Dioses, Tumbas y Sabios (11 page)

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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

Por eso aquel palacio se presentaba entonces a la vista del navegante que se acercaba a las costas, no como un áspero castillo, sino que ofrecía con sus columnas de cal blanca, sus paredes cubiertas de refulgente estuco, brillantes bajo el ardiente sol mediterráneo, algo así como una joya de los mares que hacía centellear todas las facetas de su gran riqueza. Evans descubrió las bodegas y despensas. Allí se alineaban un jarro junto a otro; tinajas gigantescas ricamente ornamentadas con dibujos artísticos, análogos a los que antes se habían encontrado en Tirinto, que antaño se vieron llenas del dorado aceite. Evans se esforzaba en calcular la capacidad total de aquellas tinajas de aceite y llegó a la cifra de 75.000 litros. Riqueza en reserva de un solo palacio.

Y ¿quiénes eran los que disfrutaban de aquellas riquezas? Evans descubrió, al poco tiempo, que sus hallazgos no podían pertenecer todos a la misma época, que no todas las murallas databan del mismo período, ni que toda la cerámica, la porcelana y la pintura representaban el mismo estilo. Pronto reconoció las capas de aquella civilización, en una inteligente visión de los milenios. Y así estableció una división que aún se sigue hoy día: un período minoico primitivo desde el milenio tercero hasta el segundo; un minoico medio hasta 1600 a. de J. C., aproximadamente, y un minoico tardío —el período más breve, con un rápido final— hasta 1250 a. de J. C., aproximadamente. Incluso halló huellas de actividad humana anteriores al primer período de la época que denominamos neolítica, pues el metal era aún desconocido y todos los utensilios empleados eran de piedra. Así, hasta una época que alcanzaba diez mil años, fijó Evans la antigüedad de aquellos testimonios; otros investigadores no admitieron tan lejano período de la historia, pero dan como seguro un mínimo de cinco mil años.

¿Cómo calculaban estas fechas, por qué procedimiento? Evans determinó cada época por la presencia de objetos de origen extranjero, por ejemplo, cerámica de Egipto, que correspondía a períodos en que reinaron faraones cuyas fechas están bien determinadas. El apogeo y la cumbre de esta civilización se sitúan en el período de transición del minoico medio al minoico tardío, es decir, en los decenios que transcurren alrededor del año 1600 a. de J. C., que fue cuando probablemente vivió Minos dominando con su flota los mares circundantes. Aquella fue la época en que un bienestar general desarrolló el esplendor y se practicaba el culto a la belleza; las pinturas murales presentaban jóvenes caminando por praderas y cogiendo flores que depositaban en esbeltas ánforas; o doncellas que andaban por campos de lirios. La cultura, entonces, estaba a punto de convertirse en simple suntuosidad y la pintura ya no era adorno dominado por formas recias, sino que campeaba la delicia de los colores con un brillo refulgente. En Creta, habitar una casa no era necesidad, sino lujo. Los vestidos no eran, tampoco, simple necesidad de la naturaleza y de las costumbres, sino fruto del gusto y del refinamiento.

No es de extrañar que Evans empleara la expresión «moderno» para lo que hallaba. Aquel edificio, de medidas aproximadas a las del palacio de Buckingham, tenía cloacas para los desagües y lujosas termas, instalaciones para la ventilación, filtros de agua a base de grava, y grandes pozos negros. Pero más identidad hallaba él con los tiempos modernos al contemplar el aspecto de las personas, sus actitudes, sus vestidos y sus modas.

A principios del período minoico medio, las mujeres solían tocarse con unos sombreros altos, puntiagudos, y vestían largas faldas con dibujos de color, abiertas por delante y sostenidas por un cinturón; los cuellos eran altos, erguidos y llevaban al descubierto el pecho.

Esta antigua indumentaria se convirtió en la época del apogeo en un vestido muy refinado. La sencilla túnica se había trocado en un corpiño con mangas, muy ceñido al talle, con formas complicadas, dejando de nuevo descubierto el pecho, pero ahora con llamativa coquetería y provocación. Las faldas, de variados colores, caían largas, plisadas, y algunas de ellas adornadas con dibujos en los que se representaba una colina en la que se ven flores de loto estilizadas; sobre esta prenda llevaban un mandil de vivos colores. Para la cabeza, las mujeres usaban unos sombreros altos, inspirados en aquel primitivo tocado en forma de cucurucho puntiagudo, ¿Hemos de considerar tal audacia como de un gusto supermoderno o grotesco? Si lo moderno es que las mujeres lleven el pelo corto lo mismo que los hombres, aquellas buenas cretenses ya eran bien modernas hace varios milenios, pues lo llevaban igual de corto que los hombres.

Así las vemos en las pinturas: con negligente gracia en sus movimientos, lánguidamente extendidas en sillas de jardín, jugando con un guante, o en animada conversación, con ese encanto que hemos dado en llamar parisiense. Tanto por la mirada como por la expresión toda, parece imposible que se trate de damas de una época que dista miles de años de la muestra.

Para evocar aquellos tiempos lejanos, basta echar una ojeada a los hombres. Como único vestido, todos llevan una especie de enagüilla.

Entre las maravillosas pinturas encontradas por Evans —cuyo encanto y hechizo sentían incluso los incultos obreros— se repetía siempre una cuyo tema ya conocemos: el bailarín delante del toro.

¿Un bailarín? ¿Un torero? ¿Un artista? Esto era lo que suponía Schliemann cuando halló tal representación en Tirinto, en aquel castillo oscuro de frontera adelantada, donde no había nada que le pudiera recordar las antiguas leyendas, los toros, los sacrificios y la sangre humeante en el ara de los templos.

Pero ¿acaso no estaba Evans en el terreno mismo donde había gobernado Minos, el legendario rey del Minotauro, monstruo parecido a un toro? ¿Qué dice a este respecto la leyenda?

Pues bien, dice que Minos, rey de Cnosos, de toda Creta, y señor de todos los mares helénicos, envió a su hijo Androgeo a participar en los juegos de Atenas. Más fuerte que todos los griegos, venció, y por envidia fue muerto por Egeo, rey de Atenas. Su padre, enfurecido, invadió la ciudad en implacable guerra, la sometió y exigió una expiación terrible. Cada nueve años, los atenienses habían de mandar la flor de su juventud, un tributo consistente en siete jóvenes varones y siete doncellas que serían sacrificados al monstruo de Minos. Pero cuando el terrible sacrificio se preparaba por tercera vez, Teseo, hijo de Egeo, que había regresado después de un viaje en el que realizó muchas proezas, se ofreció para ir en barco a Creta y matar al monstruo.

El barco surcó el mar hacia la isla de Creta, un mar azul y resplandeciente, y en él iba Teseo, con siete parejas de jóvenes jonios.

Negras eran las velas que sostenían los mástiles, y Teseo anunció que izarían velas blancas en su viaje de vuelta si había conseguido su propósito. Ariadna, hija de Minos, vio a aquel hombre destinado a la muerte, y se enamoró de él. Diole una espada para la lucha y una madeja de lana, uno de cuyos extremos sujetaba ella, mientras el héroe entraba en el laberinto en busca del monstruo. En lucha terrible, el héroe venció al Minotauro. Gracias al hilo de lana halló la salida, y rápidamente huyó con Ariadna y sus compañeros hacia su patria. Pero estaba tan emocionado por haber salido vivo de aquella aventura que se olvidó de cambiar las velas, como había anunciado. Egeo, padre de Teseo, al ver velas negras, las interpretó como signo de muerte y se arrojó al mar.

¿Podía tal lienzo explicar esta leyenda? Se ve a dos doncellas y a un joven jugando con un toro. ¿Era eso un juego? ¿Acaso no se jugaban, en efecto, la vida? La pintura podía muy bien representar los sacrificios ante el Minotauro, nombre que, sin duda, no quería decir otra cosa sino «toro de Minos».

Comparando la leyenda con la realidad hallada surgían aún otras cuestiones. Evidentemente, en todo ello había un fondo de verdad, el laberinto. El triunfo de Teseo era el símbolo de la victoria de los conquistadores venidos del continente, los cuales habían destruido el palacio de Minos. Esto era verosímil; pero que una venganza personal de Minos, que la dureza del castigo exigido por el hijo asesinado fuera el motivo de la destrucción de su reino, era más improbable.

Lo cierto es que el reino de Minos fue destruido y tan sañuda y repentinamente, que los destructores no tuvieron tiempo de ver oír o aprender nada; tan destruido como lo fue, tres mil años después, el reino de Moctezuma por un puñado de conquistadores españoles, de tal modo, que no quedó más que un montón de ruinas, simples piedras inermes y silenciosas.

¿De dónde? ¿Adónde?

La procedencia y el final de este rico pueblo de Creta es todavía un enigma para los arqueólogos, para todos los hombres de ciencia que se ocupan en la Historia primitiva.

Después de Homero, se establecieron cinco pueblos distintos en la isla. Según Heródoto, Minos no era heleno, y Tucídices afirma que sí lo era, Evans, el hombre que más se interesó por este problema, lo cree de origen africano, libio; Eduard Meyer, concienzudo historiador de la Antigüedad, observa solamente que los cretenses quizá no procedían del Asia Menor; Dörpfeld, el antiguo colaborador de Schliemann, aun en 1932, a sus ochenta años, se enfrenta con la teoría de Evans y dice que Fenicia fue el lugar de donde procede el arte de Creta y de Micenas, y no de la isla, como pretendía Evans.

¿Dónde está el hilo de Ariadna capaz de sacarnos del laberinto de tales hipótesis?

La escritura podría ser este hilo. Y con esta idea, Evans fue a Creta. Ya en 1804 había descifrado los primeros signos de Creta. Allí descubrió también innumerables inscripciones de cuadros, y en Cnosos unas 2.000 tablillas de arcilla con los signos de un sistema de escritura lineal. Pero Hans Jensen, en una documentada obra sobre «La escritura», editada en 1835, observó escuetamente: «El desciframiento de la escritura de Creta está en sus inicios, motivo por el que no vemos con claridad el carácter esencial de la misma».

El origen y la escritura del reino de Creta son oscuros como lo es también su final. Hay muchas teorías y todas ellas audaces, Evans reconocía tres estadios claros de la destrucción. Por dos veces se reconstruyó el palacio, pero la tercera destrucción fue definitiva.

Intentando atisbar la historia de aquellos luminosos días, vistos con la perspectiva del tiempo, distinguiremos, entre aquellos tropeles de gente nómada que invadieron Grecia y atacaron los castillos defendidos por gente de tez morena y destruyeron Micenas y Tirinto, a los aqueos de piel blanca, procedentes del Norte, de los países del Danubio, o acaso de las regiones de la Rusia meridional. Era la invasión de un pueblo bárbaro que se extendió por todas partes, surcó el mar, llegó a la isla y destruyó las riquezas de Creta. Poco después se iniciaron nuevas campañas; ahora son los dorios, que expulsan a los aqueos, gente más culta que ellos. Si los aqueos eran saqueadores que sabían «tomar posesión», hombres dignos del canto de Homero, los dorios, en cambio, eran simples bárbaros devastadores. Con ellos, sin embargo, empezó la nueva Grecia.

Así lo explican unos. Pero ¿qué dicen los otros?

Evans descubrió que la destrucción del palacio minoico se había llevado a cabo con el poderío de un fenómeno de la Naturaleza. Pompeya era el ejemplo clásico de un caso análogo.

Aquí Evans encontraba, en las estancias del palacio, signos análogos de que la muerte había sorprendido a los hombres repentinamente, en plena vida, como los que por primera vez vieran D'Elboeuf y Venuti al pie del Vesubio: instrumentos de trabajo abandonados cerca de la mano del operario, ejemplares de trabajo manual y obras de arte suspendidos repentinamente en plena ejecución, faenas domésticas interrumpidas violentamente…

Y forjó entonces una teoría confirmada por la experiencia propia. El 26 de junio de 1926, a las diez menos cuarto de la noche, Evans se hallaba en su cama leyendo cuando se produjo de repente un brusco movimiento sísmico. La cama se movió, las paredes de la casa temblaron, algunos objetos cayeron, un cubo lleno de agua se vertió, la tierra trepidó, primero, y luego bramó como si el Minotauro volviera a la vida. Pero la sacudida sísmica no duró mucho rato. Cuando la tierra se hubo tranquilizado, Evans saltó de la cama y salió corriendo. Rápidamente se dirigió al palacio. Las obras puestas al descubierto por las excavaciones habían quedado intactas. Donde había sido posible, hacía años se habían colocado refuerzos de acero para sostener los vacilantes muros descubiertos. Pero en los pueblos de los alrededores y hasta en la capital, Candia, el movimiento sísmico había producido terribles estragos. Ello confirmó la teoría de Evans, basada en que Creta era una de las zonas de movimientos sísmicos más agudos de Europa. Sólo la potencia de aquel terremoto que de pronto sacudió la tierra, la agrietó y devoró la obra de los hombres, podía haber destruido el palacio de Minos, de modo tal que sobre sus ruinas ya no pudiera construirse más que un conjunto de chozas miserables.

Tal es la tesis de Evans, que algunos no comparten. Quizás algún día se aclare la incógnita. Evans, al menos, no ha podido cerrar el círculo, cuyo primer esplendor fue vislumbrado por Schliemann, hombre lleno de fe, bajo las cenizas de Micenas. Ambos habían sido descubridores; ahora llegaba la época de los intérpretes destinados a hallar el hilo de Ariadna. ¿Dónde estará la lámpara que nos dé luz para descubrir y leer la escritura de Creta? Esa luz cuyos amplios rayos basten para iluminar aquella Europa que durante más de tres mil años ha permanecido en la oscuridad.

Con esta pregunta cerré este capítulo en 1949. A mediados de 1950 surgió la primera respuesta: el doctor Ernst Sittig, profesor de Tübingen, había resuelto el problema que había ocupado por espacio de cuarenta años al investigador finlandés Sundwall y después al alemán Bossert, al italiano Meriggi y al sabio checo Hrozny —que descifró los textos hititas en escritura cuneiforme de Boghaz-Koeï—, hasta que en 1948 Alice Kober declaró resignadamente en Nueva York: «Es imposible descifrar una lengua desconocida escrita en una escritura desconocida…».

Parecía, pues, haberse conseguido un gran triunfo. Sittig había sido el primero en aplicar de manera consecuente a la filología antigua la técnica —y la ciencia— del desciframiento de escritos militares secretos, basada en la estadística y la matemática, y consistente en la aplicación de cálculos estadísticos, que se perfeccionó en el transcurso de las dos guerras mundiales. En un breve espacio de tiempo creyó haber descifrado primero once y después treinta signos de la llamada «escritura cretense lineal B».

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