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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

Dioses, Tumbas y Sabios (29 page)

Pero ¿no sería acaso una tumba inacabada, no utilizada? Y aun que realmente albergase una momia, ¿no habría sido ésta violada y despojada como tantas otras?

Acaso, para no renunciar a ninguna posibilidad pesimista, la momia, si existía, era solamente la de un funcionario de la corte o un sacerdote.

El trabajo progresaba y la excitación de Carter iba en aumento. Una grada tras otra quedaban libres de escombros, y cuando, como sucede en Egipto, se puso de repente el sol, apareció el pie de la duodécima grada y «se percibía la parte superior de una puerta cerrada, tapada con argamasa y sellada».

«Una puerta sellada… Era, pues, realidad… Llegó el momento en que todo excavador se estremece».

Carter examinó los sellos. Eran los de la ciudad de los faraones fallecidos. Por lo tanto garantizaban que allí tenía que reposar por los menos una alta personalidad. Y como las chozas de los obreros habían tapado la entrada desde la XX dinastía, por lo menos la tumba no habría sido violada desde aquella época. Y cuando Carter, a quien la emoción producía escalofríos, taladró una mirilla en la puerta «lo bastante grande para poder introducir una linterna eléctrica», descubrió que el pasillo de detrás de la puerta aparecía completamente lleno de piedras, otra prueba convincente de la segura protección que había recibido la tumba.

Cuando Carter bajaba cabalgando a la luz de la luna, después de haber encomendado la vigilancia de la tumba a los obreros de más confianza, se debatía por adoptar una determinación. «¡Todo, verdaderamente todo lo que esperaba, podía hallarse tras este pasillo, por lo que me costaba un enorme esfuerzo dominarme para no echar abajo la puerta de entrada y seguir buscando inmediatamente!». Esto escribió después de haber visto aquello por la mirilla. Entonces, cabalgando en su mula, luchaban en él su deseo y su impaciencia, mientras una voz interior le anunciaba que se hallaba ante un descubrimiento inmenso. Es digno de admirar este gesto del descubridor que, después de un infructuoso trabajo de seis años, hallándose ante el gran y anhelado hallazgo, decide cubrir de nuevo la tumba y esperar la llegada de lord Carnarvon, su protector y amigo.

En la mañana del 6 de noviembre envía este telegrama: «Realizado en Valle descubrimiento maravilloso. Tumba sorprendente con sellos intactos. He cubierto todo hasta su llegada. ¡Mi felicitación!». El día 8 recibe dos contestaciones: «Voy, si es posible, rápidamente». «Pienso estar en Alejandría el 20».

En efecto, el día 23 lord Carnarvon y su hija llegaron a Luxor.

Más de quince días pasó Carter devorado por la impaciencia, inactivo ante la tumba cubierta de nuevo. A los dos días de descubrir las gradas le habían colmado de felicitaciones, pero ¿por qué?, ¿por qué descubrimiento?, ¿por qué tumba? Carter no lo sabía. Si hubiera seguido tan sólo un palmo más en sus excavaciones hubiera hallado la impronta inequívoca, evidente, del sello de Tutankamón. «Esto me habría proporcionado unas noches más tranquilas y me hubiera ahorrado casi tres semanas de impaciente espera».

El día 24, por la tarde, los obreros descombraron de nuevo toda la escalera. Carter bajó dieciséis gradas y llegó ante una puerta sellada. Aquí vio las huellas claras y el nombre de Tutankamón; pero vio otra cosa más que prolongaba su inquietud angustiosa. Vio lo que hasta entonces casi todos los descubridores de tumbas faraónicas habían tenido que ver: que también otros se le habían adelantado. También aquí los ladrones habían intervenido.

«Y como ahora toda la puerta aparecía iluminada por la luz, podíamos ver algo que hasta entonces no habíamos percibido: que la puerta, por dos veces, había sido abierta y vuelta a cerrar; veíamos además que los sellos primeramente descubiertos con el signo del chacal y los nueve prisioneros, habían sido colocados de nuevo en las partes últimamente cerradas, mientras que los sellos de Tutankamón se hallaban en aquella parte de la puerta que aún conservaba su estado primitivo y, por consiguiente, eran los que originariamente habían protegido la tumba. Por lo tanto, la tumba no estaba completamente intacta, como habíamos esperado. Los profanadores de tumbas la habían hollado más de una vez. Y a juzgar por las chozas que la habían ocultado, los ladrones eran de época anterior a Ramsés IV; mas el hecho de que la tumba hubiera sido sellada de nuevo indicaba que no la habían desvalijado por completo».

Pero este descubrimiento no era todo. La confusión e inseguridad de Carter aumentaban. Cuando mandó quitar los últimos escombros de las escaleras, encontró trozos de vasos, recipientes con los nombres de Eknatón, de Sakkara y de Tutankamón; también un escarabeo de Tutmosis III y un pedazo de otro con el nombre de Amenofis III. Aquella variedad de nombres reales no podía conducir a otra conclusión que creer, contra todas las esperanzas, que no se trataba de una tumba individual, sino de un escondite habilitado para varios sepulcros.

Sólo abriendo aquella puerta se podía tener la solución del enigma. Los días siguientes fueron dedicados a este trabajo. Como Carter ya había constatado al echar la primera ojeada por la pequeña abertura practicada, allí había un pasillo lleno de escombros, y como éstos eran distintos de los otros se podía ver claramente que los bandidos habían penetrado allí haciendo una galería del ancho de una espalda y la habían cubierto de nuevo.

Después de varios días de trabajo, los excavadores penetraron unos diez metros y hallaron una segunda puerta.

También ésta presentaba los sellos de Tutankamón y de la ciudad de los faraones muertos, y se podía reconocer claramente por dónde los visitantes inoportunos habían penetrado.

Por la semejanza que ofrecía la disposición de este pasillo con la de otros escondites, como el de Eknatón hallado en las proximidades, Carter y Carnarvon llegaron a la convicción, casi indudable, de que habían hallado sólo un escondite, en vez de una tumba. Y ¿se podía esperar mucho de un escondite que visiblemente había sido frecuentado ya por los ladrones?

Sus esperanzas eran modestas, a pesar de lo cual la tensión aumentaba a medida que se quitaban escombros y más escombros de la segunda puerta. «Había llegado el momento decisivo —escribe Carter—. Con manos temblorosas practicamos una pequeña abertura en el ángulo superior izquierdo de esta segunda puerta…».

Carter tomó una barra de hierro y cuando la hizo penetrar vio que se movía libremente en el espacio vacío. Hizo algunas pruebas con llamas; no había indicio de gas de ninguna clase. Luego amplió el agujero.

Entonces, todos los que intervenían se congregaron. Eran éstos lord Carnarvon, su hija lady Evelyn y el egiptólogo Callender, que había acudido a la primera noticia del nuevo hallazgo, en plan de colaborador. Carter, con gesto nervioso, rascó una cerilla, encendió una vela y la acercó al agujero; su mano estaba insegura.

Cuando, temblando de expectación y curiosidad, acercó sus ojos al agujero para poder echar una mirada al interior, el aire caliente que desde el interior buscaba una salida hizo temblar la llama de la vela. De momento, Carter no pudo distinguir nada, mas una vez que sus ojos se hubieron acostumbrado a aquella luz débil, vio contornos, luego sombras, después los primeros colores, y cuando se presentó ante su vista, cada vez con más claridad, lo que contenía la estancia tras la segunda puerta sellada, Carter no profirió exclamaciones de entusiasmo, sino que permaneció mudo… Así transcurrió una eternidad para todos los que esperaban ansiosos a su lado. Luego, Carnarvon, que no podía soportar por más tiempo tal inseguridad, preguntó:

—¿Ve usted algo?

Y Carter, volviéndose lentamente, dijo con voz débil que le salía de lo más íntimo de su alma, como si estuviese hechizado:

—¡Sí, algo maravilloso!

«Seguramente, nunca hasta ahora, en toda la historia de las excavaciones se han visto cosas tan maravillosas como las que hoy nos descubre esta luz», añadió Carter cuando se hubo calmado de su primera emoción ante el descubrimiento y uno tras otro pudieron acercarse a la mirilla y ver lo que había dentro. Estas palabras conservaron todo su valor aun al cabo de diecisiete días al abrirse la puerta. Entonces, la luz de una potente lámpara eléctrica brilló sobre los féretros dorados, sobre un sitial de oro, mientras que un resplandor mate descubría dos grandes estatuas negras, jarros de alabastro y arcas extrañas. Fantásticas cabezas de animales proyectaban sus sombras desfiguradas sobre las paredes. De uno de los féretros sobresalía una serpiente de oro. Como centinelas, dos estatuas se hallaban rígidas «con sus delantales de oro, sandalias de oro, la maza y la vara, y en la frente el brillante áspid, símbolo del poderío faraónico».

Y entre tal esplendor, que no era posible abarcar con unas cuantas miradas, se hallaban huellas del trabajo de los vivos. Cercano a la puerta se veía aún un cubo medio lleno de argamasa, una lámpara negra, huellas digitales en la superficie pintada y, en el umbral, unas flores depositadas como despedida.

Así, entre aquella fastuosidad caduca y los vestigios de vida, pasó algún tiempo antes que Carnarvon y Carter se dieran cuenta de que, en medio de tal abundancia de tesoros preciosísimos, no se descubría ni un sarcófago ni una momia. De nuevo se planteaba el tan debatido problema: ¿era aquello un escondite o una tumba?

Examinaron sistemáticamente todas las paredes y descubrieron que, entre los dos centinelas del rey, había una tercera puerta, sellada. «Aquel conjunto de estancias, una sobre la otra, todas parecidas a la primera que habíamos visto, todas llenas de objetos, aquello iba y venía a nuestra mente y no dejaba de preocuparnos». Cuando el día 27, con la ayuda de las lámparas eléctricas que Callender había instalado, se examinó la tercera puerta, viose, rozando el piso, una nueva abertura, también sellada, pero después de la puerta propiamente dicha. También por allí habían pasado los ladrones. ¿Qué ofrecería esta nueva cámara o nuevo pasillo? Si la momia se hallaba detrás de la puerta, ¿estaría lastimada? Allí no dejaban de plantearse cuestiones enigmáticas. No solamente la disposición toda de la tumba se distinguía de las demás conocidas, sino que lo más raro era el hecho de que los ladrones se hubieran esforzado en pasar por la tercera puerta sin apoderarse antes de lo mucho que a su alcance había ante ella. ¿Qué buscaban, para pasar por estos montones de oro que yacían en la antecámara, sin tocarlos?

Cuando Carter examinó este asombroso tesoro no vio en los objetos sólo su valor material. ¡Cuántas enseñanzas encerraba todo aquello para la investigación! Aquí se habían reunido innumerables objetos egipcios de uso común, otros suntuosos, de los cuales cada pieza hubiera sido considerada por el arqueólogo como rico botín de todo un invierno de fatigosas excavaciones. Además, aquí se manifestaba también el arte egipcio de una época determinada con tal vigor y vida que Carter, después de ojearlo rápidamente, reconocía: un estudio detenido de todo esto «conduciría a un cambio, incluso a una revolución, de todas las opiniones anteriores».

Poco después hacían otro descubrimiento importante. Uno de ellos miró, lleno de curiosidad, debajo de uno de los tres grandes catafalcos, por un agujerito. Llamó a los demás, que se acercaron a gatas, e introdujeron sus lámparas eléctricas.

Y su mirada descubrió otra pequeña cámara lateral, más pequeña que la antecámara, pero completamente llena, atestada, de objetos y preciosidades de toda clase. Y en esta cámara, después de la visita de los profanadores, no se había puesto orden, como probablemente tampoco en la antecámara. El ladrón aquí había ejecutado su trabajo con el vigor de un terremoto. «Otra vez se nos planteaba el problema: los bandidos lo habían revuelto todo, habían tirado algunas piezas de la cámara lateral a la antecámara, como se podía ver; habían destruido algunas cosas, otras las habían roto. Pero habían robado muy poco, ni siquiera lo que tras la segunda puerta tenían directamente al alcance de la mano. ¿Habrían sido sorprendidos antes de poder realizar su propósito?».

Todos quedaron como embriagados; ante tal espectáculo, sus ideas no discurrían ya normalmente. Después de echar una mirada sobre lo que contenía la cámara lateral, y en espera de lo que se hallaría transpuesto el umbral de la tercera puerta sellada, consideraban el inmenso trabajo científico y de organización que les esperaba. Pues este hallazgo, mejor dicho, solamente lo que hasta tal momento habían visto, no se podía sacar a la luz, examinar y catalogar en un solo invierno de excavaciones.

Capítulo XVII

LA PARED DE ORO

Carnarvon y Carter decidieron cubrir la tumba que acababan de explorar. Pero tal determinación tenía un significado muy distinto al de antes, cuando tras una excavación rápida se volvía a enterrar una tumba recién descubierta.

Estos hallazgos relativos a la tumba de Tutankamón —aún no se sabía con seguridad a quién pertenecía aquella tumba— fueron estudiados desde el primer momento con tanta reflexión, que puede servir de ejemplo, aun teniendo en cuenta que, de tratarse de un hallazgo menos sensacional, seguramente no se hubiera podido contar con una colaboración tan eficaz como la que ahora se les prestaba.

Carter, inmediatamente, se dio cuenta de lo siguiente: En ningún caso se debía empezar a cavar inmediatamente. En primer lugar, era indispensable fijar con exactitud la posición original de todos los objetos, para así poder determinar datos sobre la época y otros puntos de referencia análogos; después, había que tener en cuenta que muchos objetos de uso o suntuosos tenían que ser tratados para su conservación, inmediatamente después de tocarlos, o antes incluso. Para ello era necesario que, dada la cantidad de objetos hallados, se dispusiera de un gran depósito, de medios de preparación y material de embalaje. Se debía consultar con los expertos sobre cuál era el mejor modo de tratarlos y crearse un laboratorio para lograr la posibilidad de un análisis inmediato de materias importantes que, probablemente, se descompondrían al menor contacto. Sólo para catalogar tal hallazgo ya se requería un gran trabajo previo de organización, y todo ello exigía medidas que no podían tomarse desde el lugar mismo del descubrimiento. Era preciso que Carnarvon marchara a Inglaterra y que Carter, por lo menos, se trasladara a El Cairo. ¿Y quién, después de haber leído el capítulo sobre los ladrones de la Historia egipcia, dudaría aún de que incluso en nuestros días tal capítulo de robos no ha terminado?

Así es, en efecto, y ello nos lo demuestra la decisión de Carter de cubrir de nuevo la tumba el 3 de diciembre, única manera de protegerla contra la irrupción de los modernos sucesores de los Abd-el-Rasul, aunque Callender se quedara en el lugar como guardián. Y, apenas llegado a El Cairo, Carter encargó una pesada verja de hierro para la puerta interior.

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