los envíos grandes de partidas de conservas. A algunos amigos míos les cayó una condena gorda por eso hace algunos años. Aún se están pudriendo en la trena. Veréis, tenemos contactos en una empresa de catering. Venden comidas para los vuelos. La idea es fácil. En un vuelo determinado hay, por ejemplo, diez comidas que llevan conservas con nuestro contenido. Diez personas han encargado la comida especial de que se trate, por lo general vegana. Comen bien pero no abren la lata de conservas que se incluye en la comida. En lugar de eso la echan al carro de la basura que las azafatas pasan por el avión después de la comida. De la basura, es decir, de las latas de conservas llenas se encarga luego nuestra gente de gestión de residuos del aeropuerto. Lo bueno de esto: los que encargan la comida ni siquiera necesitan ser nuestra gente. Sólo contratamos a unos críos que vayan a Ibiza y les decimos que pidan comida vegana y ya está resuelto. La semana pasada enviamos de esta manera cuatro kilos de anfetaminas a Kos.

—¿Y ha pasado alguna vez que algún crío revoltoso haya cogido una lata y no la haya tirado como vosotros queréis?

—Ha pasado. El crío revoltoso nunca volvió de Kos.

JW fascinado. Esto era grande, inteligente, surrealista de la leche.

Era una industria de empaquetado de droga, un ensueño de transporte, maravillosa filosofía de logística.

Joder.

Chris les llevó hacia delante. John iba el último de la fila.

Salieron del granero, hacia los invernaderos.

Abdulkarim preguntó a Chris por estadísticas. ¿Con qué frecuencia tenían éxito en los envíos? ¿Qué volúmenes de cargamentos podían asumir? ¿Qué cantidades importaban? ¿De qué países? ¿A quiénes representaban?

Chris explicó. Recibían mercancía de todo el mundo. La cocaína venía directamente de Suramérica. Warrick County funcionaba como el regulador máximo de los precios. Reempaquetaban, revendían sus productos, repartían los riesgos, elegían destinos, mantenían la demanda.

Un cártel de distribución europeo de alto nivel.

La respuesta de Chris a la última pregunta de Abdul fue:

—Pensaba que te habían informado. Somos una filial de un cártel. No importa cuál, pero te damos un buen precio. Garantizado.

Se acercaron a los invernaderos. JW descubrió que eran más grandes de lo que había visto antes.

Chris se paró ante uno de ellos y señaló:

—Aquí cultivamos de todo.

Abrió la puerta.

No notaron humedad. Por el contrarío, la temperatura era fresca.

JW se esperaba una jungla de Cannabis Sattiva. O aún mejor, hileras de plantas de coca.

No.

A lo largo del suelo, en largas hileras crecían repollos pequeños, inmaduros.

Abdulkarim parecía un signo de interrogación en negrita. Se había imaginado lo mismo que JW.

JW cayó en la cuenta solo; se le cayó la mandíbula, se quedó boquiabierto.

Fahdi miró a Chris; ¿era una broma o qué?

Chris abrió los brazos y se rió.

—Lo habitual. Todos reaccionan como vosotros. Coño, ¿no cultivan hierba? ¿No cultivan coca? Olvidaos. Cultivamos repollos. Por si no lo habéis pensado antes. Aquí no habéis visto aún nada ilegal. Habéis visto perros. Pero ¿habéis visto nieve? Habéis visto a dos tíos enlatando, pero ¿habéis visto con qué llenaban las latas? Daos cuenta. No corremos riesgos. Si hay una redada aquí al menos tenemos una cierta posibilidad de protegernos. La mierda en sí la almacenamos en otra población. Cuando se va a introducir en animales, latas o lo que sea, se transporta aquí, bajo las más estrictas medidas de seguridad, y todo tiene lugar muy rápidamente. Hemos minimizado la posibilidad de que los cabrones de la pasma nos pillen.

Abdulkarim seguía mirando los cultivos de repollos.

Chris continuó:

—Aquí no estamos listos aún, pero es nuestro tercer y más grande producto.

Se sacó unas fotos del bolsillo de la chaqueta y se las enseñó a Abdulkarim y a JW. En la primera foto: una planta de repollo del mismo tamaño que las del invernadero. En la siguiente foto: una planta un poco más grande. Tenía en el centro una bolsa de plástico firmemente atada, de unos cinco centímetros de alto y cuatro de ancho. Siguiente foto: la misma planta, un poco más grande. Las hojas habían empezado a doblarse alrededor de la bolsa. Siguiente foto: otra vez la planta con la bolsa. Las hojas la ocultaban casi totalmente. La foto siguiente: la planta en formato final. No se notaba la bolsa en absoluto. Última imagen: tres cajas llenas de repollos.

JW lo comprendió antes que Abdulkarim.

—¡Por Dios!

Chris le pasó las fotos a Abdulkarim.

—Sí, eso. ¡Por Dios!

Abdulkarim miró a JW.

JW dijo en sueco:

—¿No lo ves? Cultivan la planta con la mierda dentro. Mira las fotos de las cajas. Joder, pueden mandar todo lo que quieran.

Abdulkarim dijo:


Allahu Akhbar.

Abdulkarim estaba totalmente acelerado en la limusina en el camino de vuelta. Iba tumbado en un asiento y cantaba con una Fanta en la mano. En la nariz, restos de coca.

JW estaba de subidón desde antes de meterse la raya.

Fahdi intentaba comunicarse con el conductor. Quería que cambiara de emisora de radio.

La reunión de Warrick County había concluido con las explicaciones de Chris sobre ciertas condiciones económicas. Abdulkarim aseguró que lo estudiarían. Se despidieron. Chris le dio a Abdulkarim una papelina; en ella estaba el polvo que acababan de consumir.

JW preguntó por qué no cerraban el trato ya. Tenía los cálculos claros, obtendrían grandes ganancias.

—No, no entiendes. Yo no soy el jefe máximo. Chris tampoco el jefe. Mañana se reúnen los gánsteres de verdad. Si tienes suerte, podrás ir.

Era la primera vez en todo el viaje que JW lo había pensado: Hay alguien por encima de Abdulkarim.

Dos días más tarde cambiaron de hotel. Abdulkarim le pidió a JW que esperara en su habitación todo el día. Iba a pasar algo, estaba clarísimo.

JW vio la tele, fumó pese a estar prohibido, jugó con el móvil. Se sentía más inquieto que nunca. Intentó leer pero no hubo manera. Llamó a Sophie. No contestó. Pensó en ella, se hizo una paja, se corrió en una de las toallas del hotel. Tomó champán del minibar, volvió a fumar, miró anuncios de televisión británicos. Mandó SMS a Sophie, a su madre, a Nippe, Fredrik, Jet-set Carl. Volvió a jugar con el móvil, se preparó un baño pero pasó de bañarse. Leyó la revista
FHM,
miró las tías buenas de las páginas centrales.

A las tres salió a la calle y se compró un Twix y medio litro de Coca-Cola
light.
Luego pidió que le subieran un sándwich Club a la habitación.

Pensó: ¿Por qué no viene Abdulkarim?

Cuando volvió se sentó en la cama y subió las piernas. Pensó en Camilla. Cuando volviera a Suecia desenmarañaría los hilos de una vez por todas. Volvería a llamar a la policía; tenía que saber qué habían averiguado. Pero ahora mismo: a centrarse en el negocio de la coca.

Al final, a las cuatro, llamaron a la puerta.

Abdulkarim esperó fuera.

—Quieren que tú estás. Yo le he contado qué hemos visto. Discutimos todo. Ahora él quiere oír tu opinión. Quiere que tú eres su calculadora. Es la hora. Hora de negociar. Tú y el jefe.

El corazón de JW dio un vuelco. Entendió lo que significaba.

—Ha ido rápido para ti, amiguete. ¿Te acuerdas cuando te recogí delante del Kvarnen? Suerte de la leche que tú no dijiste no. Yo no preguntaría una segunda vez. ¿Lo sabes? Y ahora te sientas en la mesa de negociación con el jefe. Mi jefe. No soy yo el que se sienta ahí.

JW se preguntó si percibía un atisbo de envidia.

Se puso su
blazer
recién comprado y elogió a Harvey Nichols por la ropa guay.

Cogió el abrigo de cachemira.

Se sentía preparado para todo.

Abdulkarim le dijo a qué hotel tenía que ir, al Savoy. ¿No era genial? Savoy, uno de los diez mejores del mundo.

Estaba en el West End. El restaurante del hotel tenía una estrella en la Guide Rouge.

JW entró directamente. La seguridad en sí mismo lo arreglaba todo, igual que en casa, en Kharma. Se anunció en recepción. Después de dos minutos vino un hombre con traje oscuro de corte elegante con un pañuelo de seda en el bolsillo del pecho. Tenía el pelo engominado hacia atrás y una actitud indolente. Era imposible equivocarse: un verdadero rey de la cocaína.

El hombre se presentó en sueco con un ligero acento extranjero.

—Hola, JW. He oído hablar mucho de ti. Me llamo Nenad. A veces trabajo con Abdulkarim.

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