Dioses, Tumbas y Sabios (4 page)

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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

En 1768, volviendo de un viaje a su patria y de nuevo hacia Italia, conoció en un hotel de Trieste a un italiano, sin sospechar que se las había con un vulgar criminal ya varias veces penado.

Es lícito suponer que Winckelmann, por su temperamento comunicativo, se viese inclinado a buscar la compañía de aquel hombre que había sido cocinero y correveidile, y a entablar con él una amistad que incluso llegaba a manifestarse en que comían juntos en su misma habitación. Winckelmann era uno de los huéspedes famosos del hotel. Su riqueza en el vestir y sus modales, que delataban a un hombre de mundo, añadido a que en alguna ocasión enseñó algunas monedas de oro, recibidas, por cierto, en recuerdo de una audiencia de la emperatriz María Teresa, hicieron que el italiano, cuyo nombre era el poco adecuado de Arcangeli, preparara su crimen.

El 8 de junio de 1768, por la noche, cuando el sabio se disponía a escribir aún algunas notas para la imprenta y, habiéndose ya quitado las prendas exteriores, se hallaba sentado ante su escritorio, penetró el italiano en la estancia, le echó una cuerda al cuello, y en la lucha desarrollada a continuación logró asestarle seis cuchilladas mortales. Aunque quedó gravemente herido, aquel hombre robusto se arrastró escaleras abajo, y lleno de sangre y con el rostro lívido despertó en el camarero y en la camarera un terror tan grande, que pronto fue tarde para asistirle.

Cuando el sabio falleció a las pocas horas, hallóse en su escritorio una hoja de papel con las últimas palabras trazadas por su mano: «se debe…» había escrito.

Escritas estas dos palabras, el asesino había arrebatado la pluma de la mano de un gran sabio, cortando la vida del fundador de una nueva ciencia.

Mas su obra produjo fruto. En todo el mundo surgieron discípulos suyos. Han pasado dos siglos, y los arqueólogos de Roma, de Atenas y de los grandes Institutos arqueológicos siguen celebrando «el día de Winckelmann» en el aniversario de su nacimiento: el 9 de diciembre.

Capítulo III

EN BUSCA DE LAS HUELLAS DE LA HISTORIA

Si hoy abrimos cualquier obra sobre la Historia del Arte que nos presente reproducciones de la Antigüedad, quedaremos sorprendidos a poco que reflexionemos. Los autores de dichos volúmenes parece que no han tenido dificultad alguna para redactar el texto que aparece bajo tales reproducciones, con datos de la mayor exactitud e indicaciones precisas sobre tales obras. Tal cabeza, que halló cavando un campesino de la Campania, es la de Augusto; esta estatua ecuestre representa a Marco Aurelio; éste es el banquero Lucio Cecilio Jucundo; y más exactamente aún: éste es el Apolo Sauróctono de Praxiteles; aquélla, la amazona de Polícleto, o Zeus raptando una joven dormida, en la decoración de un vaso de Duris, sin firma.

¿Quién de nosotros se devana hoy los sesos sobre cómo ha llegado el autor a tales conocimientos, por qué puede afirmar con tal seguridad datos exactos sobre esculturas que no llevan ni la firma del autor ni la del personaje representado?

Cuando visitamos nuestros museos y admiramos las amarillentas hojas de papiro medio destruidas y roídas por el transcurso de los siglos, fragmentos de vasos o planchas con relieves, capiteles de columnas adornados con raras figuras y signos, o jeroglíficos y textos de escritura cuneiforme, nos damos cuenta de que hay hombres que saben leer estos signos lo mismo que nosotros leemos un periódico o un libro. Pero ¿valoramos acaso la riqueza de ingenio que hubo que emplear para desentrañar el misterio de tales escrituras y descifrarlas en estos idiomas que ya no escribía ni hablaba nadie en una época en que la Europa Septentrional aún era un país bárbaro? Reflexionemos: ¿cómo ha sido posible dar un sentido a tales signos muertos? Lo mismo sucede cuando, hojeando las obras de nuestros historiadores, leemos la historia de los antiguos pueblos, cuya herencia portamos en fragmentos de nuestro idioma, en muchas de nuestras costumbres, en las obras de nuestra cultura y en nuestra sangre común, aunque su vida haya transcurrido en regiones remotas y esté sumida en la noche más oscura. Y sin embargo, leemos historia, no leyendas, ni cuentos, sino cifras y fechas; nos enteramos de los nombres de sus reyes, sabemos cómo vivían en la paz y en la guerra, cómo eran sus casas y sus templos; tenemos noticia de su encumbramiento y su decadencia, de sus años, meses y días, a pesar de que ello sucediera cuando nuestro calendario aún no existía.

¿De dónde se han sacado tales conocimientos, la exactitud y la seguridad de estos datos históricos?

Aquí sólo pretendemos exponer el desarrollo de la Arqueología, es decir, ofrecer objetivamente su evolución sin anticipar nada. La mayoría de las cuestiones que acabamos de plantear hallarán su solución, por sí mismas, en el curso de nuestro tratado. Para que la repetición no sea fatigosa, aludiremos también a lo que ilumina las dificultades y métodos de la Arqueología.

El anticuario romano Augusto Jandolo cuenta en sus Memorias cómo, siendo niño, acompañó a su padre a la apertura de un sarcófago etrusco.

«No era cosa fácil —dice— levantar la tapa; pero, finalmente, se levantó y se sostuvo en alto. Entonces cayó pesadamente al otro lado. Y en el acto sucedió algo que no olvidaré jamás. En el interior del sarcófago vi, reposando, el cuerpo de un joven guerrero completamente armado. Yelmo, lanza, escudo, armadura. Repito que no vi el esqueleto, sino un auténtico cuerpo, de formas perfectas en todos sus miembros y rígidamente extendido, como si acabaran de sepultarlo en aquel momento. Fue un fenómeno que duró un instante. Luego, parecía que todo se disolvía a la luz de las antorchas. El yelmo rodó por el lado derecho; el escudo, que era completamente redondo, cayó en el centro, donde antes estaba el pecho del caballero… Al contacto con el aire, el cuerpo, que desde hacía siglos se mantenía intacto en el vacío, se desvaneció y quedó reducido a polvo… y en el aire y alrededor de las antorchas vimos revolotear las partículas de un polvillo dorado».

Allí había estado una persona de aquel país enigmático, cuyo origen y procedencia desconocemos hoy. Una sola mirada pudieron dar los descubridores a su cara, a su cuerpo, y al instante se evaporó irremediablemente. ¿Por qué? La imprudencia de los descubridores tuvo la culpa.

Cuando mucho antes del descubrimiento de Pompeya se extrajeron de tierras clásicas las primeras estatuas, la gente sabía lo bastante para no ver en las figuras desnudas simples ídolos paganos, sino que sospechaba al menos el valor de su belleza, y las colocaba en los palacios de los príncipes renacentistas, de los poderosos dominadores de las ciudades, de los cardenales, de los nuevos ricos y de los
condottieri
. Pero se las contemplaba solamente como curiosidades y estaba de moda coleccionarlas. Podía muy bien suceder que tal particular poseyera una bellísima estatua antigua junto a un embrión disecado de un monstruoso niño con dos cabezas; un antiguo relieve junto a las plumas de un ave que se decía haber sido tocada en vida por san Francisco, el amigo de los pájaros.

Hasta el siglo pasado, la codicia y la incomprensión podían enriquecerse con los hallazgos, y se podía destruir lo hallado cuando tal cosa prometía beneficios.

En el Foro, lugar de reunión de los romanos, situado en torno al Capitolio, donde se agrupaban los edificios más espléndidos, en el siglo XVI ardían hornos de cal, y las piedras de los templos antiguos se convirtieron en materiales de construcción. Se empleaban las losas de mármol para adornar las fuentes; se hacía saltar con pólvora el
Serapeum
para ampliar unas hermosas caballerizas; las piedras de las termas de Caracalla se convertían en valiosos objetos de venta, y aún en 1860, bajo Pío IX, se continuaba esta obra destructora con la finalidad de adornar un edificio eclesiástico con elementos paganos.

Los arqueólogos de los siglos XIX y XX se hallaron ya ante ruinas, donde monumentos enteros hubieran podido servir de valioso testimonio.

Pero donde no sucedía nada de eso, donde no intervino ninguna mano profana, donde ningún ladrón buscó ocultos tesoros, donde el arqueólogo se vio ante un pasado virgen —¡qué pocas veces sucedió esto!—, presentáronse dificultades de otra clase. Entonces fue cuando empezó el arte de la interpretación.

En 1856 se descubrieron en Dusseldorf los restos de un esqueleto. Al referirnos hoy a aquel esqueleto hablamos del hombre de Neanderthal. Al ser descubierto se creyó que se trataba de los huesos de un animal. Sólo el doctor Fuhlrott, profesor del Instituto de Elberfeld, interpretó correctamente el hallazgo.

El profesor Mayer, de Bonn, opinaba entonces que los huesos pertenecían a un cosaco muerto en el frente, en 1814. Wagner, de Gotinga, le llamaba el viejo holandés; Pruner-Bay, de París, decía que era un viejo celta. Virchow, ese gran médico cuya autoridad se manifestó tan precipitadamente muchas veces, declaró que el esqueleto en cuestión pertenecía a un anciano que padecía de gota.

Hubieron de transcurrir cincuenta años antes de que la ciencia reconociera que el profesor de Elberfeld tenía razón.

Bien es verdad que este ejemplo corresponde más bien a la investigación prehistórica de tumbas y a la antropología que a la arqueología. Sin embargo, tenemos otro caso más próximo al intento de ordenar cronológicamente una de las esculturas griegas más famosas: el grupo de Laocoonte. Winckelmann creía que pertenecía a la época de Alejandro Magno; en el siglo pasado se consideraba como obra maestra de la escuela rodia, creada alrededor del año 150 a. de J. C; otros lo colocaban en la primera época imperial, y hoy día sabemos que es obra de los escultores Agisandro, Polidoro y Atenodoro, de mediados del siglo I a. de J. C.

La interpretación, aunque el objeto de estudio no esté deteriorado, es difícil. Pero ¿qué sucede si además se duda de la autenticidad del material?

He aquí la broma de que fue víctima el profesor Beringer, de Würzburg. En 1726 se publicó un libro suyo cuyo título latino ahorramos al lector, pues ocupa página y media, en el que se hablaba de unos fósiles hallados por Beringer y sus alumnos en las proximidades de Würzburg. Se trataba de flores, ranas, una araña cazando una mosca —petrificada juntamente con su víctima—, una estrella de mar fosilizada, una media luna y unas tablillas con signos hebreos. En suma, una mezcla de los más extraños objetos. El libro tenía numerosas ilustraciones tomadas del natural, reproducidas en excelentes grabados en cobre, era voluminoso, y en sus comentarios atacaba frecuentemente a los adversarios del profesor. Tuvo gran éxito y fue muy elogiado, hasta que se reveló la terrible verdad. Los alumnos del profesor le habían gastado la broma de «producir» ellos mismos aquellos «fósiles», colocándolos después en los lugares donde el profesor solía hacer sus excavaciones.

Mencionando a Beringer, no debemos olvidarnos de Doménech. De este buen abate francés se conserva en la Biblioteca del Arsenal de París una obra magnífica, de 228 láminas, editada en impresión facsímil en 1860 como
Manuscrit pictographique américain
. Más tarde se descubrió que estos «dibujos de indios» eran esbozos en sucio tomados del cuaderno de dibujo de un muchacho americano, hijo de padres alemanes.

¿Pretende alguien que tales cosas puedan sucederle sólo a Beringer o a Doménech? Pues bien, también el gran Winckelmann fue víctima de una genial superchería, cayendo en la trampa del hermano de Casanova, que ilustró el
Monumenti antichi
para Winckelmann. Además de este trabajo, este Casanova hizo en Nápoles tres pinturas, una de las cuales representaba a Júpiter y Ganímedes, y otras dos figuras femeninas bailando. Se las dio a Winckelmann afirmando audazmente que habían sido desprendidas de los muros de una casa de Pompeya, y para hacer más verosímil su tesis contaba una fabulosa historia de un oficial al que secretamente se las había robado a trozos. Peligro de muerte, noche oscura, sombras de las tumbas. Casanova conocía ya todos los efectos de un escenario bien montado. ¡Y Winckelmann se lo creyó todo!

No solamente creía en la autenticidad de las pinturas, sino también todo aquel fantástico relato. En el libro quinto de su «Historia del Arte en la Antigüedad» publicó una descripción exacta de los hallazgos, declarando que especialmente el Ganímedes era una pintura «como nunca se había visto hasta entonces». Era en lo único en que tenía razón; ¡después de Casanova, Winckelmann era el primero en ver tal obra! «El favorito de Júpiter es, sin duda, una de las figuras más bellas que nos han quedado de la Antigüedad, y su rostro es incomparable; en ella hay tanta voluptuosidad que toda su existencia parece un leve beso».

Si Winckelmann, hombre crítico y agudo, se dejaba engañar de tal forma, ¿quién puede sentirse seguro de no equivocarse jamás? Un arqueólogo ruso de nuestros días ha expuesto ingeniosamente las dificultades de la crítica arqueológica, señalando que para una estatua de mármol de Herculano, relativamente sencilla, existen nueve interpretaciones distintas.

El arte de no dejarse engañar, el método de averiguar lo auténtico entre las más diversas características y señalar el género y la historia de una obra, es decir, el arte de interpretar una obra, se denomina
hermenéutica
.

La bibliografía que únicamente se ocupa de la interpretación de los más famosos hallazgos clásicos llena bibliotecas enteras. Sobre el mismo tema podemos seguir algunas interpretaciones desde el primer ensayo escrito por Winckelmann hasta las controversias de los eruditos de nuestros días. Los arqueólogos buscan los restos de las antiguas culturas y, con agudeza que podríamos llamar detectivesca, han ido amontonando, a menudo literalmente, una piedrecita tras otra hasta que era evidente la conclusión lógica.

¿Es más fácil su labor que la de un criminalista? Ellos tienen, ante sí, simples objetos muertos que no despliegan actividad alguna, que no actúan para dar conscientemente falsas huellas, ni conducen a pistas erróneas. Desde luego, las piedras muertas no se sustraen al estudio atento. Pero ¿qué grado de falsificación puede darse en ellas? ¿Cuántos errores habrán cometido los que dieron las primeras noticias de un hallazgo? A ningún arqueólogo le es posible contemplar todos los restos en su reproducción original, ya que se hallan diseminados por toda Europa y por los museos del mundo entero. Hoy día, la fotografía les permite obtener una copia exacta, pero no todos los objetos son fotografiados, aún hay que recurrir al dibujo subjetivamente trazado, subjetivamente interpretado muchas veces. Y los dibujos hechos a menudo por una persona profana en mitología y en arqueología son inexactos, se hallan llenos de errores.

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