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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

Dioses, Tumbas y Sabios (61 page)

A fuer de sinceros, confesamos que por ahora sabemos muy poco de este pueblo preazteca. Menos que nada: sabemos muchas cosas falsas. México y Yucatán son regiones de la jungla; y en ésta el arqueólogo se pierde cuando intenta una explicación. ¿De qué está uno seguro, pues?

Lo que realmente puede decirse, a ciencia cierta, es esto: La cultura de los tres pueblos se halla estrechamente relacionada. Los tres levantaban pirámides cuyas escalinatas conducían a los dioses, al Sol y a la Luna. Éstas, como sabemos, están dispuestas según un criterio astronómico y han sido construidas por imposición del calendario. El americano Ricketson Jr., fue el primero en demostrar esto, en 1928, basándose en una pirámide maya en Uaxactún; pero hoy tenemos otra prueba más reciente, la de Chichén Itzá, y otras muchas más remotas, en Monte Albán. Todos estos pueblos vivían bajo la espada de Damocles de sus ciclos del calendario; ellos pensaban cada vez que, pasados cincuenta y dos años, el mundo se hundiría. De tal temor nacía el poder de los sacerdotes, ya que solamente ellos eran capaces de conjurar la siempre inminente desgracia. Los medios que empleaban se hicieron cada vez más terribles, más crueles, degenerando en las inmensas carnicerías humanas y en la fiesta de Xipe Totee, el dios de la tierra y de la primavera, en holocausto del cual los sacerdotes torturaban a otros hombres, poniéndose ellos la ensangrentada piel de las víctimas cuando éstas latían aún en los estertores de su agonía.

La relación entre estos pueblos se manifiesta también en sus dioses, que guardan entre sí el mismo parentesco que se observa entre la mitología griega y la romana. Una de las divinidades mayores, el grande y sabio Quetzalcoatl, vivía, lo mismo que Kukumatz, en Guatemala, y Kukulkán, en Yucatán. Su imagen —la serpiente con plumas— se halla tanto en los monumentos antiguos como en los más recientes. Incluso se parecían las costumbres de los pueblos de América Central; y sus idiomas, aunque muy numerosos, pueden agruparse todos ellos —si nos limitamos a los pueblos de elevada cultura— en dos grandes familias lingüísticas.

Señalado este parentesco interior —para llegar al cual ha sido preciso reunir en los últimos años un material enorme—, surge el problema de las relaciones, de las corrientes, es decir, de su historia. Y en este punto —por lo menos en cuanto se refiere a los tiempos antiguos— nos movemos completamente en la oscuridad, a pesar de los excelentes resultados de las investigaciones, que si han llegado a establecer una exacta correlación del calendario maya con el nuestro, carecen siempre de un punto de partida, del eje central.

Al desbordar el lugar de la jungla donde están las pirámides y palacios, descubrimos monumentos, esto es, arqueología; pero no hallamos todavía períodos ni fecha, es decir, historia. Podemos aventurar teorías, pero nos encontramos con muy pocos hechos seguros.

Algunos investigadores, basándose en muchos indicios, creen que la erección de las grandes pirámides por los toltecas tuvo lugar en el siglo IV de nuestra era.

Hemos enumerado algunas de estas pirámides levantadas desde Tula hasta el Monte Albán. Pero hay una de la que no hemos hablado aún. Es aquella que está situada al extremo sur de la ciudad de México, sobre una colina de unos siete metros de altura y que lleva el nombre de pirámide Cuicuilco. Erigida en un paisaje abrupto, lunar, los volcanes Ajusco y Xitli, o tal vez sólo el último, sepultaron en una erupción de lava este monumento sin que le valiera mucho la ayuda del dios; o quizá le valió a medias ya que solamente la mitad del mismo quedó cubierta de lava encendida y borboteante. Aquí, los arqueólogos hubieron de pedir ayuda a los geólogos. ¿Cuánto tiempo hace que ha surgido esta lava?, preguntaron. Y los geólogos, sin suponer que su respuesta iba a provocar una verdadera revolución en la visión histórica del mundo, contestaron, como si tal cosa: ¡ocho mil años!

Hoy sabemos que tal respuesta era incorrecta. Los métodos geológicos son insuficientes cuando se trata de determinar períodos de tiempo relativamente «cortos». (La geología cuenta en cientos de miles o millones de años).

Que los pueblos americanos descienden de las tribus mogólicas que llegaron a América hace veinte o treinta mil años atravesando Siberia y Alaska por un istmo hoy cortado o bien navegando es cosa que suponemos hoy con mayor seguridad. Pero no sabemos de dónde vinieron los creadores de la cultura teotihuacana, ni los toltecas, ni cómo estos grupos de pueblos entre Alaska y Panamá fueron capaces de adquirir las primeras ideas básicas de toda cultura.

Ni siquiera sabemos si realmente fue un pueblo tolteca el que creó tales monumentos. Porque, ¿qué papel desempeñaron, por ejemplo, los zapotecas o los olmecas, de los cuales encontramos huellas en muchas partes de México? Si suponemos ahora que los precursores de la cultura maya y de la azteca son los toltecas —más recientemente la ciencia distingue la civilización de los toltecas de la de Teotihuacán—, hemos de confesar que por ahora no disponemos más que de una denominación para los creadores de todas las culturas de la América Central. ¡Acaso la palabra «tolteca» no significase, al cabo, otra cosa sino «constructores»!

Pero tal vez podemos permitirnos hacer una comparación de este mundo con el antiguo, como lo ha hecho el explorador alemán Theodor-Wilhelm Danzel en uno de sus trabajos sobre México, para poner cierto orden en nuestra visión de los tres grandes Imperios de Centroamérica:

«A veces, para peculiarizar la cultura de los aztecas y de los mayas, se ha insinuado un paralelismo con el mundo antiguo y se ha comparado a los aztecas con los romanos y a los mayas con los griegos. Tal comparación, en conjunto, no es del todo injusta. Los mayas, efectivamente, eran un pueblo dividido en comunidades separadas y hasta enemigas entre sí, que sólo se unían cuando era preciso oponerse a un enemigo común. Aunque el papel político que desempeñaron los mayas no haya revestido gran importancia, supieron crear, sin embargo, obras destacadas en escultura y arquitectura y realizaron notables progresos en astronomía y aritmética.

»Los aztecas, por su parte, constituían un pueblo guerrero que construyó su reino sobre las ruinas de otro pueblo —los toltecas— que no pudo resistir a la violencia de su ataque. Los toltecas, si seguimos con nuestro paralelismo, pueden ser comparados con los etruscos».

Todo el que haya seguido atentamente nuestro libro puede hacer todavía otra comparación más. Los toltecas, y tal vez otros pueblos anteriores, por su capacidad inventiva, recuerdan en su papel histórico a los sumerios. Los mayas, entonces, se asemejan a los babilonios, que aprovechando el ingenio de otros supieron elaborar una cultura monumental. Y los aztecas son como los asirios guerreros, que se sirven del espíritu superior para convertirlo en simple poder. Siguiendo esta comparación, la capital de México fue conquistada por los españoles en su más brillante período; exactamente lo mismo sucedió cuando los medos conquistaron la capital de los asirios, la floreciente ciudad de Nínive.

Pero ambos ejemplos dejan sin aclarar el hecho casi inconcebible de que los toltecas, cuando su Imperio se hubo hundido prácticamente, emprendieron otra emigración que, penetrando en el Nuevo Imperio de los mayas, dejó sus huellas en la ciudad de Chichén Itzá. Esto sí que no tiene parangón alguno en la historia antigua. Ahora bien: ¿sucedieron las cosas de este modo? Acaso fuera todo muy distinto. Existe, en efecto, una leyenda según la cual todo sucedió de modo diferente. Y en ella, la irrupción de los españoles en aquel panorama histórico aparece incluso fijada de antemano de un modo mítico. Se cuenta que Quetzalcoatl —el que hasta ahora sólo hemos mencionado en calidad de dios—, vistiendo una larga veste blanca y luciendo espesa barba, llegó una vez del «país del sol naciente» y enseñó al pueblo todas las ciencias, costumbres depuradas y leyes sabias, y creó un Imperio en el cual los granos de maíz alcanzaban la altura de un hombre y la fibra de algodón, ya coloreada, no necesitaba de ningún tinte. Mas, por alguna razón, tuvo que abandonar el Imperio. Con sus leyes, su escritura y sus cantos, se volvió por el mismo camino por donde había venido. En Cholula se detuvo para proclamar de nuevo su vasto saber. Luego llegó hasta el mar, empezó a llorar y se abrasó a sí mismo, convirtiéndose su corazón en el lucero del alba. Otros dicen que embarcó en su nave y retornó a su país de origen. Pero todas las leyendas coinciden en asegurar que había prometido volver.

En el transcurso de este libro hemos visto con frecuencia cómo toda leyenda tiene un fondo de verdad; por eso nos guardaremos de considerar también esta vez como simple invención poética lo que tal parece a primera vista.

¿No podríamos interpretar la veste blanca por piel blanca y asociar tal tonalidad de la epidermis a la barba de Quetzalcoatl, característica totalmente insólita para pueblos de rostro glabro como los indios?

Podemos ver incluso en su figura —y citamos aquí sólo opiniones ajenas estimadas como absolutamente serias— la imagen de un misionero extranjero de un pueblo lejano.

Algunos ven en el a uno de los primeros misioneros católicos del siglo VI; otros, incluso, a Santo Tomás apóstol en persona. ¿No se apoyará en esta leyenda la tesis del joven Thompson al pretender que los creadores de la cultura del más antiguo Imperio de los mayas han sido habitantes de la Atlántida? Lo ignoramos.

Solamente sabemos una cosa: que los españoles, al invadir México, y dando cuerpo a la profecía del hombre blanco con barba, fueron considerados como «dioses blancos del Oriente», y aquellos españoles —y dejando aparte todo orgullo nacional, digamos, de aquellos europeos— fueron desde luego tomados como los sucesores de Quetzalcoatl, definidor de la moral y la justicia en aquellos pueblos.

V. SOBRE LOS LIBROS DE HISTORIA DE LA ARQUEOLOGÍA QUE TODAVÍA NO PUEDEN ESCRIBIRSE

Si nosotros, seres humanos, queremos recibir una buena lección de modestia, no necesitamos elevar los ojos al cielo estrellado. Nos basta con echar una mirada a aquellos mundos de cultura que existieron milenios antes que nosotros, que fueron grandes antes que nosotros, y que antes que nosotros se hundieron.

Capítulo XXXIV

NUEVAS INVESTIGACIONES SOBRE ANTIGUOS IMPERIOS

Henos aquí al final de este noticiario acerca de los grandes descubrimientos arqueológicos, rindiendo viaje después de recorrer cinco milenios.

Pero el tema no queda agotado. Si a pesar de ello lo damos por terminado, es porque la extensión de un libro no puede ser indefinida. No obstante, la selección que entre el inmenso material de los descubrimientos arqueológicos hemos ofrecido responde a una intención bien determinada. No hemos seguido un orden cronológico en nuestra exposición de las excavaciones, sino que las hemos ordenado según el espacio cultural al que concernían, para así esbozar un cuadro de cuatro ciclos históricos y culturales cerrados que casi han surgido por sí mismos de cuatro de las más importantes civilizaciones creadas por la Humanidad. Ha de tenerse presente que entre estas civilizaciones y las sociedades primitivas, media un abismo análogo al que existe entre «historia» y existencia, entre conciencia e instinto, entre la creación de un mundo y la flora que crece pasiva a su alrededor.

Cuando en este capítulo nos brindamos a hablar de aquellos «libros que todavía no pueden escribirse», nos referimos sobre todo a tres civilizaciones que en importancia siguen muy de cerca a las que hemos reseñado aquí. Se trata, concretamente, de la de los hititas, la del Indo y la de los incas. Sobre ninguna de ellas se podría escribir como lo hemos hecho en los capítulos anteriores, pues estas civilizaciones no se hallan aún iluminadas con claridad tal que la curva vital de su desarrollo quede suficientemente precisa y patente.

No hemos de olvidar, por otra parte, que nuestro libro lleva como subtítulo «novela de la arqueología». Para justificarlo hemos elegido aquellas civilizaciones cuya exploración se nos ofrecía en verdad como una aventura romántica. De los incas sabemos casi tanto como de los mayas; pero entre los hombres que han buscado la cultura andina no hallamos ni un Stephens ni un Thompson. Por otro lado, también es bastante lo que sabemos de la historia china, pero estos conocimientos, en su mayoría, no nos han venido por el camino de las excavaciones. Por tal razón hemos excluido a incas y chinos del ámbito de nuestro estudio.

En la región de los hititas y en el Valle del Indo se vienen haciendo, de algunos decenios a esta parte, excavaciones serias y con éxito. Habrá, pues, que escribir algún día el libro correspondiente a estas exploraciones.

Hemos de darnos cuenta aún de una cosa. Aunque hubiésemos de añadir a nuestros cuatro libros otros tres más, con ello no habríamos descrito, ni mucho menos, todas las civilizaciones elevadas. Para el hombre normal y corriente de nuestra época, solamente la antigüedad grecorromana, aparte de la cultura cristiana occidental, significa una posesión espiritual viva. Hicimos notar ya, sin embargo, en la descripción del pueblo sumerio, que otras culturas mucho más remotas laten aún en el fondo de nuestra conciencia. Y el moderno historiador inglés Arnold J. Toynbee considera la historia de la Humanidad como una sucesión de padre a hijo de veintiuna civilizaciones diferentes.

Y llega Toynbee a esta elevada cifra porque su idea de las «civilizaciones» no es idéntica a la de «ciclos de civilizaciones», sino sinónima de «sociedades civilizadas». Así, por ejemplo, Toynbee disocia en el cristianismo ortodoxo oriental una sociedad bizantina ortodoxa y otra rusa. Y de la civilización china separa la japonesa y la coreana.

La extensa, verdaderamente gigantesca obra de Toynbee —de la cual el historiador D. C. Somervell publicó una edición resumida en un tomo— lleva el modesto título de
A Study of History
y es problablemente la más importante de las publicaciones sobre historia de la civilización en los últimos decenios. Toynbee destruye definitivamente el esquema histórico, ya atacado por Spengler pero aún en vigor en nuestras escuelas, del «desarrollo progresivo» y la división, ya realmente insostenible, en edades Antigua, Media, Moderna y Contemporánea.

Para dar una idea de las civilizaciones con las que, además de aquellas que hemos intentado hacer vivir en nuestro libro, el historiador tiene que contar hoy en día, citaremos las enumeradas por Toynbee:

Civilización
Occidental
Civilización
nipo-coreana

bizantina ortodoxa

minoica

ruso ortodoxa

sumeria

Persa

hitita

Árabe

babilónica

del Valle del Indo

egipcia
Civilización
del Extremo Oriente
Civilización
de los Andes

de los griegos

de México

de los sirios

del Yucatán

Indostánica

de los mayas

China

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