Dioses, Tumbas y Sabios (6 page)

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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

—Estoy estudiando a Platón tan a fondo —decía—, que si el filósofo griego pudiese recibir una carta mía dentro de seis semanas sin duda me entendería.

Por dos veces, en los años que siguieron, estuvo a punto de pisar el suelo de los héroes homéricos. En un viaje que hizo hasta la segunda catarata del Nilo, a través de Palestina, Siria y Grecia, una repentina enfermedad le impidió visitar también la isla de Ítaca. Digamos de paso que, como cosa complementaria, en este viaje aprendió también el latín y el árabe. Su diario sólo pueden leerlo los grandes políglotas, pues escribía siempre en el idioma del país donde se hallaba.

En 1864, a punto de visitar la llanura troyana, se decidió a emprender un viaje alrededor del mundo, que realizó en dos años, y cuyo fruto fue su primer libro, escrito en francés.

Entonces era un hombre libre. En aquel hijo de un pastor del Mecklemburgo se había desarrollado el extraordinario sentido comercial de un
self made man
(hombre hecho a sí mismo), del tipo de los «pioneros» americanos. En una carta hablaba de «su corazón duro», cuando en 1853 obtenía grandes beneficios comerciales de la guerra de Crimea y de la guerra civil americana, y lo mismo un año después con la importación de té. Siempre le acompañó la diosa Fortuna. Durante la guerra de Crimea, y mientras hacía apresuradamente dos transbordos de cargamento en Memel, en los tinglados de dicho puerto declaróse un incendio y toda la mercancía depositada quedó destruida. Únicamente se salvó la de Heinrich Schliemann, que por falta de espacio había sido almacenada aparte en un cobertizo de madera.

Entonces pudo escribir, con una modestia de expresión que revelaba mucho orgullo: «El cielo había bendecido de modo milagroso mis empresas comerciales, de modo que a finales del año 1863 poseía una fortuna que ni mi ambición más exagerada hubiera podido soñar». Luego, tras estas líneas, viene un párrafo que por su naturalidad nos parece increíble, consecuencia completamente inverosímil, pues obedecía a una lógica que solamente Heinrich Schliemann comprendía. «Por lo tanto —decía sencillamente—, me retiré del comercio para dedicarme únicamente a los estudios que más me ilusionaban».

En 1868 se trasladó a Ítaca, por el Peloponeso y por la Tróade. En 31 de diciembre del mismo año está fechado el prólogo de su libro «Ítaca», cuyo subtítulo reza: «Investigaciones arqueológicas de Heinrich Schliemann».

Se conserva una fotografía suya, hecha durante su estancia en San Petersburgo. En ella se ve a un señor vestido con un pesado abrigo de pieles. Al dorso lleva la jactanciosa dedicatoria con que se la mandó a la mujer de un guardabosques que había conocido de niño: «Fotografía de Henry Schliemann, antes aprendiz del señor Hückstaedt, en Fürstenberg, y hoy comerciante de primera categoría en San Petersburgo, ciudadano honorario ruso, juez en los tribunales comerciales de San Petersburgo y director del Banco Imperial del Estado de San Petersburgo».

¿No parece un cuento el que un hombre que tiene en su mano los mayores triunfos comerciales abandone sus negocios para emprender el camino soñado en su juventud? ¿Qué un hombre —y con ello llegamos al nuevo episodio de aquella gran vida— se atreva, con el único bagaje de su Homero, a desafiar al mundo científico que no creía en Homero y, haciendo caso omiso de las plumas de los más famosos filólogos, prefiera aclarar con la piqueta lo que cientos de libros aparecidos hasta entonces habían enmarañado?

Homero, en efecto, era considerado en los días de Schliemann como el simple cantor de un mundo antiquísimo desaparecido, pero se dudaba de su existencia y de cuanto relataba, y a los sabios de la época no les cabía en la cabeza el concepto que se ha expresado más tarde cuando audazmente se le ha llamado «el primer corresponsal de guerra». El valor histórico de su relato de la lucha en torno al castillo de Príamo se consideraba igual al de las antiguas gestas e incluso se creía perteneciente al mundo tenebroso de la mitología.

¿No empieza diciendo la
Ilíada
que «Apolo, que da en el blanco desde lejos», envía una enfermedad mortal a las filas de los aqueos? ¿Es que Zeus mismo no interviene en la lucha, así como Hera, «la de los brazos de lirio»? ¿Acaso los dioses no se convierten en personas y son vulnerables como éstas, e incluso la diosa Afrodita sufre una herida de lanza?

Mitología o leyenda, desde luego, llena del destello divino de uno de los más grandes poetas; pero poesía y leyenda, fantasía, nada más.

Sigamos aún. La Grecia de la
Ilíada
tuvo que haber sido un país de gran cultura. Pero en la época en que los griegos entran a la luz de nuestra Historia se nos presentan como un pueblo insignificante que no se distingue ni por el esplendor de sus palacios, ni por el poderío de los reyes, ni por las flotas compuestas por millares de naves. Todo ello contribuía, pues, a afirmar la creencia en una inspiración fantástica del hombre Homero, al imaginar una época de elevada civilización a la que habría seguido otra de descenso a la barbarie, y de ésta se hubiera remontado de nuevo a la cima de la cultura clásica que conocemos. Mas por lógicas y bien fundamentadas que estuvieran tales ideas, ellas no le hicieron desistir de su fe en el mundo homérico. Para él, cuanto leía en su Homero era pura realidad; lo mismo a los cuarenta y seis años de edad que cuando era un niño y soñaba ante la ingenua reproducción del Eneas fugitivo.

Al leer en la descripción del escudo gorgónico de Agamenón que la correa del escudo tenía el aspecto de una serpiente de tres cabezas, y al saber cómo eran los carros de combate, las armas y demás utensilios que allí se describían con todos sus detalles, para él no cabía la menor duda de que tenía ante sí la descripción de una auténtica realidad de la historia griega. Todos aquellos héroes, Aquiles y Patroclo, Héctor y Eneas, sus hazañas, sus amistades, su odio y su amor, ¿podían ser solamente invenciones?

Creía en la existencia real de todo aquello y su creencia comprendía toda la antigüedad helénica y los grandes historiadores Heródoto y Tucídides, que siempre habían opinado que la guerra de Troya había sido un acontecimiento histórico, y a todos cuantos habían participado en ella los consideraba como personalidades históricas.

Provisto de este convencimiento el ya millonario Heinrich Schliemann, a los cuarenta y seis años, no se trasladó a la Grecia Moderna, sino que fue directamente al reino de los aqueos. Recordemos la anécdota de que para afirmarle en su fe y para evitar su entusiasmo, en su primer encuentro con un herrador de Ítaca, éste le presentó a su mujer, que se llamaba Penélope, y a sus dos hijos, Ulises y Telémaco.

Parece inverosímil, pero aquello sucedió así: En la plaza del pueblo estaba sentado, una noche, aquel extranjero rico y extraño que leía a los descendientes de los que habían muerto hacía tres mil años el canto XXIII de la
Odisea
. Vencióle la emoción y lloró; y con él lloraron los presentes, hombres y mujeres.

A pesar de todo, es asombroso lo que entonces sucedió. Pues ¿en qué otros casos de la Historia el simple entusiasmo ha conducido al éxito?

El azar, que a la larga solamente sonríe al que más vale, no es aplicable aquí. Pues Schliemann, en el estricto sentido de la arqueología como ciencia, no era un experto, es decir, un hombre de grandes conocimientos, al menos en los primeros años de su labor investigadora. Y, sin embargo, la suerte le favoreció como a ningún otro.

La mayoría de los sabios contemporáneos designaban como presunto lugar donde se había levantado Troya, en caso de que hubiera realmente existido, al pequeño pueblo de Bunarbashi, que solamente se distinguía, incluso hoy día, por tener en cada una de sus casas hasta doce nidos de cigüeña. Pero también había dos fuentes que impulsaban a los audaces arqueólogos a creer en la posibilidad de que allí hubiera existido realmente Troya.

«Allí brotan dos fuente rumorosas de las que nacen dos riachuelos afluentes del turbulento Escamandro. La una mana siempre agua caliente, como el humo del fuego ardiente; la otra está siempre fría como el granizo, incluso en verano, y en invierno arrastra trozos de hielo».

Datos que nos dejó escritos Homero en el canto XXII de la
Ilíada
, versos 147 a 152.

Schliemann contrató un guía por cuarenta y cinco piastras, montó en un rocín sin riendas ni silla y echó el primer vistazo al país de sus juveniles ensueños.

«Confieso que me costó trabajo dominar mi emoción cuando vi ante mi la inmensa llanura de Troya, cuyo aspecto ya había soñado en mi primera infancia».

Pero esta primera ojeada le decía, sin embargo, que aquél no podía ser el lugar de la antigua Troya, alejado como estaba, a tres horas de la costa, mientras que los héroes de Homero eran capaces de correr a diario varias veces de sus barcos al castillo. Y en aquella colina, ¿podía haber estado el castillo de Príamo con sus sesenta y dos estancias, sus ciclópeas murallas y el camino por donde el famoso caballo de madera del astuto Ulises había sido llevado a la ciudad?

Schliemann estudió el emplazamiento de las fuentes y movió la cabeza. En un espacio de quinientos metros no contó dos como decía Homero, sino treinta y cuatro. Y su guía pretendía aún que había contado mal, ya que eran cuarenta, por lo cual aquel lugar era denominado «Kirk Gios», es decir, «los cuarenta ojos».

¿Acaso Homero no había hablado de una fuente caliente y otra fría? Schliemann, que interpretaba a su Homero literalmente, sacaba el termómetro del bolsillo, lo hundía en cada una de las treinta y cuatro fuentes y en todas hallaba la misma temperatura de diecisiete grados y medio.

Vislumbraba aún más. Abría la
Ilíada
y leía los versos donde se narra la lucha terrible de Aquiles contra Héctor; cómo Héctor huía del «corredor audaz» y cómo daba la vuelta a la fortaleza de Príamo, por tres veces, mientras los dioses le contemplaban.

Schliemann recorrió el camino descrito y halló una pendiente tan empinada que se vio obligado a trepar por ella andando a gatas. Esto le confirmaba en su convicción de que Homero, cuya descripción del país le parecía una auténtica topografía militar, nunca pudiera haber pensado en hacer trepar a sus héroes por tres veces cuesta arriba y, además, «corriendo».

Y con el reloj en una mano y el libro de Homero en la otra, andaba y desandaba el camino entre la colina donde suponía haberse hallado Troya y los montículos de la costa, junto a los cuales se decía que se habían guarecido los barcos aqueos. Recordó el primer día de combate de la lucha troyana, tal como lo describen los cantos segundo al séptimo de la
Ilíada
, y observó que si Troya hubiera estado situada en Bunarbashi, los aqueos, en nueve horas de combate, habrían recorrido ochenta y cuatro kilómetros.

La completa justificación de sus dudas sobre la tesis de que allí hubiera estado Troya la halló en la carencia de toda huella de ruinas, incluso de esos trozos de cerámica por cuya frecuencia alguien ha manifestado:

«De los hallazgos de tumbas hechos por los arqueólogos parece a primera vista deducirse que los pueblos antiguos sólo se preocupaban de la producción de vasos, y poco antes de su decadencia se dedicaban a romperlos todos, convirtiendo las más hermosas piezas en una especie de rompecabezas».

«Micenas y Tirinto —escribía Schliemann en 1868— han sido destruidas hace 2335 años, y a pesar de ello las ruinas que se han encontrado son de tal índole que seguramente aún durarán unos 10.000 años». Troya fue destruida 722 años antes. No es posible que murallas ciclópeas desaparezcan sin dejar huellas, y, a pesar de todo, allí no existía el menor resto de muralla.

Allí sí; pero no en otro lugar, y estos buscados restos se presentaron a la vista del explorador entre las ruinas de Nueva Ilion, pueblo ahora llamado Hissarlik, que significa
palacio
, situado a dos horas y media de camino al norte de Bunarbashi, y sólo a una hora de distancia de la costa. Por dos veces, Schliemann se quedó admirando la cima de aquella colina que presentaba el aspecto de una meseta cuadrangular y llana, de 233 metros de lado.

Entonces sí quedó convencido de haber hallado Troya. Fue reuniendo pruebas. Y descubrió que no era sólo él quien tenía tal convicción, aunque la compartían muy pocos. Por ejemplo, uno de ellos era Frank Calven, vicecónsul americano, inglés de nacimiento, dueño de una parte de la colina de Hissarlik, donde poseía una villa, y había realizado algunas excavaciones que le habían llevado a la misma teoría de Schliemann, pero sin llegar a otras consecuencias. Otros eran también el investigador escocés C. MacLaren y el alemán Eckenbrecher, cuyas voces nadie escuchaba.

Pero ¿dónde hemos dejado las famosas fuentes de Homero, argumento principal de la teoría de Bunarbashi? Schliemann tuvo un instante de vacilación al ver que allí sucedía lo contrario que en Bunarbashi, pues en este nuevo lugar no encontró fuente alguna, mientras que allí había hallado treinta y cuatro. Recurrió a la observación de Calvert: con el transcurso del tiempo, en suelo volcánico suelen desaparecer las fuentes de agua caliente y otras veces aparecen de nuevo. Otra observación secundaria eliminó entonces las dudas que hasta aquel momento los sabios habían considerado tan importantes. Y, además, lo que allí le había servido de argumento negativo, aquí le servía de prueba. La lucha de persecución entre Héctor y Aquiles ya no tenía nada de inverosímil, pues en este lugar se extendían suavemente las pendientes de la colina. Aquí habrían tenido que recorrer quince kilómetros para dar tres veces la vuelta a la ciudad, y esto, por su propia experiencia, ya no le parecía demasiado para un guerrero animado por el ardor de un combate encarnizado.

Otra vez la opinión de los antiguos fue para él más valiosa que la ciencia del día. Heródoto había dicho que Jerjes se había presentado en Nueva Ilion, había inspeccionado los restos de la «Pérgamo de Priamo» y había sacrificado mil terneros a la Minerva ilíaca.

Según Jenofonte, el caudillo militar de Lacedemonia, Míndaro, hizo lo mismo. Así como, según Arriano, Alejandro Magno, no satisfecho con los sacrificios, tomó también armas de Troya y se las hizo llevar por su guardia personal al combate como mágico símbolo de fortuna. Y César mismo, ¿no se preocupó por
Ilium Novum
, en parte porque admiraba a Alejandro, y en parte también porque se creía descendiente de los troyanos?

¿Es posible que todos ellos hubieran perseguido solamente un sueño, o falsas noticias de su época?

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