Dios en una harley: el regreso

 

Antes de conocer a Jim y enamorarse de él, Christine se había enamorado de su música. Ahora es su marido, y está claro que nunca llegará a ser una estrella del rock. Su situación económica no es muy buena. Ha pasado mucho tiempo desde que Dios la visitó –bajo la insólita apariencia de un joven montado en una Harley Davidson- para indicarle el camino hacia la felicidad con sus palabras sencillas y sabias. Tanto, que casi le parece un sueño. Cuando se casó con Jim estaba segura de que jamás volvería a sentirse sola. Sin embargo, el fuego de la relación se ha extinguido y percibe, con inquietud, que la vida se le escapa de las manos. Se siente insegura en su papel de madre, agotada, desilusionada e insatisfecha. La angustia que se acumula en su pecho está a punto de ahogarla. Ha olvidado que tiene un amigo que nunca la abandonará y que responderá a su llamada silenciosa…

Título original: God on a Harley: the return.

Traducción: .

Joan Brady, 2002.

ISBN: .

Joan Brady

D
IOS
EN UNA
H
ARLEY:
E
l
Regreso.

ePUB v1.0

geromar
05.04.12

Respondiendo a una llamada silenciosa,
Dios regresa cuando más se lo necesita.

UNO

A las cuatro y media de la madrugada, me levanté de la cama y me vestí apresuradamente en la oscuridad.

En fin, si es que a eso se le puede llamar vestirse. De hecho, alargué el brazo para agarrar el sujetador, me lo abroché en la cintura y luego me lo subí y pasé los brazos por los tirantes. Todo sin quitarme la enorme camiseta turquesa con la que dormía. Después me embutí en unos pantalones cortos de deporte, de esos elásticos, mientras metía los pies en un par de sandalias antediluvianas, que ya se habían amoldado a mis juanetes.

Eché una rápida mirada a la amodorrada masa de extremidades y pelo alborotado que era mi marido (aunque yo no debería hablar demasiado). El ojo inexperto podría creerlo casi en estado vegetal, pero yo sabía por años de experiencia que hasta la más ligera llamada de los niños le hacía saltar de la cama disparado. Es bueno para eso.

Me cepillé los dientes a la tenue luz de las farolas de la calle, que se filtraba por la ventana del cuarto de baño. Después busqué a tientas un bote de crema hidratante y me unté una fina capa en la cara. Con las llaves bien agarradas para que no hicieran ruido, me dirigí de puntillas hacia el portal, sorteé a la perra todavía dormida y salí a la bochornosa y húmeda mañana de Nueva Jersey.

Silenciosamente, pasé junto a la camioneta de Jim, de principios de los ochenta, y me fijé en que estaba aparcada en un ángulo algo raro. Miré por la ventana de atrás y vi que no había descargado los instrumentos musicales después del concierto de la noche anterior en el Harold's. Eso sólo podía significar dos cosas: que había llegado a casa mucho más tarde de lo normal y demasiado cansado para descargar el equipo o que se había tomado unas cuantas copas con los chicos después de cerrar.

Probablemente ambas cosas.

Como de costumbre, la noche anterior yo había aparcado mi Toyota junto al bordillo, lo más lejos posible de la caja de cerillas que teníamos por casa. Siempre me levanto temprano para hacer la compra en los supermercados que están abiertos toda la noche y no quiero que el ruido del viejo motor despierte a los niños.

Joey tiene nueve años y Gracie, siete, y para su edad tienen el sueño sorprendentemente ligero.

Giré la llave en el contacto y automáticamente apagué la radio. A buen seguro, ése sería el único momento durante las próximas veinticuatro horas en el que tendría garantizada una absoluta soledad, y mi intención era disfrutar de cada uno de sus segundos. Nunca pensé que llegaría el día en que me gustaría hacer la compra en plena noche, pero esta extraña rutina se había ido convirtiendo con los años en un ritual sagrado para mí, una especie de cita conmigo misma.

Me recogí el pelo con una goma y partí hacia las calles todavía desiertas y oscuras. En lo alto de la colina doblé a la derecha a la altura de una señal que decía: «Vuelva pronto a Neptune City», y que siempre me ha hecho gracia, porque a sólo unas cuantas manzanas hay otra en la que se lee: «Bienvenido a Neptune City».

Como en muchas de las pequeñas localidades costeras que se extienden a lo largo de la costa de Jersey, si estornudas un par de veces mientras conduces, puedes atravesar literalmente toda una población sin ni siquiera enterarte.

Las minúsculas poblaciones que bordean la costa son como las piezas de un complicado rompecabezas. El litoral de Jersey a menudo pasa desapercibido bajo la sombra gigantesca y algo opresiva de las tres grandes ciudades que lo rodean: Filadelfia al oeste, Nueva York al norte y Atlantic City al sur, por no mencionar la capital de la nación, un poco más al sur. Yo siempre he creído que para llegar a percibir realmente los matices que ofrece esta zona tan hermosa y pintoresca, se requiere cierto grado de sofisticación. Por ejemplo, la mayor parte de la población del cercano municipio de Ocean Grove está compuesta por ancianos; de ahí que la llamen «Ocean Grave»
[1]
.

Sin embargo, aunque muchas de esas poblaciones tengan nombres estrafalarios, no hay nada vulgar en el modo en que el sol asoma su ardiente cabeza por el horizonte en Avon-by-the-Sea, o en la forma en que la luna proyecta un camino plateado sobre el agua en Bradley Beach, o en cómo las estrellas decoran el cielo, claro y sin contaminar, de Neptune City.

Éstos son los pensamientos que me pasaban por la cabeza mientras conducía sin prisas hacia las brillantes luces de nuestro magnífico supermercado recién abierto, el Shop-Well. A pesar del crónico y grave estado de falta de sueño en el que vivo, esa hora de la madrugada parece despertar una faceta tímida y reservada de mi alma. Disponer de un rato para pensar es como tener el mundo para mí sola. A esta hora, el día todavía es un recién nacido, cargado de paz, promesas y potencial: de todas esas cosas que recuerdo que sentía hace un millón de años, cuando era joven y soltera.

Tenía treinta y ocho años cuando me casé, no era ninguna niña, así que sé muy bien que mi vida era distinta al frenesí que ahora comparto con Jim y los niños. Pero parece que no puedo recordar gran cosa de entonces.

El matrimonio y la maternidad han acelerado vertiginosamente el discurrir de mis días hasta el punto de que mi vida se ha convertido en una locura de actividad.

Creedme si os digo que, durante esos primeros treinta y ocho años de mi existencia, me pasaron un montón de cosas interesantes; cosas sobre las que no he hablado con nadie. Lo poco que todavía recuerdo me parece casi surrealista, como si se tratara de un sueño vagamente familiar. A veces me pregunto si todo aquello llegó a suceder de verdad.

En aquel entonces, pasé por un largo y doloroso período de citas con hombres de todo tipo (la mayoría del tipo equivocado) antes de acabar tropezando con Jim Ma Guire, un músico prometedor muy popular en la zona. Había comprado el único CD que ha grabado cuando lo oí una noche en una tienda de música cercana a la playa. Me había quedado sorprendida y profundamente impresionada por su belleza. Aunque hasta entonces no había oído hablar de Jim Ma Guire, me sentí instantáneamente atraída hacia él por su música, como una paloma mensajera que, de repente, se encuentra cerca de su destino final.

En aquella época, yo hacía el turno de tres a once en el Centro Médico Metropolitano y vivía en una romántica casita de playa alquilada. Me había apuntado a la filosofía del «menos es más» y no tenía mucho de nada. Tal como lo veía, cualquier cosa que no cupiera en el asiento trasero de mi coche no era más que un estorbo. Por increíble que parezca, en aquellos tiempos ni siquiera tenía despertador. Me decía que si no era capaz de levantarme a tiempo para llegar a mi turno a las tres, es que tenía problemas mucho más serios que un estilo de vida minimalista. La palabra «responsabilidad» sólo significaba algo durante la semana laboral de treinta y dos horas que había escogido. Era completamente ajena a conceptos como hipoteca, aparatos dentales y fondos para la universidad; temas que han acabado por consumirme.

Alrededor de media noche solía dejarme caer por un antro llamado The Cave, donde Jim solía amenizar la noche con su saxofón. Me enamoré de la música de Jim mucho antes de conocernos, lo cual en aquel momento consideré muy buena señal. Quiero decir que la música sale de algún lugar del alma, así que en cierto modo, me imaginé que el alma de Jim llamaba a la mía con su música, y todo parecía ser perfecto. No quiero parecer cursi, pero cuando el sacerdote nos declaró marido y mujer, un escalofrío me recorrió la espalda, porque sentí la increíble sensación de que Dios mismo había bendecido nuestro matrimonio.

Tras convertirme oficialmente en la señora de James Ma Guire, pensé que lo peor ya había pasado. Me avergüenza admitirlo, pero supongo que di por sentado que una vez casada con el hombre al que amaba todo iría bien. Estaba convencida de que haber encontrado por fin a mi alma gemela sería la clave del éxito de mi matrimonio. Una vez superado aquel obstáculo, creí ingenuamente que todos los demás componentes de nuestra relación (cosas como el trabajo, el dinero y la familia) irían encajando por sí solos en un colage enorme y feliz. Entonces no sabía que encontrar a tu media naranja es sólo una pequeña parte de lo que hace funcionar una relación. Yo había creído ciegamente que el amor romántico era la respuesta a absolutamente todo, y que estar casada significaba que jamás volvería a estar sola.

Qué equivocada estaba.

La carrera de Jim no terminó de despegar del modo en que habían pronosticado los entendidos en música que corrían por la costa. El público, amante inconstante, fue desplazando su atención hacia los roqueros más jóvenes que crecían a la sombra de Jim. Aunque él sostenía que nunca había compartido esas grandiosas expectativas de éxito y fortuna, yo noté un cambio sutil, casi insignificante, en la conducta de mi marido.

Observé que algo se apagaba en su mirada cuando se unió a una banda local y empezó a tocar en cualquier sitio que conseguía.

Hacia el final de nuestro primer año de casados, noté que la desilusión iba erosionando la confianza de Jim en sí mismo y amenazaba con arrebatarle su talento artístico. Oía su desencanto en las notas que salían de su saxo; lo notaba en sus dedos cuando me tocaba de formas que antaño me habían hecho temblar; lo saboreaba en los templados besos, que se habían vuelto tan mediocres como su música. Jim me acusó una vez de interponer un fino velo entre nosotros, un velo que ningún hombre, ni siquiera un marido, podía penetrar. Al principio, discrepé; quise convencerme de que no era cierto. Sin embargo, creo que tengo que admitir que oculto una pequeña parte de mí. Es la única parte que me pertenece por completo, casi como el latido de mi corazón, y temo que si la expongo a los caprichos de otro ser humano, podría morir. Quizás eso también fuera parte del problema.

Al mirar atrás y repasar todos estos años, debo confesar que el lenguaje está en la base de nuestros problemas. Jim habla la lengua de la autoexpresión, de los instrumentos musicales y de la libertad artística, mientras que yo sólo entiendo la jerga de la responsabilidad, la productividad y las consecuencias. Supongo que, inevitablemente, nos fuimos convirtiendo en dos extraños en ese territorio al que llamamos «nosotros», cada uno hablando en su propio dialecto sin que ninguno de los dos lograra ninguna comunicación significativa con el otro.

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