Dioses, Tumbas y Sabios (27 page)

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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

Contando el número de momias reales allí reunidas, llegó a la cifra de cuarenta. ¡Cuarenta momias! ¡Cuarenta restos mortales de los que antaño habían gobernado el mundo con poderío semejante al de los dioses! Durante tres mil años habían reposado en paz, hasta que un ladrón, primero, y luego él, Emil Brugsch-Bey, pudieron contemplarlas.

A pesar de todas las precauciones tomadas incluso antes de morir, los príncipes egipcios solían ser muy pesimistas. «Los que edificaban con bloques de granito, practicando salas ocultas en las gigantescas pirámides, realizando bellas cosas en esta hermosa labor… ven ahora sus aras de sacrificios tan vacías como las de los que, cansados y solos, perecen a lo largo del Nilo sin que nadie les asista».

Pero su pesimismo no les impedía seguir tomando nuevas medidas para conservar su cuerpo y garantizar su protección. Heródoto describe las costumbres en las ceremonias luctuosas y cómo eran embalsamados los cadáveres. Así se hacía, según propias informaciones, cuando recorrió Egipto, según texto que tomamos de Howard Carter: «Cuando fallece una personalidad de prestigio, las mujeres de la casa se echan tierra a la cabeza, incluso a la cara. Luego se alejan del difunto, salen corriendo de la casa para recorrer la ciudad con las faldas recogidas y se descubren el pecho dándose golpes. Todas las mujeres de la familia se unen al cortejo y las imitan. También los hombres se golpean el pecho. Después de estas ceremonias, trasladan el cadáver para embalsamarlo».

Ahora digamos algo de las momias. Esta palabra se presta a diversas interpretaciones, cosa explicable cuando leemos, por ejemplo, la observación del viajero árabe ya mencionado, Abd-el-Latif, del siglo XII, según el cual, en Egipto las
momias
se venden baratas para fines médicos.
Mumiya
o
mumiyai
es una palabra árabe y significa, en el sentido de Abd-el-Latif, asfalto o «pez judía», es decir, la destilación natural de las rocas bituminosas, tal como se recoge en la montaña de Derahgerd, en Persia. La
momia
es una mezcla de pez y mirra, decía el viajero árabe, y aún en los siglos XVI y XVII se hacía en Europa un comercio lucrativo con tal producto, e incluso en el siglo pasado el farmacéutico vendía
momia
como remedio para las hernias y ciertas heridas. Finalmente,
momia
es también el pelo y la uña de dedos cortados de los seres vivos; es una parte del hombre que equivale a su totalidad, por lo que se utiliza en los conjuros mágicos y partes de embrujamiento. Cuando hoy pronunciamos
momia
, nos referimos casi exclusivamente al cuerpo bien conservado de los egipcios. Antes, se distinguía entre la momificación «natural» y la «artificial», y se consideraban «momias naturales» aquellas que sin tratamiento especial se habían conservado sin descomponerse gracias a ciertas condiciones favorables; así, por ejemplo, los cuerpos de los religiosos del convento de Capuchinos situado cerca de Palermo, en el convento del Gran San Bernardo, en los sótanos de plomo de la catedral de Bremen, o en el castillo de Quedlinburg. Se hace todavía en nuestros días esta distinción, pero limitada, pues de las numerosas investigaciones realizadas por Elliot Smith, y del análisis de la momia de Tutankamón, hecho por Douglas E. Derry, resulta que el mérito principal de que los cuerpos se hayan conservado tan maravillosamente obedece menos a la complicada operación del embalsamamiento que al clima especialmente seco del país del Nilo, o sea al hecho de que el aire no contiene bacilos, como tampoco la arena. Así, se han encontrado momias perfectamente conservadas sin que estuvieran depositadas en un féretro y sin que les hubieran extraído las vísceras: sencillamente colocadas en la arena. Y no estaban peor conservadas que los cadáveres embalsamados, los cuales, unas veces por la resina, otras por el alquitrán o por los numerosos aceites balsámicos, o como cuenta el papiro de Rind, «por el agua de Elefantina, el
natrón
de Ilitiáspolis y la leche de la ciudad de Kim», con el transcurso del tiempo se habían hallado en estado de descomposición o convertidos en una masa informe. Durante el siglo pasado especialmente, se suponía que los egipcios poseían unos métodos químicos secretos. Hasta nuestros días no se ha logrado hallar una indicación auténtica, verdaderamente exacta y completa de la momificación. Pero hoy sabemos ya que en el empleo de los muchos ingredientes rituales, el significado místico de los mismos tenía a menudo más importancia que su eficacia práctica. Y hemos de tener en cuenta que el arte de la momificación, en el transcurso de varios milenios, ha cambiado varias veces. Así lo observaba ya Mariette al considerar que las momias de Menfis, la más antiguas, son casi negras, secas y muy frágiles, mientras que otras más recientes, de Tebas, son amarillentas, tienen un brillo mate y son frecuentemente elásticas, cosa que no se puede explicar únicamente por su diferencia de edad.

Heródoto nos relata tres maneras de momificar. La primera costaba tres veces más que la segunda, y la tercera era seguramente la más barata, hasta el punto de que hasta los empleados más humildes podían satisfacerla. No así, ni mucho menos, el hombre del pueblo, que sólo podía entregar su cuerpo a la clemencia del clima.

En los tiempos más antiguos, sólo se lograba conservar las formas puramente externas del cuerpo. Más tarde, hallaron medios para impedir que se arrugase la piel, de modo que podemos hallar momias con los rasgos de las facciones bien conservados que revelan aún su personalidad.

Por regla general, se trataba el cadáver de este modo: con un instrumento de metal, curvo y puntiagudo, se sacaba primero el cerebro por los orificios de la nariz; después con un cuchillo, se abría el abdomen y se quitaban los intestinos, a veces por el ano, y se colocaban en los vasos llamados
canopas
; se extraía también el corazón, y en su lugar se colocaba un escarabeo de piedra; luego se lavaba el cuerpo y se le «salaba» durante más de un mes. Por último se le secaba de nuevo, operación que, según algunos informes, duraba hasta setenta días.

Hecho esto, se colocaba el cadáver en varios féretros de madera o sarcófagos, que generalmente tenían la forma del cuerpo humano, o bien varios féretros de madera eran metidos uno dentro del otro y todos colocados en un gran sarcófago de piedra. El cadáver estaba tumbado, con las manos cruzadas sobre el pecho o sobre el vientre, o con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo. Generalmente se le cortaba el pelo, mientras que a las mujeres se les dejaba el cabello en toda su longitud, ondulándoseles maravillosamente. El pelo del pubis se afeitaba.

Para evitar que el cuerpo se deshinchase, se rellenaba de masilla, arena, resina, serrín o lino, añadiendo materias aromáticas y, cosa que nos parece extraña, también cebollas.

Igualmente se daba forma a los senos de las mujeres. Luego se iniciaba el proceso, lento sin duda, de envolver el cuerpo con vendas de lino y paños, los cuales, con el tiempo, quedaban tan empapados de alquitrán que los investigadores, a menudo, no podían desenvolverlos. Naturalmente, los ladrones, que sólo buscaban las numerosas joyas que había debajo de las vendas, no perdían el tiempo, sino que cortaban las vendas a capricho, por donde les parecía.

En 1898, Loret, entonces director general de la Administración de Antigüedades, abrió, entre otras tumbas, la de Amenofis II. También él halló «momias ambulantes», es decir, trece momias de reyes reunidas bajo la XX dinastía por los sacerdotes en pesado trabajo nocturno. Pero Loret ya no halló las preciosidades que Brugsch encontrara, aunque sí encontró aún las momias intactas. Amenofis reposaba en su sarcófago, pero todo el resto lo habían robado. A pesar de ello, y cuando más tarde, por indicación de Sir William Garstin, se cubrió de nuevo la tumba con un muro para que descansaran en paz los reyes muertos, pasados uno o dos años penetraron nuevos profanadores de tumbas, arrancaron a Amenofis de su sarcófago y causaron destrozos en su momia. Sin duda, también habían colaborado los guardianes, como en casi todos los robos acaecidos en milenios anteriores. Este caso demostraba que Brugsch había obrado bien al mandar quitar todos los objetos de la tumba colectiva, pues toda vacilación causada por un sentimiento piadoso, dada la situación egipcia del momento, era perjudicial.

Cuando Emil Brugsch-Bey escaló de nuevo aquel pozo estrecho, dejando allí las momias de los cuarenta faraones, ya iba pensando en la posibilidad de ponerlas a salvo. Dejar la tumba tal como estaba suponía invitar a que siguieran despojándola. Mas para sacar de allí todo lo depositado y llevarlo a El Cairo necesitaba ocupar un sinfín de obreros, a los que, forzosamente, debía reclutar en Kurna, la patria de Abd-el-Rasul, el pueblo de los ladrones. Cuando Brugsch pidió nueva audiencia cerca del Mudir, a pesar de todos los peligros, se había decidido a ello. Y a la mañana siguiente ya estaba en el lugar del trabajo con trescientos
fellahs
. Ordenó que se cercase el terreno y con su ayudante árabe seleccionó a un pequeño grupo que le inspiró más confianza que el conjunto de los demás. Mientras este grupo debía trabajar duramente —por ejemplo, levantar las piezas más pesadas, que necesitaban dieciséis hombres—, el pequeño grupo iba sacando uno a uno los objetos, mientras él y su ayudante los recibían, registraban e iban colocando en hilera al pie de la colina, trabajo que se realizó en cuarenta y ocho horas. Howard Carter, el moderno arqueólogo, observa lacónicamente: «¡Hoy día no trabajamos ya con tanta rapidez!». La prisa fue excesiva, también entonces, en lo que se refiere al interés arqueológico, pues el vapor de El Cairo se retrasó varios días. Brugsch-Bey mandó embalar las momias y los sarcófagos y los hizo transportar a Luxor, en donde permanecieron hasta el 14 de julio, día en que fueron embarcados.

Entonces sucedió algo que impresionó a Brugsch, al frío hombre de ciencia, más aún que el propio descubrimiento. Lo que acaecía mientras la embarcación se iba deslizando lentamente Nilo abajo ya no afectaba al científico, sino al hombre que aún no había perdido el respeto hacia las creencias y ritos de aquel pueblo.

Con gran rapidez se había extendido por todos los lugares del Valle del Nilo y el país qué clase de cargamento transportaba el barco. Y se reveló con ello que el antiguo Egipto, que antaño considerara a sus reyes como dioses, no se había extinguido aún. Brugsch veía desde la cubierta a centenares de
fellahs
que, con sus mujeres, acompañaban al barco, y así desde Luxor hasta la gran curva del Nilo, hasta Kuft y Kench, relevados por otros fanáticos compatriotas.

Los hombres disparaban sus armas de fuego en honor de los faraones muertos, las mujeres se echaban tierra y polvo en la cara y el cuerpo y se frotaban el pecho con arena. La embarcación seguía acompañada de lamentos que se oían desde muy lejos; un espectáculo fantástico era aquella procesión, exenta de toda fastuosidad y llena de emoción.

Brugsch no pudo soportar la impresión que aquel acompañamiento le producía y se ocultó. ¿Había obrado bien? Acaso a los ojos de los que proferían lamentaciones y se golpeaban el pecho, él no sería más que un vulgar ladrón, uno más entre aquellos profanadores de sepulcros, de aquellos bandoleros que durante tres mil años habían violado con tenaz saña las tumbas de los faraones. ¿Justifica esta actitud la necesidad de servir a la ciencia?

Howard Carter nos dio, muchos años después, una contestación clara. Basándose en los sucesos relativos a la tumba de Amenofis, hace la observación siguiente: «En este caso, hemos aprendido algo que recomendamos consideren los que nos critican y nos llaman vándalos porque quitamos los objetos de las tumbas. Trasladando las antigüedades a los museos, aseguramos su conservación; pero si las dejásemos en el lugar donde las encontramos, inevitablemente, más pronto o más tarde, serían presa de los ladrones, cosa que equivaldría a su desaparición o destrucción».

Cuando Brugsch-Bey desembarcó en El Cairo no sólo enriqueció su Museo, sino que proporcionó al mundo entero conocimientos precisos sobre todas aquellas magnificencias y grandezas insustituibles.

Capítulo XVI

HOWARD CARTER DESCUBRE A TUTANKAMÓN

En el año 1902, el americano Theodor Davis recibió el oportuno permiso del Gobierno egipcio para proceder a nuevas excavaciones en el Valle de los Reyes.

Durante doce inviernos fue descubriendo sepulcros tan instructivos como los de Tutmosis IV, Siptah y Horemheb, y halló la momia y el féretro del gran «rey hereje». Amenofis IV, cuya esposa fue la célebre Nefertiti, de la cual se conserva un maravilloso busto en color, sin duda la más famosa escultura que nosotros conocemos. Amenofis IV adoptó, como reformador, el nombre de
Eknatón
, que quiere decir «el disco del sol está satisfecho», y quiso desterrar la religión tradicional introduciendo el culto al sol.

Durante el primer año de la gran guerra mundial, la concesión fue transferida a lord Carnarvon y a Howard Carter, empezando así la historia del más importante hallazgo de tumbas en Egipto, relato que empieza como el cuento de «la lámpara maravillosa de Aladino y termina como la leyenda griega de Némesis», según escribió más tarde la hermana de Carnarvon en un libro sobre su hermano.

El descubrimiento del sepulcro de Tutankamón reviste especial importancia para nuestra obra. Representa el punto culminante de los grandes triunfos de la investigación arqueológica. Al mismo tiempo, hemos de considerarlo como el punto central, si en la evolución de nuestra ciencia buscamos un arco de tensión dramática. El planteamiento fue desarrollado por Winckelmann y gran número de sistematizadores, organizadores y especialistas de la primera hora, y las primeras complicaciones serias que determinan el nudo de la acción fueron resueltas por Champollion, Grotefend y Rawlinson —de estos dos hablaremos en el «Libro de las Torres»—. Los primeros que activamente propulsaron la acción, logrando los aplausos del público, fueron Mariette, Lepsius y Petrie, en Egipto: Botta y Layard, en Mesopotamia —véase el «Libro de las Torres»—, y los americanos Stephens y Thompson en el Yucatán —véase el «Libro de las Escaleras»—. La escena culminante de este emotivo drama se logró por primera vez con ocasión de los descubrimientos de Schliemann y Evans en Troya y Cnosos, después de Koldewey y Wolley en Babilonia y en el territorio de Ur, la patria de Abraham. Schliemann fue el último gran aficionado que realizó personalmente las excavaciones; un solitario genial. En Cnosos y Babilonia, actuaron ya planas mayores enteras de profesionales. Gobiernos, príncipes, mecenas, universidades con potentes recursos, institutos arqueológicos y particulares, año tras año, de todas las partes del mundo civilizado, enviaban expediciones bien equipadas a investigar las reliquias del mundo antiguo. Mas en el descubrimiento de la tumba de Tutankamón se reunió de manera grandiosa todo cuanto hasta entonces se había conseguido en multitud de trabajos individuales y en un sinnúmero de experiencias dispersas.

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