Dios en una harley: el regreso (4 page)

Joe no hacía alarde de su poder en absoluto y eso me gustaba. De hecho, me enamoré un poco de él durante el tiempo que pasamos juntos, aunque todavía me da reparo admitirlo.

Por aquel entonces, Joe me había contado que se encontraba en una especie de misión, durante la cual debía pasar un poco de tiempo con cada persona del mundo, en lugar de dirigirse a las masas, como había hecho durante su larga y triste historia. Esos días, iba por ahí dando a cada individuo una serie de directrices que sólo resultaban pertinentes para esa persona en concreto. La última noche que lo vi, Joe había grabado mis directrices personales en un pequeño amuleto de oro que me regaló justo antes de marcharse.

Años más tarde, cuando todavía era un bebé, mi hija Gracie lo sacó de mi joyero. En un abrir y cerrar de ojos, lo echó al váter y tiró de la cadena en un momento en que se suponía que Jim debía estar vigilándola. Me partió el corazón, y Jim no entendía por qué me apenaba tanto por un amuleto de oro tan minúsculo. Como ya he dicho, nunca le había contado esto a nadie hasta hoy porque seguramente habrían pensado que alucinaba y me habrían encerrado. Jim seguía preguntándome por qué estaba tan disgustada, pero yo nunca se lo conté.

Se ofreció a comprarme otro colgante, el que quisiera, para que dejara de preocuparme por el que había perdido y no siguiera haciéndole sentir mal. Le dije que nunca podría reemplazarlo y así quedó la cosa.

Ninguno de los dos lo volvió a mencionar. Nunca pensé que vería a Joe de nuevo y, al no tener ninguna prueba tangible de su existencia, comencé a creer que quizá lo había soñado todo.

Joe siempre encontraba la forma de hacerme seguir el camino adecuado, y no podía creer que estuviera viendo de nuevo su precioso y sereno rostro. Estaba tan impresionante como siempre, alto y delgado, con algunas canas plateadas en el pelo antes de un negro azabache, que todavía llevaba elegantemente largo.

Como la primera noche que lo vi, me tendió la mano. La acepté con timidez e inmediatamente sentí una sensación que sólo puede describirse como de estar de nuevo en el hogar. Joe me besó dulcemente los dedos y me invadió una profunda alegría.

De repente, deseé que Joe me abrazara con sus poderosos brazos y me protegiera de todo lo que me hacía daño. Deseé fundirme con él, apoyar mi cabeza en su corazón y volver a oír las olas del océano, como la noche en que nos conocimos.

Pero no me atrevía.

No tenía ni idea de si sería apropiado o no, así que decidí esperar y observar. Me quedé de pie con la mano felizmente acurrucada en la suya, esperando algún signo que me revelara que todavía podía abrazarlo.

Entonces recordé algo y, por alguna extraña razón, de todo lo que me oprimía en la vida, lo primero que le dije fue:

—¿Por qué no me has querido traer las gasas que te he pedido?

—Ay, Christine —exclamó, tras reír a mandibula batiente, sin dar muestras de enfado—. Todavía tienes mucho miedo y desconfianza, ¿verdad?

—Bueno, tú también lo tendrías —me defendí—, si vieras todas las enfermedades contagiosas con las que me encuentro a diario.

—Lo sé —admitió Joe, comprensivo, después de otra carcajada—. Pero tienes que olvidar todo eso. Yo sé qué pasará con esas cosas incluso antes de que ocurran. Sólo intentaba ahorrarte algo de tiempo y preocupación. Eso es todo. Sabía que Harry no tenía ninguno de esos… ay, ¿cómo lo llamáis?

—Factores de riesgo —le asistí. —Eso, factores de riesgo. —Ya, pero ¿cómo iba a saber yo que podía fiarme de ti? —le solté. Me di cuenta de que había adoptado un tono defensivo, pero continué de todos modos—. Estaba ahí tirada en el suelo, hablando a un montón de pies. Además, ahora tengo dos hijos y no quiero llevarles nada a casa, ¿sabes?

—De acuerdo —concedió Joe—, haces bien en preocuparte. Me alegra ver que el instinto maternal que instalé en ti funciona bien. Por cierto, lo has hecho muy bien ahí dentro.

—En realidad, me equivoqué —admití algo avergonzada—. Se supone que antes de buscar el pulso hay que escuchar la respiración. Supongo que estaba un poco nerviosa. En el trabajo eso me habría hecho perder puntos.

Joe levantó la vista hacia el cielo, y me soltó la mano y metió las suyas en los bolsillos de los vaqueros.

Vaciló un instante y luego me miró de frente a los ojos.

—Tienes razón —dijo finalmente—. Que hayas salvado una vida ahí dentro no quiere decir que debas permitirte ninguna negligencia, ¿verdad?

Hice una mueca, porque sabía adonde quería ir a parar. Nunca me ha gustado congratularme demasiado por nada. Por alguna razón (que sospecho que tiene que ver con mi educación en un colegio religioso), siempre me he sentido mejor con las críticas que con los cumplidos. Tenía la sensación de que Joe me lo iba a reprochar.

—En serio, Christine —dijo, sacando las dos manos a la vez—, ¿nunca te cansas de vapulearte?

—Parece que no —reí.

Se instaló entre nosotros un pesado silencio, como una cortina de terciopelo. Como siempre, Joe esperó a que yo decidiera qué más quería decir.

—Oh, Joe —acabé por estallar, sacudiendo la cabeza—. Supongo que me siento fracasada.

—¿Por salvar a un hombre ahí dentro? —Inquirió con ternura, y no había ni el más mínimo indicio de sarcasmo en sus palabras.

—No. Porque te he fallado —confesé—. Porque he vuelto a las andadas desde la última vez que estuvimos juntos. Quiero decir que, ¿cuánta gente tiene al propio Dios como su mentor personal? E incluso con esa enorme ventaja, me he vuelto a sentir miserable. Supongo que lo que me pasa es que estoy avergonzada y ya está.

—Ya veo —dijo Joe, sin coincidir ni discrepar. Sólo «ya veo».

No le miré a la cara; no quería. En lugar de eso, me centré en sus manos, cálidas, suaves, de un tamaño desproporcionado, aunque supongo que necesario para sostener los problemas de la gente.

Vi que una bandada de gorriones se posaba en el asfalto, justo detrás de él, y comenzaban a comer, sin ceremonias, de una bolsa de palomitas tirada en el suelo.

Aunque algunos de los gorriones estaban a sólo unos centímetros de los pies de Joe, no parecían sentirse amenazados por su presencia y se dedicaban a lo suyo, sabiendo que podían bajar la guardia mientras estuvieran a su lado.

Conocía la sensación.

—Hay algo más que necesito decir —murmuré suavemente.

Joe esperó pacientemente a que descargara mis temores y preocupaciones, y, la verdad, no le decepcioné.

Las palabras comenzaron a brotar de mis labios con tanta rapidez que hasta olvidaba respirar. Eran cosas importantes y tenía que sacarlas antes de perder los nervios.

—Temo que te canses de ayudarme —comencé con voz trémula—. De verdad, puse en práctica todos aquellos grandes principios que me enseñaste cuando todavía era soltera, pero después me casé con Jim y, antes de darme cuenta, llegaron los niños y, de algún modo, dejé esas importantes lecciones en el cajón y me olvidé de ellas hasta que, al final, ya ni siquiera me parecían reales. —En ese punto tomé aire, pues lo necesitaba—. Por eso tengo miedo de que te sientas defraudado e impaciente conmigo —concluí—. Porque soy una alumna muy lenta, ¿sabes?

—Ya veo.

Volvió a quedarse mudo, por si había algo que yo quisiera añadir a esa pequeña diatriba.

Satisfecho al ver que no quedaba nada más, continuó.

—Me parece que la única que se muestra impaciente contigo eres tú misma —me dijo con verdadera sinceridad—. ¿Es que no te das cuenta?

—Se nota que no has hablado con mi ma rido y mis hijos, ya veo. No lo pilló.

—Christine, a tu capacidad de aprendizaje no le ocurre nada —me aseguró, sin hacer caso de mi último comentario—. La iluminación espiritual no es ninguna carrera ni ningún concurso. En realidad, es mucho más fácil recordar cómo debes cuidar de ti misma y cómo puedes ser feliz cuando tú eres la única persona de la que debes preocuparte. Cuando además de todo eso tienes una familia, la cosa es mucho más complicada. ¿No te das cuenta? Cumpliste muy bien con esos principios mientras eras soltera, pero luego te pasé a un nivel con un reto ligeramente superior. Debes verlo como un aumento de categoría.

Me sentí como si me acabaran de quitar cien kilos de encima. Debí haber sabido que no encontraría castigos ni críticas en Joe Era una criatura buena y llena de amor, y me parecía que su principal prioridad era siempre hacerme sentir mejor. ¿Entendéis ahora por qué me enamoro de este hombre cada vez que lo veo? ¿Dónde se encuentra compasión, comprensión y amor verdadero? ¿Cómo podría haber alguien que no amara a este hombre? —Todo el amor es perfecto —afirmó Joe. Recordé que podía leerme el pensamiento. Cuando nos conocimos, eso me sacaba de quicio, pero esta vez no me molestó. Supongo que eso era una muestra de progreso por mi parte.

—Estoy muy asustada, Joe —me oí decir, y sin previo aviso rompí a sollozar y las lágrimas empezaron a resbalar por mi rostro—. Siento haber metido la pata tantas veces. Tienes razón, claro. Yo soy la que se impacienta y se frustra, y no sólo conmigo misma. A veces me agobio y me enfado con los niños, y me siento muy culpable… —dije, conteniendo las lágrimas—. Quiero mucho a Joey y a Gracie, ¿sabes?, pero tengo miedo de que ellos no lo sepan porque siempre estoy tensa, cansada y ajetreada.

—Todo irá bien, Christine —me dijo con una enorme confianza, sonriendo afablemente. Entonces me sorprendió, porque me acercó a él. Yo disfruté del instante y respiré la esencia familiar de aquel hombre como si la hubiera estado ansiando, y de hecho, así había sido. Como los pequeños gorriones que tenía a los pies, me relajé por completo ante la presencia tranquilizadora de Joe—. Confía en mí, ¿vale? —le oí susurrarme al oído.

Entonces sentí que algo me oprimía la boca del estómago. Era cálido, sobrenatural y maravilloso a la vez.

Además arañó la puerta que daba a mis recuerdos hasta que rememoré la última vez que lo había sentido. Era una sensación únicamente atribuible a Joe. Dejé que los antiguos sentimientos renacieran y me hicieran sentir de nuevo guapa, tranquila y viva. No pude evitar pensar si aquel exquisito efluvio de emociones y sentimentalismo que estaba liberando podía constituir una posible infidelidad por mi parte. ¿Estaba siendo adúltera? No paraba de preguntármelo.

—¿Puedes parar de sentirte culpable, por favor? —Oí que me decía Joe. Me reí.

—Escucha —dije, levantando la cabeza para mirar su bello rostro—, me muero de ganas de preguntarte algo.

—Pregunta —me invitó.

—Es sobre aquel guiño que me hiciste hace diez años, ¿sabes de qué te hablo?

Se tomó su tiempo y reflexionó un momento.

—¿Te refieres a la noche que conociste a Jim y os largasteis en su Harley?

—Sí, eso es —reconocí con entusiasmo—. Nos paramos en el semáforo en rojo y yo miré fijamente la medalla que Jim llevaba en el cuello. Entonces supe que él era el hombre que debía elegir.

—Sí. Me acuerdo perfectamente.

—Bueno, es que siempre me he preguntado si no me equivoqué aquel día —confesé, y advertí que había sonado algo sumisa. Odiaba ponerme tan sensiblera e insegura.

—¿Por qué? —preguntó Joe, sin hacer caso de mi repentina inseguridad.

Ahora fui yo la que vaciló antes de contestar. —Bueno, yo pensé que tú me dabas tu aprobación. Ya sabes.

Pensé que me estabas diciendo que Jim Ma Guire era el hombre adecuado para mí. Ya sabes, mi alma gemela y todas esas cosas. ¿Estaba en lo cierto?

—Quizá —respondió Joe, dibujando una sonrisa.

—Bueno, pues creo que a lo mejor te equivocaste —barrunté inexpresivamente.

—¿Ah? —fue todo lo que dijo, con cara de sorpresa.

De nuevo, las lágrimas se me agolparon en los ojos, pidiendo ser liberadas. Diez años de dudas, decepción y rabia en mi matrimonio quedaron instantáneamente licuados y corrieron mejillas abajo. Lo que me salió por la boca después me sorprendió tanto como a Joe.

—Ya no quiero a mi marido —balbuceé— y te he rezado durante estos diez años para que me ayudaras de algún modo, pero nunca me hiciste caso. No me escuchabas, ¿verdad?

Joe pareció algo dolido y me sentí inmediatamente arrepentida por haber sido tan dura con él. Hasta ese preciso momento, no me había dado cuenta de que había estado acarreando un terrible rencor contra Joe y contra mi marido, los dos hombres más importantes de mi vida. Pero ya no había vuelta atrás. Había dicho lo que tanto había temido decir durante todo aquel tiempo y no había manera de retroceder. Y en realidad tampoco quería.

—¿De verdad piensas eso, Christine? —preguntó Joe con calma—. Después de todo lo que te he enseñado, ¿todavía piensas que no estaba contigo? —Por primera vez, no esperó a que le contestara—. Yo estaba y tú lo sabes —insistió—. Siempre estuve a tu lado, si no te importa que te lo diga, pero tú estabas tan ocupada en tu universo que ni siquiera me viste.

Eso tenía toda la pinta de ser cierto, pero no estaba dispuesta a admitir mi culpabilidad tan pronto, así que me quedé allí de pie, respirando ruidosamente, lloriqueando y gruñendo, sin decir una palabra. Quería volver a estar segura de su amor por mí.

—Estuve ahí el día de tu boda —continuó Joe—. Y sé que entonces lo sabías. ¿Me equivoco?

—Muy bien. Sí, de ese día me acuerdo —coincidí—. Ese día noté tu presencia.

—Y también estuve ahí cuando diste a luz al pequeño Joey y, dos años más tarde, a Grade —añadió.

—Pues no lo parecía —dije, poniéndole morros—. Ésas dos fueron las ocasiones en las que me convencí de que no me escuchabas.

—¿Cómo no iba a escucharte? —rió—. Recuerdo que gritabas mi nombre con todas tus fuerzas.

Aunque me sentí un poco avergonzada, todavía necesitaba más pruebas, como siempre.

—Vale, muy bien, sí que estabas —cedí—. Pero, ¿y el dinero? ¿Y mis dolores de espalda, mis juanetes y mi fatiga crónica? Y encima tengo que ir a ese odioso trabajo para sobrevivir. Qué pasa con todo eso, ¿eh?

Joe se quedó mudo tanto rato que me pregunté si me había pasado de la raya. Sin embargo, justo cuando iba a disculparme, me abrazó entre sus brazos fuertes y tiernos. Me sorprendió lo poco que me costaba pasar de ser una adulta enfadada y acusadora a ser una niña asustada y confusa que necesitaba consuelo.

—Tu actual estilo de vida quizá requiera que trabajes en el hospital una temporada —susurró suavemente en mi oído—, pero no tienes que sentirte desgraciada por eso.

Por supuesto, tenía razón, pero no sabía cómo encajar un trabajo que erosionaba lentamente mi espíritu altruista, o lo que quedaba de él. Además, en aquel momento, era demasiado inestable para pensar con claridad. Sólo quería consuelo y esperaba que Joe lo entendiera.

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