Dioses, Tumbas y Sabios (48 page)

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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

Con aquel sistema, los babilonios lograron valores aritméticos sumamente elevados. «Los griegos, a quienes tanto debemos en cuánto a sus datos matemático-astronómicos, daban ya a la cifra de 10.000 un valor indefinido prácticamente incalculable. El concepto del millón sólo ha aparecido en Occidente en el siglo XIX», se ha escrito. Pues bien, un texto en escritura cuneiforme hallado en la colina de Kuyunjik indica, sin embargo, una progresión aritmética cuyo producto final trasladado a nuestro sistema métrico es el siguiente: 195.955.200.000.000, o sea una cifra que en la época de Descartes y de Leibniz no era aún considerada.

Mas aquella ciencia, tan prodigiosamente avanzada, se hallaba en relación con la astrología y las artes de la adivinación. Lo peor que hallamos, junto a otras muchas cosas buenas que nos transmitieron Sumer y Babilonia, es la superstición con que ligaban las cosas más insignificantes y las actividades más triviales, sobre todo la creencia en las brujas, con la mezquindad de unas relaciones misteriosas que coincidían con el fanatismo religioso. Todas estas creencias y prácticas supersticiosas reaparecieron después en la Roma de los tiempos posteriores y en la Arabia islámica, siendo transmitidas al Occidente. El
Malleus Maleficarum
, el «Martillo de las brujas», el libro más inteligentemente escrito de todos los libros necios de Occidente, no es más que un sucesor muy tardío de aquel otro texto de escritura cuneiforme que aparece grabado en ocho tablas que llevan por título «La cremación».

Leonard Woolley, a quien debemos la mayoría de nuestros conocimientos respecto al misterioso país de los «cabezas oscuras», nos da un ejemplo del valor progresivo de una creación sumeria en el terreno de la arquitectura: «Sólo después de las conquistas de Alejandro Magno se conoció en Europa el arco, que los arquitectos griegos admitieron ávidamente como una nueva forma arquitectónica, introduciéndolo en el mundo occidental…». El hallazgo de los griegos lo desarrollaron más tarde los romanos. Pues bien, el arco constituía un elemento arquitectónico muy extendido en Babilonia, ya que Nabucodonosor lo empleó en la reconstrucción de la citada ciudad en el año 600 a. de J. C; en Ur se conserva un arco mandado hacer por un rey babilónico en un templo de Kuri-Galzu, hacia el año 1400 a. de J. C.; en las casas particulares de los ciudadanos sumerios de Ur, alrededor del año 2000 a. de J. C., se construyó otro de puerta con ladrillos colocados según las normas del arco auténtico; una fosa de desagüe abovedada en Nippur tiene que ser, lo menos, del año 3000 a. de J. C.; y los arcos auténticos que hallamos en los techos de las tumbas reales de Ur indican que 400 o 500 años antes los sumerios dominaban ya este elemento arquitectónico. Por lo tanto, podemos seguir una línea bien precisa desde el alborear de la cultura sumeria hasta nuestro mundo moderno.

Por último, Woolley resume: «Si juzgamos los esfuerzos de los hombres sólo por sus triunfos, hemos de atribuir a los sumerios… un puesto verdaderamente honroso, aunque no muy destacado; pero si los juzgamos por su influjo en la evolución histórica merecen verse colocados en un puesto muchísimo más elevado. Su cultura ilumina un mundo sumido en la más profunda barbarie, adquiriendo por ello la importancia de haber sido uno de los primeros factores impulsores de la civilización universal. Nosotros nos hemos educado en épocas en que se consideraba a Grecia como el origen de todas las artes, casi creyendo que la misma Grecia, como Palas Atenea, había surgido de la cabeza de Zeus olímpico. Sin embargo, hemos visto cómo Grecia ha tomado su cultura de los lidios, de los hititas, de Fenicia, Creta, Babilonia y Egipto. Pero las raíces llegan todavía más lejos: detrás de todos esos pueblos están los sumerios».

Cuando, llevados por los arqueólogos, nos remontamos siguiendo estas huellas hasta el país de los dos ríos, del Diluvio y de los primeros reyes, percibimos el pulso de los milenios. Si vemos que durante cinco milenios ha perdurado el mismo concepto de lo bueno y de lo malo, podemos decir que los milenios pasaron como un día.

Si hasta ahora hemos seguido a los arqueólogos por un espacio geográfico que no se alejaba mucho de los territorios costeros del mar Mediterráneo, ahora daremos un gran salto, en cuanto a la distancia espacial, pero breve en el tiempo, fuera de este ámbito geográfico. Veamos con los excavadores las huellas de una civilización que existió hace menos siglos, pero que nos parece más extraña, bárbara y, en muchos casos, más terrible e incomprensible que todas las que hasta ahora hemos conocido. Es el mundo de la jungla de México y Yucatán.

IV. EL LIBRO DE LAS ESCALERAS

«La ciudad en ruinas yacía ante nosotros como un barco naufragado en alta mar que hubiera perdido sus mástiles, cuyo nombre hubiera desaparecido, cuya tripulación hubiera muerto, y nadie supiera decirnos de dónde procedía, ni a quién perteneció, ni cuánto tiempo había navegado, ni cuál había sido la causa del naufragio, y lo poco que de sus desaparecidos tripulantes pudiéramos averiguar estuviera basado en deducciones por ciertas analogías en la forma de construcción del barco, aunque acaso nunca pudiéramos saber nada con certeza».

PALABRAS DE JOHN L. STEPHENS A LA VISTA DE SU PRIMER DESCUBRIMIENTO

Capítulo XXVII

EL TESORO DE MOCTEZUMA II

«Con los primeros resplandores del alba levantóse el capitán español para disponer su gente. Los hombres se agrupaban bajo las banderas y sus corazones latieron cuando la corneta difundió su briosa llamada por el agua y por el bosque, hasta apagarse en el eco lejano de las montañas.

»El fuego sagrado de los altares de los innumerables
teocallis
que sólo se distinguían débilmente a través del color gris opaco de la niebla matinal, era el único indicio de la capital a tales horas, hasta que los templos, las torres y los palacios se destacaron completamente bajo la luz radiante de aquel sol que saliendo de la cima de las montañas orientales iluminó el valle. Era el día 8 de noviembre de 1519, fecha notable en la Historia, pues aquel día los europeos pisaron por vez primera una capital hasta entonces ignorada del mundo occidental».

Así describe un historiador del siglo pasado, W. H. Prescott, de quien pronto hablaremos con más detalle, el momento de gran trascendencia histórica en que el conquistador Hernán Cortés, acompañado por un grupo audaz de cuatrocientos españoles, echó la primera mirada a la ciudad de México, capital del Imperio de los aztecas.

Cuando las tropas de Cortés —los cuatrocientos españoles, secundados por unos seis mil indígenas como tropas auxiliares, especialmente tlaxcaltecas, enemigos hereditarios de los aztecas— hubieron franqueado el dique que unía la tierra con la ciudad insular y pasado un gran puente levadizo, todos los españoles se dieron cuenta de que se hallaban a merced de un príncipe de cuyo poder no solamente hablaban de modo impresionante el gran número de guerreros del país que los rodeaban y la imponente mole de aquellos edificios gigantescos, sino los relatos de todos los indígenas.

No obstante, los españoles avanzaron sin vacilar.

Cuando llegaron a la gran vía central de la ciudad, vino a su encuentro un cortejo de personas ricamente ataviadas. Detrás de tres altos funcionarios que lucían bastones dorados en la mano, unos nobles llevaban a hombros un palanquín de oro, cuyo palio estaba hecho de plumas de vivos colores, cuajado de piedras preciosas, y adornado con brocados de plata. Los nobles que llevaban dicho palio iban descalzos y avanzaban con solemne paso y la vista baja. A una distancia prudencial se detuvo el cortejo y del palanquín descendió un hombre alto, delgado, de unos cuarenta años, de tez más pálida que la del pueblo común, pelo negro, liso y no muy largo, y de barba más bien rala. Iba cubierto con un gran manto recamado de perlas y piedras preciosas sujeto al cuello por el lazo que formaban dos de sus picos, y calzaba sandalias de oro, cuyos lazos eran finas trenzas, igualmente de oro. Apoyándose en el brazo de dos nobles se aproximó, mientras los criados iban extendiendo alfombras a sus pies para que no tocasen el suelo. Así se encontraron Cortés y Moctezuma II, emperador de los aztecas.

Cortés descendió de su caballo y, apoyándose igualmente en dos de sus hombres, fue al encuentro del emperador.

Cincuenta años más tarde, Bernal Díaz del Castillo, uno de los acompañantes del conquistador, escribía respecto a este encuentro: «Jamás olvidaré tal espectáculo; ahora, al cabo de tantos años, lo tengo aún tan presente como si hubiera sucedido ayer».

Cuando los dos hombres se miraron cara a cara manifestando una amistad que ninguno de ellos sentía, se enfrentaban dos mundos, dos eras.

Por primera vez en la gran historia de los descubrimientos que relata este libro, se daba el caso de que un hombre del Occidente cristiano no tuviera que reconstruir laboriosamente, estudiando sus ruinas, una cultura extraña, remota y rica, sino que tropezaba con ella. Cortés, presentándose ante Moctezuma, era como si Brugsch-Bey se hubiera hallado de repente, en el valle de Der-el-Bahri, ante Ramsés el Grande, o como si Koldewey hubiera ido en busca de Nabucodonosor en los «jardines colgantes» de Babilonia y, lo mismo que Cortés con Moctezuma, hubiera podido conversar con él.

Pero Cortés era sólo un conquistador y no un sabio; la belleza le atraía por su valor y la grandeza no le servía más que para medir su propia ambición. Buscaba el lucro, su beneficio personal y el de su rey; y, a lo sumo, la posibilidad de levantar una cruz cristiana. Pero no le importaban sobremanera los conocimientos, a no ser que interpretemos como anhelo de saber su interés por la exploración geográfica. Al año escaso de aquel primer encuentro con Moctezuma, el emperador azteca había muerto y también un año después aquella ciudad espléndida que era Méico estaba destruida. ¿Solamente la ciudad? ¡No, más que todo eso! Citemos aquí las, palabras de un historiador de nuestra época, de Spengler: «Aquella cultura nos da el único ejemplo de muerte violenta de una civilización. Dicha cultura no degeneró paulatinamente, no fue oprimida ni obstaculizada, sino cercenada en el esplendor de su florecimiento, segada en flor como el girasol que un transeúnte decapita de un manotazo».

Para comprender este proceso tenemos que echar una mirada retrospectiva a los años conocidos como «era de los conquistadores», que forman una etapa muy importante de la historia cristiana occidental, teñida por el esplendor del fuego y el correr de la sangre, y sobre la cual proyectan su sombra los hábitos de los monjes y las espadas de los guerreros.

En 1492, Cristóbal Colón descubrió las islas de Guanahaní, Cuba y Haití, antesala de la América Central; en posteriores viajes, la Dominica, Guadalupe, Puerto Rico y Jamaica y, finalmente, las costas de América del Sur y del Centro. Mientras tanto, Vasco de Gama hallaba el verdadero camino marítimo más corto para la India y Alonso de Ojeda, Américo Vespucio y Fernando de Magallanes explotaron las costas meridionales del Nuevo Mundo. Después del viaje de Juan Caboto, y cuando Magallanes hubo dado la vuelta al mundo, se conoció el continente americano en toda su extensión, desde el Labrador hasta la Tierra del Fuego. Y cuando Nuñez de Balboa, con el énfasis propio de todo explorador, y más en aquella época, se hubo bañado con toda su armadura en aguas del Océano Pacífico para tomar posesión del mismo «para todos los tiempos»; cuando Pizarro y Almagro invadieron el reino de los incas —el actual Perú— desde la costa occidental, sólo una generación había transcurrido; pero en tan breve lapso de tiempo quedó abierta la brecha para la más notable hazaña europea. Al descubrimiento podía seguir ahora la exploración, y a la exploración, la conquista; pues el Nuevo Mundo ocultaba riquezas inimaginables en dos aspectos: como mercado y como botín.

Dejando aparte toda clase de maquiavelismo, hemos de reconocer que este último objetivo constituyó el impulso más fuerte de todas aquellas aventuras, de audacia inaudita, a las que se arriesgaban constantemente aquellos hombres que se lanzaban a un mar desconocido en barcos como los que hoy empleamos para la navegación fluvial. A pesar de todo, sería injusto ver como único móvil las brillantes perspectivas del oro de Eldorado, pues la aspiración al lucro no se emparejaba sólo con el deseo de aventuras, ni la codicia únicamente con la audacia. Los conquistadores de América no sólo viajaban para ellos mismos, para Isabel y Fernando, y después para Carlos V, sino también para el Papa, para Alejandro VI, que en 1493 dividió en dos partes el mundo recién descubierto, con una línea recta trazada por su propia mano, que deslindaba las posiciones de Portugal y España. Los conquistadores luchaban por Su Majestad Católica y, bajo el estandarte de la Virgen, como misioneros contra los paganos. En ninguno de sus navíos faltaba el sacerdote, que al abrigo de la espada plantaba la Cruz.

Con la exploración y conquista de América, por primera vez en la historia de la Humanidad se tuvo una visión global del mundo. El espíritu, la religión, la política y la aventura colaboraron en la misma medida en tal empresa. La ciencia de los astros y la geografía, y la resultante de ambas, la navegación, daban los medios necesarios a la política expansiva de un Imperio hasta entonces verdaderamente europeo, pero pronto universal, en el cual «no se ponía el sol». Bajo sus banderas sagradas, una fe impetuosa impulsaba a aquellos aventureros; porque el corazón de los hidalgos castellanos desdeñaba los sueños y anhelaba las proezas.

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