Dioses, Tumbas y Sabios (25 page)

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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

Pero la actividad de los salteadores alcanzó su apogeo en tiempos de la XX dinastía. Había pasado la época gloriosa de Ramsés I y Ramsés II, de Sethi y Sethi II. Los nueve faraones siguientes, también con el nombre de Ramsés, no tenían de aquél más que su ilustre nombre. Su gobierno era débil, se veía constantemente amenazado, y la corrupción constituyó una nueva fuerza tan poderosa como inaprensible. Los guardianes del cementerio se confabulaban con los sacerdotes, los más altos jerarcas con los jefes del distrito, y hasta el jefe de la Tebas occidental, el más alto funcionario, encargado de la vigilancia de la necrópolis, se puso de acuerdo un buen día con los propios violadores de los sepulcros. Y nos parece increíble cuando hoy día, por los hallazgos de papiros de la época de Ramsés IX (1142-1123 a. de J. C.), podemos ser testigos de un proceso contra ladrones de sepulcros que en aquella época llamó la atención; testigos en un proceso de hace tres mil años, donde los sacrílegos hasta entonces anónimos aparecen citados con sus propios nombres.

Un día, Peser, el jefe de la Tebas oriental, fue informado de que se habían practicado violaciones en sepulcros de gran importancia en la parte occidental. El jefe de la Tebas occidental era probablemente el problemático Pewero, que odiaba tanto a Peser como éste a aquél. Por eso, seguramente, Peser acogió con placer la ocasión que se le brindaba para desacreditar a su compañero de rango ante el visir Chamwese, que gobernaba todo el distrito tebano. Seguimos este interesante relato basándonos en lo que cuenta Howard Carter, quien fundamenta sus citas en la magnífica colección de documentos egipcios de Breasted, en los
Ancient Records of Egypt
.

Pero el asunto terminó mal para Peser, pues cometió la indiscreción de indicar en su denuncia el número exacto de tumbas despojadas: diez tumbas de faraones, cuatro de sacerdotisas y muchísimas de particulares.

Varios miembros de la comisión que Chamwese mandó para examinar el asunto, tal vez el mismo jefe, y hasta quizás el propio visir que los enviaba, se aprovecharon, sin duda, de los robos, cosa que ilustra sobre la prudencia de Pewero. Todos ellos cobraron su comisión, como diríamos hoy día, y seguramente conocían ya el fallo del juicio antes de atravesar el río. Efectivamente, ellos fallaron la causa con todas las formalidades jurídicas, no limitándose al problema de si efectivamente los despojos se habían realizado, sino demostrando con gran argucia dialéctica que la denuncia de Peser era falsa, ya que en lugar de diez tumbas reales sólo se había abierto una, y en vez de cuatro de sacerdotisas sólo fueron profanadas dos. No se podía negar el hecho de que efectivamente se habían despojado casi todas las tumbas particulares. Pero la comisión no vio en ello motivo alguno grave para citar ante los tribunales a un funcionario de tantos méritos como Pewero. ¡La denuncia fue rechazada! Al día siguiente, Pewero, triunfador —podemos imaginarnos muy bien el humor que le animaba—, reunió a los guardianes, administradores, artesanos, policía y a todos los árabes de la ciudad de los muertos, y organizó una manifestación que probablemente nosotros, en nuestro lenguaje, calificaríamos de «espontánea», haciéndoles ir al distrito oriental e incluso dando la orden de que pasasen ante la casa de Peser.

Esto era demasiado para éste, quien con razón lo interpretó como una provocación y, en un comprensible acceso de rabia, cometió el segundo error, esta vez más grave. Discutió violentamente con uno de los jefes del grupo de la ciudad occidental y, finalmente, ante testigos, manifestó muy excitado su intención de denunciar este hecho increíble directamente al faraón, saltando la autoridad del visir tebano.

Esto era lo que Pewero esperaba. Rápidamente fue a comunicar al visir el propósito de Peser de despreciar todo orden jerárquico. El visir convocó al tribunal y obligó a Peser, hombre torpe, a intervenir él mismo como juez de sus propios actos y tuvo que acusarse a sí mismo de perjurio y reconocerse culpable.

Esta historia es rigurosamente cierta, y a sus detalles, todos ellos comprobados, no se ha añadido nada; pero la cosa no terminó aquí.

Dos o tres años después se capturó una cuadrilla de ladrones de tumbas que, una vez se les hubo «fustigado en las manos y en los pies», hicieron una declaración que, sin duda, llegó a manos de un hombre insobornable, y éste no pudo silenciar los hechos. Han llegado hasta nosotros cinco nombres de aquellos bandidos. Se trata del cantero Hapi, el artesano artista Iramun, el campesino Amenemheb, el aguador Kemwese y el esclavo negro Ehenufer. Éstos declararon:

«Abrimos los féretros desgarrando las telas con que estaban cubiertos y así llegamos a la momia sublime de aquel rey… En su cuello había gran número de amuletos y de joyas de oro; su cabeza estaba cubierta con una mascarilla de oro; sus envolturas, de dentro y fuera, eran de oro y plata y estaban adornadas con toda clase de piedras preciosas. Arrancamos el oro que encontramos en la momia de este dios, los amuletos y joyas que adornaban su cuello y la envoltura en que reposaba. También hallamos a la esposa del rey y despojamos a la momia de todo lo que encontramos. Prendimos fuego a las envolturas y robamos los objetos que hallamos con ellas: recipientes de oro, plata y bronce. Lo repartimos todo, dividiendo en ocho partes el oro que hallamos en las momias de ambos dioses, así como los amuletos, las joyas y las envolturas».

El tribunal los declaró culpables. Por lo tanto, las declaraciones de Peser se vieron confirmadas, ya que entre las tumbas de que ahora se confesaban violadores estos ladrones se hallaba también una de las que al principio había citado Peser.

Más parece ser que este procedimiento del tribunal, que juzgó también otros casos parecidos, no pudo acabar con el despojo sistemáticamente organizado del Valle. Sabemos, por expedientes judiciales, que las tumbas de Amenofis III, de Sethi I y de Ramsés II han sido profanadas. «… Y bajo la dinastía siguiente —dice Carter— parece ser que se desistió incluso de todo intento de vigilar las tumbas». A lo que Carter añade en este relato sombrío de las rapiñas: «El Valle tiene que haber presenciado cosas raras, y las aventuras que en él se desarrollaban eran audaces. Puede uno imaginarse cómo durante días enteros los salteadores consultaban entre sí sus proyectos, cómo de noche se reunían secretamente en las rocas, cómo sobornaban a los guardianes del cementerio o los aturdían con drogas, y luego cavaban con audacia en la oscuridad, abriendo un pequeño hueco hasta poder penetrar en la cámara interior y, a la débil luz de sus antorchas, buscaban febrilmente los tesoros que podían llevar, regresando, al rayar el alba, cargados de botín. Todo esto podemos imaginárnoslo dándonos cuenta al mismo tiempo de que era inevitable, ya que si un rey dotaba a su momia con adornos ricos y preciosos, como correspondía a su dignidad, contribuía él mismo a su destrucción. La tentación era demasiado grande. Una riqueza que superaba los sueños más codiciosos se ofrecía al que hallara el mejor medio de alcanzarla, y más pronto o más tarde, el profanador de sepulcros tenía que llegar a su meta».

Pero más emocionante tiene que haber sido otra escena. Ya hemos relatado varias hazañas de ladrones de tumbas, de sacerdotes traidores, de funcionarios sobornados, de alcaldes corrompidos, de toda esa red de confabulados delincuentes organizada en todas las capas de la sociedad. Petrie fue el primero en sospecharlo, cuando siguió las huellas de los ladrones en la tumba de Amenemhet. El panorama es tal que no parece que, especialmente en la época de la XX dinastía, hayan existido fieles que rindieran honores a sus faraones muertos.

Pero no es así. Al mismo tiempo que los ladrones se deslizaban con su botín por los senderos ocultos en medio de las sombras de la noche, pequeños grupos de fieles estaban al acecho en otros caminos. Por fuerza se veían obligados a seguir los mismos métodos de los adversarios para poder lograr lo contrario. El robo tan sólo podía ser evitado con otro robo más rápido aún. Y en esta lucha de guerrilla, esta especie de guerra preventiva de unos pocos sacerdotes fieles y funcionarios incorruptibles contra unos ladrones muy bien organizados y apoyados por muchos cómplices, tenemos que imaginarnos una actuación más misteriosa, unos preparativos aún más secretos, planeados en conjuraciones nocturnas y realizados contra los de los ladrones en lugares quizá muy poco distantes.

Hemos de recurrir a nuestra fantasía para oír cómo hablaban, con ardor y acento apagado, ante el sarcófago abierto iluminado por la luz de una antorcha, aquellos que, temiendo una sorpresa, ven en su imaginación unas figuras acurrucadas. El ser descubiertos no les acarrearía daño alguno, pues actuaban legalmente, pero la mirada de un funcionario venal hubiera informado a los ladrones sobre el faraón trasladado por precaución.

También podemos imaginarnos aquel grupo de sacerdotes fieles: caminando por parejas, o tres a lo sumo, con paso apresurado, tras el guardián, quizás el último que ha permanecido fiel a su oficio y que ahora los guía. Así trasladan penosamente los cuerpos embalsamados de sus reyes muertos. Van arrastrando las momias de tumba en tumba para protegerlas de un robo criminal. Se informan de nuevas conjuras contra la paz ultraterrena de sus faraones y se ven obligados a repetir sus azarosas excursiones nocturnas. Los reyes muertos, cuyas momias han de reposar hasta la eternidad, comienzan así una espectral peregrinación. Pero luego, de repente, aquello fue distinto. Tales espectáculos se repitieron probablemente a la luz del día. La guardia bloqueaba el Valle. Multitud de faquines y largas columnas de animales de carga transportaban uno de aquellos gigantescos sarcófagos desde su insegura cámara sepulcral hacia un nuevo escondite. Intervenían fuerzas armadas y, acaso de nuevo, testigos inevitables tenían que perder la vida en prenda del nuevo secreto.

Ramsés III fue sacado por tres veces de su tumba, siendo enterrado de nuevo. Amosis, Amenofis I, Tutmosis II e incluso Ramsés el Grande, cambiaron de lugar. Finalmente, por falta de nuevos escondites, se reunía a varios faraones en una misma tumba. En el año XIV, el tercer mes de la segunda estación, el día seis de Osiris, el rey Usermare —Ramsés II— fue trasladado, por el sacerdote supremo de Amón, Pinutem, para ser enterrado en la tumba de Osiris, Sethi I y el rey Menmare.

Pero en su nueva morada, con su fabulosa riqueza, tampoco están seguras las regias momias. Sethi I y Ramsés II son trasladados a la tumba de la reina Inhapi Por último, en la tumba de Amenofis II se congregan varias momias de faraones, y las demás son sacadas de vez en cuando de sus tumbas originales, de sus primeros y segundos escondites y, por un sendero solitario que se puede seguir aún en nuestros días, son llevadas del Valle de los Reyes a una tumba que estaba excavada en las abruptas rocas de Der-el-Bahari, no lejos del gigantesco templo que allí empezara a construir la reina Hatsepsut.

Por fin, aquí, las momias reposaron en paz durante tres mil años. Seguramente, por una de aquellas casualidades que protegían también la tumba de Tutankamón, tras una primera profanación hecha con prisas, se perdió todo conocimiento sobre la disposición exacta de esta tumba: acaso una lluvia torrencial tapó la entrada situada al fondo del Valle. Otra casualidad de nuestra época, el viaje del coleccionista americano a Luxor, tenía que revelar que si esta gigantesca tumba colectiva de los reyes había sido descubierta de nuevo en el año 1875 de nuestra era también por azar.

Capítulo XV

MOMIAS

Respecto a nuestros conocimientos históricos, el Valle de los Reyes se halla sumido en la más absoluta oscuridad. En él se guarda el secreto de las momias faraónicas. Carter escribe: «Tenemos que imaginarnos un valle desierto lleno de espectros; sus galerías abovedadas están vacías, fueron saqueadas, la entrada de muchas de ellas está abierta y constituye una guarida de zorros, de búhos del desierto y bandadas de murciélagos. Y a pesar de ello, aunque sus tumbas estén saqueadas, abandonadas y destruidas, la sugestión de su encanto persiste. Persiste el sagrado Valle de los Reyes, y grandes grupos de curiosos entusiastas habían de frecuentarlo aún. Algunas de sus tumbas fueron utilizadas de nuevo en la época de Osorkon I —hacia el año 900 a. de J. C.— para enterrar a las sacerdotisas».

Mil años más tarde vemos el Valle poblado otra vez por los primeros eremitas cristianos, los cuales se alojaban en las siringas vacías.

«El esplendor y la magnificencia reales se ven sustituidos por la más humilde pobreza». La preciosa morada del faraón se ha convertido en la celda estrecha del eremita.

Pero esto cambió. El destino había señalado al Valle la misión de ser morada de reyes y, al mismo tiempo, guarida de ladrones. En el año 1743, el viajero inglés Richard Pococke da el primer informe moderno sobre el Valle.

Richard Pococke, con un jeque que le guiaba, pudo visitar catorce tumbas abiertas; Estrabón, como antes dijimos, conocía cuarenta; ahora se conocen sesenta y una. La región ofrecía poca seguridad, ya que en las colinas de Kurna acampaba una cuadrilla de ladrones. Cuando, veintiséis años más tarde, James Bruce visitó el Valle, nos habla de una frustrada tentativa para acabar con los bandoleros. «Todos ellos están proscritos y son condenados a muerte aunque se les halle en otro lugar». Osman Bey, un viejo gobernador de Girge, no pudiendo soportar por más tiempo el peligro que suponía esta gente, ordenó emplear haces de leña seca y, ocupando con sus soldados la parte de montaña donde acampaba la mayoría de estos miserables, ordenó llenar todas sus cuevas con dicha leña y pretenderle fuego, de manera que la mayoría de los ladrones perecieron; pero después, las bajas de la cuadrilla se cubrieron de nuevo.

Cuando Bruce, para hacer unas copias de los relieves murales de la tumba de Ramsés III, quiso pasar la noche en la cámara sepulcral, sus acompañantes indígenas fueron presa del terror y profiriendo maldiciones arrojaron las antorchas y mientras las llamas se apagaban, lanzaban terribles predicciones sobre las desgracias que aquella profanación les acarrearía cuando abandonasen la cueva. También cuando a caballo descendió al Valle oscuro, con el único indígena que permaneciera con él, en busca de su barca amarrada a orillas del Nilo, surgió un griterío, y desde una cercana altura le lanzaron piedras y se oyeron disparos. Otro tiroteo general concluyó con su visita al Valle, que tuvo que abandonar huyendo. Treinta años más tarde llegó la «Comisión Egipcia» de Napoleón para realizar sus operaciones de medición en el Valle y sus tumbas, y los enviados franceses fueron también atacados a tiros por los bandidos de Tebas.

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