Dioses, Tumbas y Sabios (14 page)

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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

En este paisaje, en el cual destacaban brillantes cúpulas y delicados minaretes, las ciudades estaban pobladas por hombres de cien razas y colores:
fellahs
, árabes, nubios, bereberes, coptos, beduinos, negros, y en medio de la abigarrada confusión de mil lenguas distintas se erguían, como un saludo de otro mundo, innúmeras ruinas de templos, de tumbas, de pórticos.

Allí se alzaban, sobre un desierto sin sombra, alineadas en la «plaza de armas del Sol», las pirámides —setenta y siete dejaron sus huellas en los alrededores de El Cairo—. Eran las tumbas inmensas de los reyes, una sola de las cuales está constituida por dos millones y medio de bloques de piedra, reunidos por más de cien mil esclavos en el transcurso de veinte años.

Allí estaba también una de las esfinges, mitad hombre, mitad bestia, con su melena de león lastimado, y la nariz y los ojos convertidos en simples agujeros, después que los mamelucos se habían servido de su cabeza como blanco de tiro de sus cañones; pero allí reposaba desde hacía milenios, echada con calma digna de un lapso de tiempo indefinido, tan poderosa y colosal en sus proporciones, que Tutmosis, soñando en perpetuar su reinado, pudo construir un templo entre sus garras.

Y allí, recortados, estaban también los obeliscos que guardaban la entrada de los templos, cual dedos levantados ante el desierto, erguidos hasta veintiocho metros, en honor de los reyes y los dioses. Había asimismo templos instalados en grutas y cuevas, estatuas desde el «Alcalde» hasta el Faraón, columnas y pilones, esculturas de toda clase, relieves y pinturas. En infinitas procesiones se representaban las realezas que antaño habían dominado el país, rígidamente ordenadas, exhalando grandeza en cada movimiento, siempre de perfil y dirigiéndose a una meta: «La vida de los egipcios consistía en caminar hacia la muerte». Tan acentuada se halla tal tendencia en los relieves murales egipcios, que
el camino
podía ser explicado por un filósofo moderno como el supremo símbolo egipcio original, comparable en la profundidad de su valoración con el concepto del
espacio
occidental o del
cuerpo
griego.

Y todo, todo este gigantesco cementerio de monumentos estaba cubierto de jeroglíficos, signos, representaciones plásticas, contornos, alusiones, cifras, misterios y enigmas; con un simbolismo riquísimo de personas, de anímales, de seres fabulosos, de plantas, de frutos, de utensilios, de prendas de vestir, de trenzados, de armas, de figuras geométricas, de líneas onduladas y de llamas. Se hallaban tallados en la madera, grabados en la piedra, y escritos en los innumerables papiros. Se representaban en las paredes de los templos, en las cámaras de las tumbas, en las lápidas conmemorativas, en los sarcófagos, en las estelas, en las imágenes de los dioses, en los armarios y en los recipientes; hasta los utensilios para escribir y los bastones aparecían adornados por signos jeroglíficos. Al parecer, los egipcios fueron el pueblo que más gustaba de escribir. Si alguien quisiera copiar las inscripciones del templo de Edfú y para ello se pasara escribiendo desde la mañana hasta la noche, no terminaría ni en veinte años.

Todo este mundo fue abierto por la
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a la mirada de Europa, al Occidente investigador y curioso que se había propuesto explorar el pasado; a Francia, que por indicación de Carolina, la hermana de Napoleón, se consagraba a excavar con renovado celo las ruinas de Pompeya, y cuyos sabios habían aprendido de Winckelmann los primeros métodos de la investigación y el arte de la contemplación arqueológica y estaban ansiosos de comprobarla.

Y después de tanta loa acumulada en la
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, ya es hora de señalar una reserva: ciertamente, el material descubierto era, en cuanto a descripciones, dibujos y copias, muy rico, pero generalmente, cuando los editores se referían al Egipto antiguo, se limitaban a mostrarlo y no decían nada, porque no sabían qué explicación dar, y cuando la daban era equivocada.

Todos los monumentos presentados permanecían mudos y cualquier orden que se les atribuía era supuesto más que probable. Los jeroglíficos, no supieron leerlos; los signos, no podían interpretarlos; aquel idioma era desconocido. La
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descubría un mundo tan nuevo en sus relaciones, en su orden y en su significación, que era un completo enigma.

¡Cuántas cosas se sabrían si se lograra leer los jeroglíficos! Pero ¿sería posible tal cosa? De Sacy, el gran orientalista de París, declaró:

«El problema está muy confuso y científicamente no tiene solución». Por otra parte, ¿no había publicado el profesor Grotefend, de Gotinga, un folleto que enseñaba el camino para descifrar la escritura cuneiforme de Persépolis?, ¿no había presentado ya los primeros resultados de su interpretación?, ¿no había trabajado Grotefend con muy poco material, mientras aquí había innumerables inscripciones?, y ¿no había hallado un soldado de Napoleón una piedra de basalto, muy negra, de la cual no solamente los sabios que la vieron, sino también el periódico que publicó la primera noticia, habían afirmado que en ella estaba la clave para descifrar los jeroglíficos, merced a un afortunado azar? ¿Dónde estaba, pues, el hombre que supo aprovecharse de aquella mágica piedra?

Poco después del hallazgo, el
Courrier de l'Egypte
, bajo la revolucionaria fecha de
le 29 fructidor, VII année de la République
, y bajo la mención:
Rosette, le 2 fructidor an 7
, había publicado un informe del hecho. Y una casualidad que parece harto extraña llevó este periódico, publicado en Egipto, a la casa paterna de aquel que, tras un trabajo genial y único, llegó, veinte años más tarde, a leer las inscripciones de aquella piedra negra y halló la solución al enigma de los jeroglíficos.

Capítulo X

CHAMPOLLION Y LA PIEDRA TRILINGÜE DE ROSETTA

Cuando el ilustre frenólogo doctor Gall iba de un lugar a otro divulgando su teoría sobre interpretación de facultades por el estudio del cráneo, admirado por unos e insultado por otros, venerado por muchos y envidiado por no pocos, en París le presentaron a un estudiante muy joven. Gall, midiendo inmediatamente con su mirada el cráneo del presentado, exclamó lleno de emoción:

—¡Ah, qué talento para los idiomas!

Aquel joven de dieciséis años que Gall tenía ante sí dominaba, en efecto, además del latín y del griego, media docena más de lenguas orientales.

En el siglo XIX se ensayó un estilo de biografías que escarbaba con tesón en los más mínimos detalles de los personajes y que, por ejemplo, podía haber dicho que en cierta ocasión Descartes, a la edad de tres años, ante el busto de Euclides, pudo haber exclamado «¡Ah!». Este género biográfico podía coleccionar también las facturas del planchado de la ropa de Goethe para comprobar en ellas las huellas del genio.

El primer ejemplo nos descubre una simple tontería «metódica»; el segundo puede ser una trivial estupidez. Pero en estas fuentes se nutren las anécdotas, y ¿qué se puede hacer contra las anécdotas? Incluso esa historieta de Descartes a los tres años vale tanto como un folletón escrito en el blando suelo de las reflexiones ligeras. Por eso no nos avergonzamos en relatar el maravilloso nacimiento de Champollion.

A mediados del año 1790, el librero Jacques Champollion, establecido en el pequeño pueblo de Figeac, cuando todos los médicos se habían declarado incapaces de hacer nada, hizo acudir al lecho de su mujer, enferma paralítica, el curandero Jacqou. En el Delfinado, al sudeste de Francia, Figeac se encuentra en la provincia de los Siete Milagros, una de las comarcas más bellas, poblada por gente dura, apegada a sus costumbres y que difícilmente despierta de su letárgia habitual, pero que, si alguna vez lo hace, se halla inclinada a un fanatismo desbordante; por eso se entrega con facilidad a toda creencia en lo extraordinario y milagroso.

El curandero mandó a la enferma —y esta circunstancia y la que sigue la confirman varios testigos— acostarse sobre unas hierbas previamente calentadas e ingerir un brebaje de vino caliente. Y anunció que sanaría enseguida; y lo que más sorprendió a toda la familia fue que afirmó además que daría a luz un niño que sería famoso y su fama perduraría por los siglos.

Al tercer día se levantó la enferma, y el 23 de diciembre de 1790, a las dos de la madrugada, nació Jean-François Champollion, el hombre que más tarde conseguiría descifrar los jeroglíficos. Las profecías del curandero se cumplieron.

Si los hijos engendrados por el diablo tienen pie equino, no nos sorprenderá hallar unas características más triviales en este caso, en el que un brujo puso su mano en el juego. El médico, después de reconocer al pequeño François, vio con asombro que tenía la córnea amarilla, característica propia de los orientales y que en un ciudadano de la Europa central es una singularidad. Además presentaba una tez muy oscura, casi de color pardo, y todos los rasgos de su cara eran visiblemente orientales. Veinte años más tarde llevará aún el mote de «el egipcio». Por lo demás, era hijo de los días de la gran Revolución, pues en septiembre de 1792 se había proclamado la República en Figeac y desde abril de 1793 reinaba el Terror. La casa paterna de Champollion estaba a treinta pasos de la
Place d'Armes
—que posteriormente llevará su nombre—, lugar donde se plantó el simbólico árbol de la Libertad. Los primeros sonidos que percibió conscientemente fueron la música ruidosa de
La Carmagnole
y el llanto de los que buscaban refugio en su casa huyendo del populacho desenfrenado, entre los que se contaba un sacerdote que fue su primer maestro.

«Cinco años tiene —anota ingenuamente un biógrafo emocionado— cuando ejecuta su primera labor descifradora comparando nociones adquiridas de memoria con letras impresas, y así aprendió a leer por sí solo. A los siete años escasos oyó por primera vez la mágica palabra Egipto "en el engañoso brillo de una
fata morgana
", ya que su hermano, Jacques Joseph, doce años mayor que él, fracasa en su deseo de participar en la expedición a Egipto».

Según puede comprobarse, es un mal alumno en Figeac, motivo por el cual su hermano, ya filólogo de talento e interesado en la arqueología, va a buscarlo, lo lleva a Grenoble en el año 1801 y se preocupa de su educación. Poco después, François, que tiene once años, demuestra extraordinaria afición por el latín y el griego, y empieza a dedicarse con aprovechamiento asombroso al estudio del hebreo, lo que induce a su hermano a reservar al más joven el nombre de la familia y a llamarse modestamente Champollion Figeac, e incluso más tarde solamente Figeac. Aquel mismo año, el joven François tuvo ocasión de conversar con Fourier, que había participado en la expedición a Egipto: era un famoso físico y matemático y había ocupado los cargos de secretario del Instituto Egipcio de El Cairo, Alto Comisario francés ante el Gobierno egipcio, presidente de los Tribunales y jefe de una importante comisión científica. En aquel entonces era prefecto del departamento de Isére, habitaba en Grenoble y había formado un círculo con los intelectuales más destacados de la región. Durante una inspección escolar discute con François y, sorprendiéndole su viveza, le invita y le enseña su colección egipcia. Aquel niño contempla hechizado los primeros fragmentos de papiros y las primeras inscripciones jeroglíficas en planchas de piedra.

—¿Se sabe leer esto? —pregunta. Fourier mueve la cabeza negativamente.

—¡Yo lo leeré! —dice el pequeño Champollion, convencido. Más tarde repetirá frecuentemente aquella anécdota.

—Dentro de unos años yo lo leeré. Cuando sea mayor.

¿No nos recuerda esto a aquel otro niño que decía a su padre: «¡Yo hallaré Troya!» con la misma convicción y seguridad visionaria? Pero ¡cuan distintamente, con qué métodos tan diametralmente opuestos se iban a realizar sus respectivos sueños juveniles! Schliemann como autodidacta, Champollion no desviándose un ápice del camino trazado por su formación científica, aunque es cierto que recorrió este camino con una rapidez que sobrepasó a todos sus compañeros de estudio. Schliemann, cuando empezó su obra, carecía de toda base profesional; Champollion iba ya preparado con todos los conocimientos que su siglo podía ofrecerle.

Su hermano se preocupó de sus estudios y trató de dominar la sed inmensa que por los conocimientos sentía el niño. Y siempre en vano, pues Champollion se lanzaba a las regiones más apartadas del saber y quería conocerlo todo. A los doce años escribió su primer libro con el extraño título: «Historia de perros célebres», viéndose ya entonces que la carencia de una visión clara le obstaculiza en aquel trabajo; ello le hace esbozar una tabla histórica que denomina con pedantería pueril «Cronología de Adán hasta Champollion el joven». El hermano mayor le había cedido el apellido, como hemos dicho, porque presentía que un día había de darle mayor lustre. En cambio, Champollion se llama a sí mismo «el joven» para que le distingan de su hermano.

A los trece años empieza el estudio del árabe, el sirio, el caldeo y el copto. Y, cosa notable, todo cuanto aprende y hace, todo cuanto centra su interés, ronda en el mágico círculo de Egipto.

Ya puede ocuparse en lo que sea, que sin sospecharlo siquiera pronto se ve envuelto en un problema egipcio. Estudia el chino antiguo, en un intento de probar su parentesco con el antiguo egipcio. Estudia textos del zenda, el pahlavi y el parsi, los idiomas de los países más lejanos, los materiales más dispares, y estimulado por el recuerdo de Fourier va organizando todos sus conocimientos. Y en el verano de 1897, a los diecisiete años, proyecta el primer mapa histórico de Egipto, el primer mapa del reino de los faraones.

Solamente puede comprenderse su audacia pensando que para ello no contaba con más base que citas de la Biblia, textos latinos, árabes y hebreos, generalmente mutilados, y comparaciones con el copto, único idioma que acaso podía servirle de puente en el antiguo egipcio, ya que en el Alto Egipto se hablaba aquella lengua todavía en el siglo XVIII de nuestra era.

Al mismo tiempo reúne material para un libro. De pronto decide marchar a París, pero los académicos de Grenoble desean que termine su trabajo. Esperaban el acostumbrado trabajo retórico. Pero Champollion hizo el esbozo de su libro «Egipto bajo los faraones».

Y el día 1 de septiembre lee la introducción. Un joven esbelto, altivo, con la petulancia del adolescente, se presenta ante la solemne Academia provinciana y expone tesis audaces presentadas con una lógica convincente. El efecto producido es extraordinario. Por unanimidad, aquel jovenzuelo de diecisiete años es nombrado miembro de la Academia, y Renauldon, su presidente, se levanta, le abraza y dice:

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